Miedo y asco en Las Vegas (21 page)

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Authors: Hunter S. Thompson

Tags: #Relato

BOOK: Miedo y asco en Las Vegas
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Yo estaba dormido cuando entró la camarera aquella mañana. Nos habíamos olvidado de colgar el letrero de «No molesten…» así que entró en la habitación y se quedó mirando a mi abogado, que estaba arrodillado en pelotas, vomitando en el armario, encima de los zapatos… creyendo que en realidad estaba en el cuarto de baño. Y de pronto alzó la vista y vio a aquella mujer con una cara como Mickey Rooney mirándole, incapaz de hablar, temblando de miedo y desconcierto.

«Tenía aquella fregona en la mano como si fuera un mango de un hacha», diría él más tarde. «Así que salí del armario en una especie de carrera en cuclillas y dejé de vomitar, y la agarré por las piernas… fue por instinto; pensé que se disponía a matarme… y entonces, cuando se puso a gritar, fue cuando le metí la bolsa de hielo en la boca.»

Sí, yo recordaba aquel grito… uno de los sonidos más aterradores que he oído en mi vida. Desperté y vi a mi abogado debatiéndose desesperadamente en el suelo junto a mi cama con lo que parecía ser una
mujer vieja
. La habitación estaba llena de potentes ruidos eléctricos. El televisor silbaba a plena potencia en un canal inexistente. Apenas podía oír los gritos apagados de la mujer que se debatía por quitarse la bolsa de hielo de la cara… pero poca resistencia podía ofrecer a la fuerza desnuda de mi abogado, y éste logró al fin arrinconarla detrás de la tele, apretándole el cuello con las manos mientras ella balbucía lastimera:

—Por favor… por favor… soy la camarera, no quiero hacer nada…

Me levante enseguida, agarré la cartera y empecé a agitarle delante de la cara la placa de prensa que yo tenía de la asociación de amigos de la policía.

—¡Queda usted detenida! —grité.

—¡No! —gimió ella—. ¡Yo sólo quería limpiar!

Mi abogado se irguió, respirando laboriosamente.

—Ha debido usar una llave maestra —dijo—. Yo estaba limpiándome los zapatos en el armario y la vi que se colaba… así que la
enganché
.

A mi abogado le temblaba un hilo de vómito en la barbilla, y advertí enseguida que se hacía cargo de la gravedad del caso. En esta ocasión, nuestra conducta había excedido con mucho los límites de la extravagancia privada. Allí estábamos, desnudos los dos, con aquella aterrada vieja (una
empleada
del hotel) tumbada en el suelo de nuestra suite en un paroxismo de miedo y de histeria. Tendríamos que resolver aquello de algún modo.

—¿Quién le mandó hacer esto? —le pregunté—. ¿Quién le pagó?

—¡Nadie! —gimió ella—. ¡Soy la camarera!

—¡Está mintiendo! —gritó mi abogado—. ¡Buscaba pruebas! ¿Quién la metió en esto? ¿E1 encargado?

—Trabajo para el hotel —dijo ella—. Lo único que hago es limpiar las habitaciones.

Me volví a mi abogado.

—Esto significa que saben lo que tememos —dije—. Por eso mandaron aquí a esta pobre vieja a robarlo.

—¡No! —gritó ella—. ¡Yo no se de qué hablan!

—¡Cuentos! —dijo mi abogado—. Está usted complicada en esto lo mismo que ellos.

—¿Complicada en qué?

—En el tráfico de drogas —dije yo—. Usted tiene que saber lo que está pasando en este hotel. ¿Por qué cree que estamos aquí nosotros?

Nos miró fijamente, e intentó hablar, pero sólo balbucía.

—Sé que son ustedes policías —dijo al fin—. Creí que estaban aquí sólo para esa convención. ¡Lo juro! Yo sólo quería limpiar la habitación. ¡No sé nada de tráfico de drogas!

Mi abogado se echó a reír.

—Vamos, nena. ¿No intentarás convencernos de que no has oído hablar de Grange Gorman?

