Lo único que se movía en la habitación era la luz de aviso del teléfono con su parpadeo rojo.
—Debe de ser del servicio de habitaciones —dije—. Pedí un poco de hielo y bebidas. Supongo que los trajeron cuando estábamos fuera.
Mi abogado se encogió de hombros.
—Tenemos de sobra —dijo—. Pero, en fin, no viene mal que haya más. Sí, qué diablos, diles que lo traigan.
Descolgué el teléfono y llamé a recepción.
—¿Qué recado hay para mí? —pregunté—. Mi luz parpadea.
El de recepción pareció vacilar. Pude oír que hurgaba entre papeles.
—¡Ah sí! —dijo al fin—. ¿Es el señor Duke, verdad? Sí, tiene dos recados. Uno dice: «Bienvenido a Las Vegas. Asociación Nacional de Fiscales de Distrito».
—Estupendo —dije.
—…y el otro —continuó— dice: «Llame a Lucy al Americana, habitación 1600».
—¿Que?
Repitió el recado. No había error.
—¡Mierda puta! —murmuré.
—¿Cómo? —dijo el empleado.
Colgué.
Mi abogado estaba haciendo el Gran Escupitajo, otra vez, en el baño. Salí a la terraza y me quede mirando la piscina, aquel saco de agua brillante arriñonado que espejeaba al lado de nuestra suite. Me sentí como Otelo. Sólo llevaba unas horas en la ciudad y ya habíamos montado el escenario de una tragedia clásica. El héroe estaba condenado. Había sembrado ya la semilla de su propia caída…
¿Pero quién era el Héroe de aquel sórdido drama? Dejé la piscina y me enfrente a mi abogado, que salía ahora del baño limpiándose la boca con una toalla. Tenía los ojos vidriosos y límpidos.
—Esta maldita mescalina —murmuró—. ¿Por qué cojones no la harán algo menos pura? ¿Tú crees que si mezclásemos Rollaids o algo así…?
—Otelo usaba dramamina —dije.
Cabeceó, echándose la toalla al cuello mientras se agachaba a poner la tele.
—Sí, he oído hablar de esos remedios. Tu Fatty Arbuckle usaba aceite de oliva.
—Llamó Lucy —dije.
—¿Qué? —se estremeció visiblemente… como un animal alcanzado por una bala.
—Acaba de decírmelo el telefonista. Está en el Americana, en la habitación 1600… y quiere que la llamemos.
Me miró fijamente y en ese momento sonó el teléfono.
Me encogí de hombros y lo descolgué. No tenía sentido intentar ocultarse. Nos había encontrado, y eso bastaba.
—Diga —dije.
Era otra vez de recepción.
—¿Señor Duke?
—Sí.
—¿Cómo está, Señor Duke? Siento que nos cortaran hace un momento. Pero pensé que debería llamar otra vez, porque me preguntaba…
—¿
Qué
? —tuve la sensación de que todo se nos iba a caer encima.
Aquel jodido estaba a punto de soltarme algo. ¿Qué le habría
dicho
aquella zorra chiflada? Intenté conservar la calma.
—¡Oiga, estamos viendo las noticias! —aullé—. ¿Quién diablos es usted para interrumpir?
Silencio.
—¿Qué
quiere
? ¿Dónde está ese maldito hielo que pedí? ¿Y la bebida? ¡Hay una guerra en marcha, amigo! ¡Están matando gente!
—¿Matando? —casi susurró la palabra.
—¡En Vietnam! —grité—. ¡Por esa maldita tele!
—Oh… sí… claro —dijo—. Esa horrible guerra. ¿Cuándo acabará?
—Bueno, dígame —dije suavemente—. ¿Qué es lo que
quiere
?
—Sí, sí, claro —dijo volviendo bruscamente a su tono de empleado—. Creí que debía decirle… porque sé que está usted aquí en esa convención de la policía… que la mujer que dejó ese recado para usted parecía muy
trastornada
.
