Encontré a Bruce en el bar, pero no había rastro del mono.
—¿Dónde está el bicho? —pregunté—. Estoy dispuesto a firmar un cheque. Quiero llevarme a casa en el avión a ese maldito cabrón. Ya he reservado dos billetes de primera, para R. Duke e Hijo.
—¿Quieres llevarlo en avión?
—Hombre, pues claro —dije—. ¿Crees que me dirán algo?
¿Crees que van a llamarme la atención por los defectos de mi hijo?
Se encogió de hombros.
—Olvídalo —dijo—. Acaban de llevárselo. Atacó a un viejo aquí mismo en el bar. El muy gilipollas empezó a chillarle al encargado del bar por «permitir entrar aquí a esa chusma descalza» y en ese momento, el mono lanzó un grito… y el viejo le tiró la cerveza, y el mono se puso loco, saltó del asiento como el muñeco de una caja de sorpresa y le arrancó de un mordisco un trozo de nuca… el tío del bar tuvo que llamar a una ambulancia y luego vinieron los polis y se llevaron al mono.
—Maldita sea —dije—. ¿Cuánto es la fianza?
Quiero
ese mono.
—Contrólate —dijo él—. Será mejor que no te acerques a la cárcel. Es lo que necesitan para poder empapelarte. Olvídate de ese mono. No lo necesitas para nada.
Pensé un poco en el asunto, y decidí que era probable que tuviera razón. No tenía ningún sentido estropearlo todo por un mono violento al que ni siquiera había llegado a conocer. En realidad, probablemente me arrancase media cabeza de un mordisco si intentaba sacarle bajo fianza. Tardaría un tiempo en calmarse después del choque de verse entre rejas, y yo no podía permitirme esperar.
—¿Cuándo te vas? —preguntó Bruce.
—Lo antes posible —dije—. No tiene sentido que siga más en esta ciudad. Tengo todo lo que necesito. Cualquier otra cosa sólo serviría para confundir.
Pareció sorprenderse.
—¿
Encontraste
el Sueño Americano? ¿En
esta
ciudad?
Asentí.
—En este momento estamos sentados exactamente en el nervio principal —dije—. ¿Recuerdas aquella historia que nos contó el encargado sobre el propietario de este local? ¿Lo de que siempre había querido escaparse y entrar en un circo, de chaval?
Bruce pidió otras dos cervezas. Contempló un momento el casino y luego se encogió de hombros.
—Sí, entiendo lo que quieres decir —dijo—. Ahora el cabrón tiene su propio circo y un permiso para robar, además.
Luego cabeceó y dijo:
—Tienes razón… él es el modelo.
—Perfecto —dije yo—. Puro Horatio Alger, toda su actitud. Quise tener una charla con él, pero una pomposa lesbiana que decía ser su secretaria ejecutiva, me mandó a la mierda. Según ella, la prensa es lo que el tipo más odia de todo el país.
—El y Spiro Agnew —murmuró Bruce.
—Tienes razón, los dos —dije—. Intenté explicarle a aquella tía que yo estaba de acuerdo con todo lo que representaba él, pero me dijo que si sabía lo que me convenía lo mejor era que me largara de la ciudad y no pensara siquiera en molestar al Jefe. «Odia de veras a los periodistas», me dijo. «Y no quiero que esto parezca una amenaza, pero si yo fuese usted, lo consideraría…»
Bruce asintió. El jefe estaba pagándole mil pavos semanales por dos actuaciones cada noche en el Leopard Lounge, y otros dos grandes para el grupo. Lo único que se les pedía era que hiciesen muchísimo ruido durante dos horas todas las noches. Al Jefe le importaba un pito las canciones que cantaran. Con tal de que el A ritmo fuese fuerte y los amplis aullasen lo bastante para atraer a la gente al bar.
Resultaba muy raro estar sentado allí en Las Vegas y oír cantar a Bruce cosas fuertes como «Chicago» y «Country Song». Si la dirección se hubiese molestado en escuchar la letra, habrían embreado y emplumado a toda la banda.
