Aliena se inclinó y le besó en la frente. Sus lágrimas le cayeron en la cara.
—Adiós, querido padre —musitó. Luego se puso en pie.
Richard se inclinó y le besó a su vez.
—Adiós, padre —dijo con voz insegura.
—Que Dios os bendiga a los dos y os ayude a cumplir vuestros juramentos —musitó Bartholomew.
Richard le dejó la vela. Se encaminaron a la puerta. En el umbral Aliena se volvió a mirarle a la luz de la oscilante llama. Su consumido rostro tenía una expresión de tranquila decisión que le era muy familiar. Le estuvo mirando hasta que las lágrimas le enturbiaron la visión. Luego, volviéndose, atravesó el vestíbulo de la prisión y salió vacilante al aire libre.
Richard abrió la marcha. Aliena estaba embotada por la pena. Era como si su padre ya hubiera muerto, pero aún peor porque seguía sufriendo. Oyó a Richard preguntar direcciones pero no puso atención. No pensó siquiera a dónde iban hasta que él se detuvo delante de una pequeña iglesia de madera con una casucha colgadiza junto a ella. Al mirar en derredor Aliena se dio cuenta de que se encontraban en un barrio pobre, con pequeñas casas destartaladas y calles sucias por las que perros fieros perseguían a las ratas entre las basuras y niños descalzos jugaban por el barro.
—Ésa debe ser la iglesia de St. Michel —dijo Richard.
El colgadizo al lado de la iglesia debía ser la casa del sacerdote.
Tenía una ventana con contraventanas. La puerta estaba abierta. Entraron.
Había un fuego encendido en el centro de la única habitación. El mobiliario consistía en una mesa tosca, varios taburetes y un barril de cerveza en un rincón. El suelo estaba cubierto de juncos. Cerca del fuego se encontraba un hombre sentado en una silla bebiendo de una gran taza. Vestía una indumentaria corriente, una camisola sucia con una sotana parda. Y zuecos.
—¿Padre Ralph? —preguntó Richard dubitativo.
—¿Y qué si lo soy? —contestó el hombre.
Aliena suspiró. ¿Por qué la gente habría de crear dificultades cuando ya había tantas en el mundo? Pero ya no le quedaban energías para afrontar los malhumores, de manera que dejó que Richard se las entendiera.
—¿Eso quiere decir que sí? —dijo Richard.
—¡Ralph! ¿Estás ahí? —llamó una voz desde el exterior. Un momento después entró una mujer de mediana edad y dio al sacerdote un trozo de pan y un gran cazo de algo que olía a estofado de carne. Por una vez el olor de carne no le hizo la boca agua a Aliena. Estaba demasiado embotada para sentir siquiera hambre. La mujer era probablemente una de las feligresas de Ralph, porque sus ropas eran de la misma mala calidad que las de él. Le cogió la comida sin decir palabra y empezó a comer. La mujer miró con curiosidad a Aliena y Richard, y luego se fue.
—Bueno, padre Ralph, soy el hijo de Bartholomew, el antiguo conde de Shiring —dijo Richard.
El hombre dejó de comer y les miró. Su gesto era hostil y había algo más que Aliena no podía descifrar. ¿Miedo? ¿Culpa? Volvió su atención a la comida.
—¿Qué queréis de mí? —farfulló sin embargo.
Aliena sintió que le asaltaba el temor.
—Sabéis muy bien lo que quiero —repuso Richard—. Mi dinero. Cincuenta besantes.
—No sé de qué me hablas —dijo Ralph.
Aliena se le quedó mirando incrédula. Era imposible que les estuviera sucediendo aquello. Su padre había entregado a aquel sacerdote dinero para ellos. ¡Lo había hecho! Su padre no cometía errores con esas cosas.
Richard se había puesto pálido.
—¿Qué queréis decir? —preguntó.
—Quiero decir que no sé de qué me hablas. ¡Y ahora vete al cuerno! —Tomó otra cucharada de estofado.
Naturalmente el hombre mentía, pero ¿qué podían hacer? Richard insistió porfiado.
—Mi padre os dejó dinero... cincuenta besantes. Os dijo que me lo dierais. ¿Dónde está?
—Tu padre no me dio nada.
—Él dijo que os lo había dado.
—Entonces miente.
Eso era algo que, con toda seguridad, su padre jamás hubiera hecho. Aliena tomó por primera vez la palabra.