Vaciló, pero yo no dije nada.
—Pensé que debía usted saberlo —concluyó.
—¿Qué le dijo
usted
? —pregunté.
—
Nada
. Nada de nada, Señor Duke. Yo sólo cogí el recado —hizo una pausa—. Pero no fue tan fácil hablar con esa mujer. Estaba… bueno… nerviosísima. Creo que estaba llorando.
—¿Llorando? —Se me había hecho un nudo en el cerebro; no podía pensar; la droga empezaba a hacer efecto—. ¿Y por qué lloraba?
—Bueno… sabe… no lo dijo, Señor Duke. Pero como sabía cuál era el trabajo de usted, pensé…
—Entiendo —dije rápidamente—. Mire, si vuelve a llamar alguna vez esa mujer, quiero que sea amable con ella. Es nuestro
caso en estudio
. La tenemos en observación.
Sentí de pronto que la cabeza se me despejaba. Las palabras salían con fluidez.
—Es absolutamente inofensiva, por supuesto… no habrá ningún problema… esa mujer ha estado tomando láudano, es un experimento controlado, pero me parece que necesitaremos su colaboración antes de que esto acabe.
—Bueno, yo…
desde luego
—dijo—. Nosotros siempre estamos dispuestos a cooperar con, la policía. Siempre, claro, que no haya ningún problema… para nosotros, quiero decir.
—No se preocupe —dije—. Usted está protegido. Lo único que tiene que hacer es tratar a esta pobre mujer como trataría a cualquier otro ser humano que tuviera problemas.
—¿Qué? —parecía tartamudear—. Ah… sí, sí, ya entiendo lo que quiere decir… sí… ¿así que el responsable
será usted
?
—Pues claro —dije—. Y ahora tengo que volver a la tele.
—Gracias —murmuró él.
—Mande el hielo —dije, y colgué.
Mi abogado sonreía plácidamente ante el televisor.
—Buen trabajo —dijo—. Nos tratarán como a leprosos ahora.
Asentí, sirviéndome un buen vaso de Chivas Regal.
—Hace tres horas que no dan un noticiario en la tele —dijo con aire ausente—. Ese pobre imbécil seguramente pensará que tenemos conectado algún canal especial de la pasma. Podías llamar otra vez y pedirle que nos subiera un capacitador sensorial de tres mil vatios además del hielo. Dile que el nuestro acaba de quemarse.
—Te olvidas de Lucy —dije—. Anda buscándote.
Se echó a reír.
—Ca, te busca a
ti
.
—¿A mí?
—Sí. La dejaste pasmada. La única manera de librarme de ella, allí en el aeropuerto, fue decirle que me llevabas contigo al desierto para ajustar cuentas… que querías que me quitase de en medio para poder quedártela tú solo —se encogió de hombros—. Algo tenía que decirle, cojones. Le expliqué que debía volver al Americana y esperar a ver cuál de los dos volvía.
Se echó a reír otra vez y continuó:
—Supongo que cree que ganaste tú. El recado que dejó no era para mí, ¿verdad?
Asentí. No tenía el menor sentido, pero sabía que era verdad. Razonamiento químico. Los ritmos eran brutalmente claros… y, para él, tenían un sentido clarísimo.
Estaba allí espatarrado el muy cabrón concentrándose en
Misión Imposible
.
Me quedé pensando un rato y luego me levanté y me puse a empacar mis cosas.
—¿Eh, qué haces? —preguntó.
—¿A ti qué te importa? —dije.
La cremallera se atascó un momento, pero di un tirón y conseguí cerrar. Luego me puse los zapatos.
—Espera un momento —dijo—. Por Dios, hombre, ¿no querrás irte?
Asentí.
—Aciertas, me voy. Pero no te preocupes. De camino pararé abajo en recepción. No tendrás problemas.
Se levantó rápidamente, tirando el vaso.
—Muy bien, como quieras; ¿dónde está mi 357?