Varios meses después, en Aspen, Bruce cantó las mismas canciones en un club lleno de turistas y un antiguo astronauta
[12]
… y cuando terminó la última pieza el astronauta se acercó a nuestra mesa y empezó a aullar toda clase de beodas chorradas superpatrióticas, espetándole a Bruce:
—¿Cómo es que un maldito canadiense tiene el descaro de venir aquí a insultar a este país?
—Oiga, amigo —dije yo—. Soy
norteamericano
, sabe. Vivo aquí, y estoy de acuerdo con todo lo que él dice.
En ese momento aparecieron los apagabroncas, sonríendo inescrutables y dijeron:
—Buenas noches, caballeros. El
I Ching
dice que es hora de tranquilidad, ¿entendido? Y en este local no se molesta a los músicos. ¿Está claro?
El astronauta se fue, mascullando sombríamente que iba a utilizar su influencia para «que se haga algo rápidamente», con los estatutos de inmigración.
—¿Cómo se llama usted? —me preguntó, mientras los apagabroncas se lo llevaban.
—Bob Zimmerman —dije—. Y lo que más odio en este mundo, es un maldito cabezón polaco.
—¿Me toma por un
polaco
? —chilló—. ¡Vagabundo mierda! ¡Son todos basura! Usted no
representa
a este país.
—Ojalá no lo represente usted tampoco —murmuró Bruce. El astronauta aún seguía bufando mientras lo arrastraban a la calle.
La noche siguiente, en otro restaurante, el astronauta estaba llenándose el buche, sobrio perdido, y se acercó un chaval de unos catorce años a la mesa a pedirle un autógrafo. El astronauta se hizo el tímido un momento, fingiendo embarazo, y luego garrapateó su firma en el pedacito de papel, que le entregó el muchacho. El chaval lo miró un momento, luego lo rompió en cachitos y los dejó caer sobre el regazo del astronauta.
—No todo el mundo te quiere, amigo —dijo.
Luego se dio la vuelta y se sentó en su mesa, a unos dos metros de distancia.
El grupo del astronauta se quedó mudo. Eran ocho o diez personas. Esposas, ejecutivos e ingenieros importantes, que querían enseñarle al astronauta lo que era una noche de juerga en el fabuloso Aspen. Y de pronto, parecía como si alguien acabase de rociar su mesa con una neblina de mierda. No decían ni palabra.
Terminaron rápidamente de cenar y se fueron sin dejar propina.
Esto en cuanto a Aspen y a los astronautas. El tipo de esta historia no habría tenido esos problemas en Las Vegas.
Una ración pequeña de esta ciudad da para mucho tiempo. Después de cinco días en Las Vegas, tienes la sensación de llevar cinco años. Algunos dicen que les gustan. pero también hay a quien le gusta Nixon. Sería un alcalde perfecto para esta ciudad. Con John Mitchel de sheriff y Agnew de director de alcantarillas.
Cuando intenté sentarme en la mesa de bacará, los apagabroncas me echaron mano.
—Este no es sitio para ti —dijo tranquilamente uno de ellos—. Lárgate.
—¿Por qué?
Me llevaron hasta la entrada principal y pidieron que me trajeran la Ballena.
—¿Qué es de tu amigo? —me preguntaron, mientras esperábamos.
—¿Qué amigo?
—Ese hispano grandón.
—Oye —dije—. Soy doctor en periodismo. Nunca me veríais por aquí con un hispano de mierda.
Se echaron a reír.
—¿Y esto qué? —dijeron, y me plantaron delante una gran foto en la que aparecíamos mi abogado y yo sentados en una mesa del bar flotante.
Me encogí de hombros.
—Ese no soy yo —dije—. Ese es un tío que se llama Thompson, que trabaja para
Rolling Stone
… un mal bicho, un chiflado.
Y el que está sentado con él es un pistolero de la mafia de Hollywood. Demonios, ¿es que no habéis
estudiado
la foto? ¿Qué clase de loco andaría por Las Vegas llevando
un guante negro
?