—Sois un embustero y nosotros lo sabemos.
Ralph se encogió de hombros.
—Id a presentar vuestra queja al sheriff.
—Si lo hacemos os encontraréis con problemas. En esta ciudad les cortan las manos a los ladrones.
Un atisbo de temor ensombreció brevemente el rostro del sacerdote, pero se desvaneció rápidamente y su respuesta fue desafiante.
—Será mi palabra contra la de un traidor encarcelado, si vuestro padre vive lo bastante para prestar declaración.
Aliena comprendió que estaba en lo cierto. No había testigo que pudiera afirmar que su padre le había dado el dinero, porque lógicamente aquello tenía que permanecer en secreto. Era un dinero que no podía serle arrebatado por el rey, por Percy Hamleigh o por cualquiera de los otros cuervos carroñeros que revoloteaban alrededor de las posesiones de un hombre arruinado. Aliena comprendió con amargura que las cosas seguían siendo como en el bosque. La gente podía robarles con toda impunidad porque eran los hijos de un noble caído en desgracia.
¿Por qué me atemorizan esos hombres?,
se preguntó furiosa.
¿Por qué yo no les atemorizo a ellos?
—Tiene razón ¿verdad? —dijo Richard en voz baja, mirándola.
—Sí —dijo Aliena con tono virulento—. Es inútil que vayamos a denunciarlo al sheriff.
Estaba pensando en la única vez que los hombres habían tenido miedo de ella. En el bosque cuando apuñaló a aquel proscrito gordo y el otro había salido corriendo muerto de miedo. Aquel sacerdote no era mejor que el proscrito, pero era viejo y débil y seguramente pensó que nunca se vería cara a cara con sus víctimas. Tal vez pudiera asustarle.
—Entonces, ¿qué hacemos ahora? —preguntó Richard.
Aliena cedió a un repentino y furioso impulso.
—Quemar su casa.
Colocándose en el centro de la habitación, dio un puntapié al fuego con sus zuecos de madera, desbaratando los troncos ardiendo.
Los juncos que había alrededor de la chimenea se prendieron de inmediato.
—¡Eh! —chilló Ralph.
Se levantó a medias de su asiento, dejando caer el pan y volcándose encima el estofado, pero antes de que pudiera ponerse completamente en pie Aliena se lanzó contra él. Había perdido el control y actuaba sin reflexionar. Le empujó y el hombre se escurrió de la silla y cayó al suelo. Aliena estaba asombrada de lo fácil que era derribarle. Cayó sobre él, presionando con las rodillas sobre su pecho, impidiéndole respirar. Enloquecida por la furia acercó su cara a la de él.
—¡Voy a hacer que ardas hasta morir! ¡Eres un pagano descreído, embustero y ladrón!
Ralph volvió la mirada a un lado y pareció todavía más aterrado.
Aliena vio que Richard había desenvainado su espada y se disponía a descargarla. La sucia cara del sacerdote se puso lívida.
—Eres un demonio... —musitó.
—Eres tú quien roba su dinero a unos pobres niños. —Por el rabillo del ojo vio un palitroque, uno de cuyos extremos ardía con fuerza. Lo cogió y se lo acercó a la cara.
—Y ahora voy a quemarte los ojos, uno a uno. Primero el izquierdo...
—No, por favor —suplicó Ralph—. No me hagáis daño, por favor.
Aliena quedó perpleja ante lo rápidamente que se vino abajo.
Entonces se dio cuenta de que los juncos estaban todos ardiendo a su alrededor.
—Entonces dime dónde está el dinero —dijo con una voz que de repente sonó normal.
El sacerdote seguía aterrado.
—En la iglesia.
—Exactamente ¿dónde?
—Debajo de la piedra que hay detrás del altar.
Aliena miró a Richard.
—Vigílale mientras voy a ver —le dijo—. Si se mueve, mátale.
—La casa va a arder por los cuatro costados, Alie —dijo Richard.
Aliena se acercó al rincón donde estaba el barril de cerveza y levantó la tapa. Estaba por la mitad. Lo cogió por el borde y lo inclinó. La cerveza se derramó por todo el suelo, empapando los juncos y sofocando las llamas.