—¡No! —gritó ella—. ¡No! ¡Le juro por Dios que nunca he oído hablar de eso!

Mi abogado pareció pensarlo un momento y luego se agachó para ayudarla a levantarse.

—Puede que esté diciendo la verdad —me dijo—. Quizá no forme parte del asunto.

—¡Claro que no! ¡Les juro que yo no! —aulló ella.

—Bueno… —dije—. En ese caso, quizá no tengamos que eliminarla… a lo mejor hasta puede
ayudar
.

—¡Sí! —dijo la mujer muy animosa—. ¡Les ayudaré en lo que sea! ¡Detesto la droga!

—También nosotros, señora —dije yo.

—Creo que podríamos ponerla en nómina —dijo mi abogado—. Podemos comprobar si tiene antecedentes y luego asignarle uno de los grandes al mes, en fin, dependerá de lo que aporte.

La expresión de la vieja había cambiado nuevamente. No parecía ya nerviosa por el hecho de verse charlando con dos hombres desnudos, uno de los cuales había intentado estrangularla hacía unos minutos.

-—¿Cree usted que podrá hacerlo? —le pregunté.

—¿Qué?

—Una llamada telefónica diaria —dijo mi abogado—. Sólo tendrá que decirnos lo que ha visto.

Luego le dio una palmadita en el hombro y añadió:

—Aunque parezca no tener sentido, no se preocupe. Eso es problema nuestro.

La mujer sonrió.

—¿Y me pagarán ustedes por eso?

—Puede estar segura —dije—. Pero como diga usted algo de esto a
alguien
… irá derecha a la cárcel para el resto de su vida.

—Ayudaré en lo que pueda —dijo—. Pero, ¿a quién tengo que llamar?

—No se preocupe por eso —dijo mi abogado—. ¿Cómo se llama usted?

—Alicia —dijo ella-. Sólo tiene que llamar al Servicio de Ropa Blanca y preguntar por Alicia.

—Ya se establecerá contacto con usted —dije yo—. De aquí a una semana. Pero entretanto, tenga los ojos bien abiertos y procure actuar de modo normal. ¿Cree que podrá hacerlo?

—¡Oh sí, claro! —dijo-. ¿Y volveré a verles a ustedes?

Sonrió bovinamente y añadió:

—Quiero decir, después de
esto

—No —dijo mi abogado—. Nos mandaron aquí de Carson City. Con usted contactará el inspector Rock. Arthur Rock. Se hará pasar por un político, pero no tendrá ningún problema para reconocerle.

Parecía algo nerviosa.

—¿Qué pasa? —dije—. ¿Hay algo que no nos ha
dicho
?

—¡Oh, no! —dijo enseguida—. Sólo quería saber… quién va a pagarme…

—De eso ya se encargará el inspector Rock —dije—. Se lo pagará en metálico: mil dólares los días nueve de cada mes.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó—. ¡Por eso haría yo cualquier cosa!

—Usted y muchísima gente —dijo mi abogado—. Se llevaría una sorpresa si supiese a quién tenemos en nómina… aquí en este mismo hotel.

Pareció muy sorprendida.

—¿Gente que yo conozco?

—Seguramente —dije—. Pero actúan de modo encubierto. Sólo los conocerá si sucede algo realmente grave y alguno de ellos tiene que ponerse en contacto con usted en público, con la contraseña.

—¿Cuál es la contraseña? —preguntó.

—«Una Mano Lava la Otra» —dije—. En cuanto oiga usted eso, ha de decir: «No Temo Nada». Entonces la identificarán.

Asintió, repitiendo varias veces la contraseña, mientras escuchábamos para cerciorarnos de que lo hacía bien.

—Bueno —dijo mi abogado—. Eso es todo por ahora. Lo más probable es que no volvamos a vernos hasta que caiga el martillo. Y será mejor que nos ignore hasta que nos vayamos. No se moleste en hacer la habitación. Basta con que deje toallas y el jabón a la puerta exactamente a medianoche.