—Ya nos dimos cuenta de eso —dijeron—. ¿Dónde está ahora?
Me encogí de hombros.
—Se mueve muy rápido —dije—. Recibía órdenes de San Luis.
Me miraron fijamente.
—¿Cómo sabes
tú
todo eso?
Les mostré mi placa dorada de la asociación de amigos de la policía, con un movimiento rápido, dando la espalda al público.
—Actuad con naturalidad —murmuré—. No me comprometáis.
Aún seguían mirando cuando me aleje en la Ballena. El tipo trajo el coche en el momento justo. Le di un billete de cinco dólares y salí de allí con un elegante rechinar de neumáticos.
Todo había terminado. Fui hasta el Flamingo y cargue en el coche todo el equipaje. Intente subir la capota, para mayor intimidad, pero no se que le pasaba al motor. La luz del generador llevaba encendida, con un feroz brillo rojo, desde que había metido aquel trasto en el Lago Mead para una prueba de agua. Un rápido vistazo al cuadro de mandos me indicó que los circuitos del coche estaban totalmente jodidos. No funcionaba nada. Ni siquiera los faros… y cuando conecte el acondicionador de aire, oí una desagradable explosión debajo del capó.
La capota se había quedado atascada a mitad de camino, pero decidí ir hasta el aeropuerto. Si aquel maldito trasto no funcionaba bien, siempre podía abandonarlo y coger un taxi. A la mierda aquella basura de Detroit. No deberían permitirles hacer trastos así.
Salía el sol cuando llegue al aeropuerto. Dejé la Ballena en el aparcamiento VIP. Un chaval de unos quince años lo recogió, pero me negué a contestar a sus preguntas. Estaba muy excitado por el estado general del vehículo.
—¡Santo Dios! —gritaba—. ¿Cómo pudo pasar
esto
?
No hacía más que ir de un lado a otro del coche, señalando las diversas abolladuras, rascadas y desconchones.
—Ya sé, ya sé —dije—. Me lo han dejado hecho una mierda.
Es una ciudad jodida para andar con descapotables. Lo peor fue ahí en el bulevar, frente al Sahara. ¿Sabes esa esquina donde se reúnen todos los junkies? Dios mío, fue algo increíble cuando se volvieron todos locos a la vez.
No era un chaval demasiado inteligente. Se puso pálido enseguida y luego pasó a un estado de mudo terror.
—Pero no hay por qué preocuparse, hombre —dije—. Estoy asegurado.
Le enseñé el contrato indicándole la cláusula en letra pequeña donde decía que estaba asegurado
a todo riesgo
por sólo dos dólares al día.
El chaval aún seguía gesticulando cuando me largué. Me sentía un poco culpable por dejarle a él el problema del coche. No había manera de explicar aquel deterioro generalizado. El coche estaba acabado, era una ruina, una mierda absoluta. En circunstancias normales, me habrían agarrado y detenido al intentar devolverlo… pero no a aquellas horas de la mañana en que sólo estaba allí aquel chaval. Además, después de todo yo era un VIP. De otro modo, jamás me hubiesen alquilado aquel coche, ya para empezar…
Los pollitos vuelven al nido, pensé, mientras me metía rápidamente en el aeropuerto. Aún era demasiado temprano para actuar normalmente, así que me espatarré en la cafetería detrás del
Times
de Los Angeles. Al fondo del pasillo, una máquina de discos tocaba «One poke over the line». Escuché un momento, pero mis terminales nerviosas ya no eran receptivas. La única canción con la que podría haber conseguido relacionarme en aquel momento era «Mister Tambourine Man». O quizá «Memphis Blues Again»…
«
¿Awww, mama… pueda realmente… ser esto el final…?
»
Mi avión salía a las ocho, lo que significaba que tenía que matar dos horas. Me parecía imposible pasar desapercibido, y no me cabía la menor duda de que me estaban buscando; la red se cerraba… era sólo cuestión de tiempo el que se lanzasen sobre mí como si fuese una especie de animal rabioso.