Me encogí de hombros, sin mirarle, mientras embutía las botellas de Chivas Regal en la bolsa de mano.
—Lo vendí en Baker —dije—. Te debo treinta y cinco pavos.
—¡Cristo bendito! —gritó—. ¡Ese trasto me costó ciento noventa dólares!
Sonreí.
—Me
contaste
cómo conseguiste ese trasto —dije—. ¿Recuerdas?
Vaciló, fingiendo pensar.
—¡Ah, sí! —dijo por fin—. Sí… aquel golfo de Pasadena… Luego se cabreó otra vez.
—Y me costó uno de los grandes. Aquel tonto del culo 1iquidó a un estupa. ¡Le esperaba pena de muerte! Cojones, tres semanas en el juzgado y todo lo que conseguí fue un sis tiros de mierda.
—Eres un imbécil —dije—. Te advertí que no trataras con junkies a crédito… sobre todo siendo
culpables
. Tuviste suerte de que aquel cabrón no te pagara con un tiro en la barriga.
Mi abogado se encogió.
—Era
primo
mío, y el jurado le declaró
inocente
.
—¡Mierda! —repliqué—. ¿A cuántos tíos se ha cargado ese junkie cabrón desde que le conocemos? ¿Seis? ¿Ocho? Ese puñetero es tan culpable que debería matarle yo mismo, aunque no sea más que por principios. Se cargó a aquel estupa y se cargó a aquella chica del Holyday Inn… ¡Y a aquél de Ventura!
Me miró fríamente.
—Será mejor que te andes con ojo, amigo. Eso son
calumnias
muy graves.
Solté una carcajada, tirando todo mi equipaje a los pies de la cama, mientras me sentaba para acabar el vaso. Me proponía realmente marcharme. En realidad no quería, pero pensaba que nada de lo que pudiese sacar de aquel asunto valía el riesgo de verse enredado con Lucy… Sin duda sería una bellísima persona, si alguna vez recuperaba el juicio… muy sensible, con una reserva secreta de excelente karma por debajo de su número Pit Bull; un gran talento con magníficos instintos… Una excelente muchachita que, desgraciadamente, había quebrado y enloquecido en algún lugar antes de su dieciocho aniversario.
No tenía nada personal contra ella. Pero la creía muy capaz (dadas las circunstancias) de mandarnos a los dos a la cárcel por lo menos veinte años, basándose en alguna nefanda historia de la que nosotros probablemente no tuviésemos la más remota idea hasta que ella empezase a contarla:
—Sí señor, esos dos hombres que están ahí en el banquillo son los que me dieron el LSD y me llevaron al hotel…
—¿Y qué te hicieron entonces, Lucy?
—Bueno, señor, no puedo recordarlo exactamente…
—¿De veras? Bueno, quizás ese documento de los archivos del fiscal del distrito le refresquen la memoria, Lucy… Esta es la declaración que hizo usted al oficial Squane poco después de que la encontrasen vagando desnuda en el desierto junto al lago Mead.
—No sé exactamente lo que me hicieron, pero recuerdo que fue horrible. Uno me recogió en el aeropuerto de Los Angeles. Ese fue el que me dio la píldora… y el otro apareció en el hotel; sudaba muchísimo y hablaba tan de prisa que yo no podía entender qué querían. No, señor, no recuerdo exactamente lo que me hicieron entonces, porque aún estaba bajo los efectos de aquella droga… sí, señor, el LSD que ellos me dieron… y creo que estuve desnuda mucho tiempo, puede que todo el tiempo que me tuvieron allí. Creo que fue al oscurecer, porque recuerdo que tenían puestas las noticias. Sí, señor, Walter Cronkite, no se me ha olvidado su cara…
No, yo no estaba dispuesto a aquello. Ningún jurado dudaría de su declaración, sobre todo cuando empezase a tartamudear entre una nube de lágrimas y obscenos relampagueos de recurrencias de ácido. Y el hecho de que no pudiese recordar exactamente qué le habíamos hecho, haría imposible negarlo. El jurado sabría lo que habíamos hecho. Habían leído cosas de personas como nosotros en los libros de bolsillo de tres dólares… Y habían visto gente de nuestro tipo en las películas pornográficas de cinco dólares.