Luego sonrió y añadió:

—Así que tendremos que arriesgarnos a que suceda otro de estos pequeños incidentes, ¿entendido?

Ella se fue hacia la puerta.

—Lo que ustedes digan, señores. No saben cuánto siento lo ocurrido… pero claro, yo no
sabía
.

Mi abogado la acompañó hasta la puerta.

—Entendido —dijo amablemente—. Pero ya se acabó. A Dios gracias para la gente
honrada
.

La camarera sonrió mientras cerraba la puerta.

12. VUELTA AL CIRCUS-CIRCUS BUSCANDO EL MONO… AL DIABLO EL SUEÑO AMERICANO

Habían pasado casi setenta y dos horas desde aquel extraño incidente, y no había vuelto a poner los pies en la habitación ninguna empleada. Me pregunté qué les habría dicho Alicia. La habíamos visto una vez, arrastrando un carro de la lavandería por la zona de aparcamiento, mientras nosotros salíamos en la Ballena, pero no dimos señal alguna de reconocimiento y ella pareció entender.

Pero aquello no podía prolongarse mucho más. La habitación estaba llena de toallas usadas, colgaban por todas partes. El suelo del cuarto de baño tenía unos quince centímetros de pastillas de jabón, vómito y mondas de pomelo, todo mezclado con cristales rotos. Cada vez que entraba allí a mear, tenía que ponerme las botas. La lanilla de la moteada alfombra gris estaba tan llena de semillas de marihuana que parecía haberse vuelto verde.

El ambiente de callejón de borrachos de la habitación resultaba tan terrible, tan increíblemente disparatado, que pensé que probablemente podría convencerles de que era una especie de «muestra en vivo» que habíamos traído de Hight Street, para mostrar a los polis de otras partes del país lo profundamente que podía hundirse en la basura y la degeneración la gente de la droga si se la dejaba a sus propios instintos.

Pero, ¿qué clase de adicto necesitaría todas aquellas cáscaras de coco y aquellas mondas de pomelo aplastadas? ¿Explicaría la presencia de junkies todas aquellas patatas fritas? ¿Y aquellos charcos de salsa de tomate cristalizada sobre la mesa?

Quizá sí. Pero, ¿y todo aquel alcohol? ¿Y aquellas groseras fotos pornográficas, arrancadas de revistas como
Putas de Suecia y Orgias en la Casbah
, pegadas sobre el espejo roto con chafarrinones de mostaza que se habían secado convirtiéndose en una dura costra amarillenta…? Y todos aquellos signos de violencia y aquellas extrañas bombillas rojas y azules y aquellos fragmentos de cristal roto embutidos en el yeso de la pared…

No; aquéllas no eran las huellas de un junkie normal y temeroso de Dios. Era demasiado salvaje, demasiado agresivo. En aquella habitación había pruebas de consumo excesivo de casi todos los tipos de droga conocidos por el hombre civilizado desde el año 1544 d.C. Aquello sólo podía explicarse como un
montaje
, una especie de exposición médica exagerada, organizada meticulosamente para mostrar lo que podía suceder si veinte peligrosos drogadictos (cada uno de ellos con una adicción
distinta
) fuesen estabulados juntos en la misma habitación cinco días con sus noches, sin descanso.

Sí, desde luego. Pero, claro está, eso jamás sucedería en la Vida Real, caballeros. Sólo organizamos esto con el objetivo de hacer una
demostración

De pronto sonó el teléfono, arrancándome de mi estupor imaginativo. Lo miré… Rinnnngggg… Dios mío, ¿ahora qué? ¿Será ya? Casi pude oír la áspera voz del Director, el señor Heem, diciendo que la policía se dirigía a mi habitación y que, por favor, no disparase contra la puerta cuando empezasen a echarla abajo a patadas. Riiinngg… No, no llamarían primero. En cuanto decidiesen echarme el guante, seguramente montarían la emboscada en el ascensor: primero Mace, luego se echarían en masa sobre mí. Lo harían sin previo aviso.