Consigné todo mi equipaje. Todo menos la bolsa de cuero, que estaba llena de drogas. Y la 357. ¿Tendrían en aquel aeropuerto el maldíto sistema de detección de metales? Me acerqué a la puerta de acceso a las pistas procurando aparentar indiferencia mientras examinaba la zona para localizar cajas negras. No había ninguna visible. Decidí correr el riesgo: me lancé a cruzar la puerta con una gran sonrisa en la cara, murmurando distraídamente sobre «una terrible baja en el mercado de quincallería»…
Sólo otro vendedor fracasado más pasando por consigna. La culpa de todo la tiene el cabrón de Nixon, no hay duda. Decidí que parecería todo mucho más natural si encontraba alguien con quien charlar… una charla normal entre pasajeros:
—¿Qué tal, amigo? Supongo que debe de estar preguntándose usted por qué sudo tanto. ¡Sí! En fin, qué demonios, amigo… ¿Ha leído los periódicos hoy…? ¡Es increíble lo que han hecho esos cabrones
esta
vez!
Pensé que eso serviría… pero no pude encontrar a nadie que pareciese lo bastante seguro para hablar con él. Todo el aeropuerto estaba lleno de gente que parecía capaz de lanzarse a por mi costilla flotante si hacía un movimiento en falso. La verdad es que me sentía medio paranoico… como una especie de criminal chupacráneos huyendo de Scotland Yard.
Mirase a donde mirase, no veía más que Cerdos. Porque aquella mañana, el aeropuerto de Las Vegas estaba lleno de polis. El éxodo masivo después de la Conferencia de Fiscales de Distrito. Cuando caí en la cuenta, me sentí mucho más tranquilo respecto a la salud de mi propio cerebro…
TODO PARECE PREPARADO
¿Estás preparado?
¿Preparado?
Bueno, ¿por qué no? Hoy es un día peligroso en Las Vegas. Mil policías salen de la ciudad, cruzan el aeropuerto en grupos de tres y seis. Vuelven a casa. La conferencia sobre la droga ha terminado. El vestíbulo del aeropuerto hormiguea de animadas conversaciones y cuerpos. Vasos de cerveza y Bloody Maries. De vez en cuando hay una víctima de sarpullido a causa de los tirantes de la funda sobaquera. Ya no tiene sentido ocultar el asunto. Que se quede colgando… o al menos aireemos un poco la zona.
Sí, gracias, es usted muy amable… creo que reventé un botón de los pantalones… espero que no se me caigan. No quiero que se me caigan los pantalones en este momento. No sería oportuno.
No, joder. Hoy no. No aquí, en mitad del aeropuerto de Las Vegas, en esta mañana de sudor, al final de la cola de esta gran asamblea sobre narcóticos y drogas peligrosas.
«
Cuando el tren… llegó a la estación… la mire a los ojos…
»
Qué música desagradable la de este aeropuerto.
«
Si, resulta difícil decirlo, resulta difícil decirlo cuando todo tu amor es en Vano…
»
De vez en cuando, te cae uno de esos días en que todo es en vano… un mal viaje del principio al fin. Y si de veras sabes lo que te conviene, lo que tienes que hacer esos días es acurrucarte en un rincón seguro y
observar
. Quizá pensar un poco. Recostarte en una silla de madera barata, aislada del tráfico, y arrancar hábilmente las tapas de cinco o seis Budweisers… fumarte un paquete de Marlboro, tomar un bocadillo de manteca de cacahuetes y, por último, hacia el atardecer, tomar una pastilla de buena mescalina… luego salir en el coche hasta la playa. Llegar hasta las olas, en la niebla, y chapotear por allí con los pies helados a unos diez metros de las olas… cruzándose con pequeñas aves estúpidas y cangrejos, y de vez en cuando un gran pervertido o un desecho lanudo que se aleja cojeando y que vagan solos detrás de las dunas y de la basura que deja el mar…