Y claro está, nosotros no podíamos arriesgarnos a montar una defensa solos… una vez que hubieran vaciado el maletero de la Ballena.
Y me gustaría indicar, señoría, que las pruebas de la acusación están todas a disposición del jurado… sí, esta colección increíble de drogas y narcóticos ilegales que tenían en su posesión los acusados cuando fueron detenidos después de resistirse a nada menos que nueve funcionarios de policía, seis de los cuales siguen aún hospitalizados… y también otra prueba, el testimonio jurado de tres especialistas profesionales en la represión de narcóticos, elegidos por el presidente de la Asamblea Nacional de Fiscales de Distrito, que se vio gravemente afectada por las tentativas de dichos acusados de infiltrarse, alterar el orden y corromper su convención anual… estos especialistas han declarado que las drogas halladas en posesión de dichos acusados en el momento de su detención eran suficiente para matar a un pelotón de infantes de Marina… y, caballeros, utilizo la palabra matar con todos los debidos respetos, por el miedo y el asco que esto seguro provoca en todos ustedes el pensar que estos violadores degenerados bregaron esta galaxia de narcóticos para
destruir completamente
el juicio y la moral de la que fue una inocente joven, de esta muchacha
destruida
y degradada que ahora se sienta llena de vergüenza ante todos nosotros… sí, le dieron a esta chica drogas suficientes como para revolverle los sesos de modo tan horrible que ni siquiera puede recordar los sucios detalles de aquella orgía que se vio obligada a soportar… ¡y luego la
usaron
damas y caballeros del jurado, para sus propios fines inconfesables!
No había forma de solucionarlo. Me levanté y agarré mi equipaje. Estaba convencido de lo importante que era salir inmediatamente de la ciudad.
Mi abogado pareció entenderlo al fin.
—¡Espera! —gritó—. ¡No puedes dejarme solo en este nido de víboras! ¡Esta habitación esta a mi
nombre
!
Me encogí de hombros.
—Está bien, mierda, está bien —dijo, yendo hacia el teléfono—. Mira, la llamaré. Me librará de ella.
Y añadió con un cabeceo:
—Tienes razón. Es problema mío.
—No te molestes, ya es demasiado tarde.
—Serías una mierda como abogado —contestó—. Cálmate. Esto lo arreglo yo ahora mismo.
Marcó el número del Americana y pidió la habitación 1600.
—¡Hola, Lucy! —dijo. Sí, soy yo. Recibí tu recado… ¿qué? No, qué va, le di a ese cabrón una lección que no olvidará nunca… ¿qué?… No, matarle, no, pero no molestará a nadie por una temporada… Sí, allí le dejé; lo pateé bien y luego le arranqué todos los dientes.
Jesús, pensé. Debe ser terrible que te digan una cosa así cuando estás en un viaje de ácido.
—Pero hay un problema —seguía diciendo—. Tengo que largarme de aquí inmediatamente. Ese cabrón dio un cheque falso abajo y te dio
a ti
como referencia, así que deben andar buscándonos a los dos… sí, ya sé, pero no se puede juzgar un libro por las tapas, Lucy; hay personas que están tan podridas por dentro… en fin, no se te ocurra volver a llamar a este hotel; localizarán la llamada y te meterán en chirona inmediatamente… no, yo me largo al Tropicana ahora mismo; te llamaré desde allí en cuanto sepa mi número de habitación… sí, unas dos horas; tengo que actuar con calma porque si no me cazarán también
a mi
… creo que será mejor que utilice un nombre distinto, pero ya decidiré cuál… claro, mujer, en cuanto me inscriba… ¿qué?… sí, mujer, sí. Iremos al Circus-Circus y veremos el número del oso polar; quedarás patitiesa…