Así que cogí el teléfono. Era mi amigo Bruce Innes, que me llamaba desde el Circus-Circus. Había localizado al hombre que quería vender el mono que yo había andado buscando. El precio era de setecientos cincuenta dólares.

—¿Pero con quién diablos estás tratando tú? —dije—. Anoche eran cuatrocientos.

—Dice que es que acaba de descubrir que está muy bien enseñado —dijo Bruce—. Anoche le dejó dormir en el remolque y el bicho se cagó en la ducha.

—Eso no significa nada —dije—. A los monos les atrae el agua. La próxima vez se cagará en el fregadero.

—Quizá sería mejor que vinieras hasta aquí a discutir con este tío —dijo Bruce—. Está aquí conmigo en el bar. Le dije que querías el mono y que podías proporcionarle un buen hogar. Creo que negociará. Está realmente encariñado con ese bicho asqueroso. Está aquí en el bar con nosotros, sentado en un taburete, el muy cabrón, babeando sobre una jarra de cerveza.

—Bueno, vale —dije—. Tardaré diez minutos. No dejes que ese cabrón se emborrache. Quiero conocerle en su estado normal.

Cuando llegué al Circus-Circus estaban metiendo a un viejo en una ambulancia, allí a la entrada.

—¿Qué pasó? —le pregunté al encargado de los coches.

—No estoy seguro —dijo—. Dicen que le dio un ataque. Pero he visto que le han arrancado toda la parte de atrás de la cabeza.

Se deslizó en el interior de la Ballena y me entregó un comprobante.

—¿Quiere que le guarde la bebida? —preguntó, alzando un gran vaso de tequila que estaba en el asiento del coche—. Si quiere puedo guardarla en la nevera.

Le dije que sí. Aquella gente se había familiarizado con mis hábitos. Había estado tantas veces allí, con Bruce y los otros de la banda, que los encargados de los coches sabían mi nombre… aunque yo jamás me había presentado, y nadie me lo había preguntado. Supongo simplemente que aquello formaba parte del asunto, y que habrían estado hurgando en la guantera y habrían encontrado algún cuaderno con mi nombre.

La verdadera razón, en la que no caí por entonces era que aún llevaba mi tarjeta de identificación de la Conferencia de Fiscales de Distrito. Colgaba del bolsillo de mi cazadora multicolor, pero hacía tiempo que me había olvidado de ella. Suponían sin duda que era una especie de superagente especial de incógnito… o quizá no; quizás estuviesen siguiéndome la corriente porque imaginaban que un tipo tan loco como para hacerse pasar por policía mientras andaba por Las Vegas en un descapotable Cadillac blanco con un vaso en la mano sin duda tenía que ser un fuera serie, incluso quizá peligroso. En un ambiente en el que nadie con cierta ambición es realmente lo que parece ser, no se corre mucho riesgo actuando como un freak rey del infierno. Los supervisores debían hacerse señas significativas y murmurar sobre «esos jodidos tipos sin clase».

La otra cara de la moneda es el síndrome «¡Maldita sea! ¿Quién es eso?» Esto suele pasar con porteros, conserjes y encargados que suponen que todo el que actúa como un chiflado pero da grandes propinas,
tiene que ser
importante, lo cual significa que hay que seguirle la corriente, o por lo menos tratarle con cordialidad.

Pero nada de esto importa mucho con la cabeza llena de mescalina. Simplemente andas por allí, haciendo lo que te parece correcto, que normalmente lo es. Las Vegas está tan lleno de freaks naturales (gente verdaderamente pasada) que en realidad las drogas no son un problema, salvo para los polis y para el sindicato de la heroína. Los psicodélicos resultan casi intrascendentes en una gran ciudad en la que puedes entrar en un casino a cualquier hora del día o de la noche y presenciar la crucifixión de un gorila… en una llameante cruz de neón que se convierte de pronto en una rueda giratoria, haciendo rodar al animal en disparatados círculos sobre las atestadas mesas de juego.

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