Aliena salió de la casa. Sabía que, en realidad, había estado a punto de cegar al sacerdote, pero en lugar de sentirse avergonzada estaba deslumbrada por la sensación de su propio poder. Estaba resuelta a no dejar que la gente hiciera de ella una víctima y se había demostrado a sí misma que podía mantenerse firme en su resolución.
Se dirigió a la iglesia e intentó abrir la puerta. Estaba asegurada con una pequeña cerradura. Podía haber regresado a la casa para que el sacerdote le diera la llave, pero sencillamente se sacó la daga de la manga, insertó la hoja en la ranura de la puerta y rompió la cerradura. La puerta se abrió y Aliena entró decidida.
Era una de esas iglesias de lo más pobre. No había nada salvo el altar, y tampoco tenía más decoración que unas toscas pinturas en las paredes de madera con lechada de cal. En un rincón oscilaba la llama de una única vela debajo de una pequeña efigie de madera que era de presumir representara a St. Michael. El éxito de Aliena quedó empañado por un instante al darse cuenta de que cinco libras eran una tentación terrible para un hombre tan pobre como el padre Ralph. Pero en seguida apartó aquella idea de su cabeza.
El suelo era de tierra pero había una sola losa ancha de piedra detrás del altar. Era un escondrijo realmente estúpido, pero indudablemente a nadie se le ocurriría molestarse en robar en una iglesia tan pobre. Aliena hincó una rodilla y empujó la losa. Era muy pesada y no se movió un ápice. Empezó a sentirse inquieta. No podía confiar en que Richard mantuviera quieto a Ralph por tiempo indefinido. El sacerdote podía escaparse y pedir ayuda, y entonces Aliena tendría que probar que el dinero era suyo. En realidad, aquélla sería la menor de sus preocupaciones después de haber atacado a un sacerdote y penetrado a la fuerza en una iglesia. Sintió un escalofrío al comprender que ahora ya se encontraba fuera de la ley.
Ese escalofrío de temor le dio una mayor fuerza. Con un poderoso impulso movió la piedra una o dos pulgadas. Cubría un agujero de un pie más o menos de profundidad. Logró retirar la piedra un poco más. Dentro del agujero había un ancho cinturón de cuero. Aliena metió la mano y lo sacó.
—¡Ya está! —dijo en voz alta—. Lo he conseguido.
Sentía una gran satisfacción por haber derrotado a aquel sacerdote deshonesto y recuperado el dinero de su padre. Pero luego, al ponerse en pie, se dio cuenta de que su victoria era limitada. El peso del cinturón era sospechosamente ligero. Abrió el extremo y dejó caer las monedas. Había tan sólo diez. Y diez besantes tenían el valor de una libra de plata.
¿Qué había pasado con el resto? Era evidente que el padre Ralph se lo había gastado. Aliena se enfureció de nuevo. El dinero de su padre era cuanto tenía en el mundo y un sacerdote ladrón le había robado las cuatro quintas partes. Salió de la iglesia agitando el cinturón. Ya en la calle un transeúnte la miró sobresaltado al encontrarse con sus ojos, como si hubiera algo extraño en su expresión. Aliena no se dio cuenta y entró en la casa del sacerdote.
Richard estaba en pie junto al padre Ralph, con la punta de su espada en la garganta del sacerdote.
—¿Dónde está el resto del dinero de mi padre? —chilló desde la puerta.
—Desaparecido —musitó el sacerdote.
Aliena se arrodilló junto a su cabeza acercándole su daga a la cara.
—¿Desaparecido, dónde?
—Me lo gasté —confesó con voz sorda por el miedo.
Aliena sentía deseos de apuñalarle, golpearle o arrojarlo al río, pero nada de aquello hubiera servido. Estaba diciendo la verdad.
Miró el barril volcado. Un bebedor podía consumir muchísima cerveza. Se sentía a punto de estallar de frustración.
—Te cortaría una oreja si pudiera venderla por un penique —le dijo sibilante. Él parecía creer que, de todas maneras, iba a cortársela.
—Se ha gastado el dinero. Llevémonos lo que queda y vámonos —dijo Richard inquieto.
Aliena admitió reacia que tenía razón. Su ira empezaba a desvanecerse dejándole un poso de amargura. Nada ganarían atemorizando por más tiempo al sacerdote, y cuanto más tiempo siguieran allí, más posibilidades habría que llegara alguien y les creara problemas. Se puso en pie.
—Muy bien —dijo.
Metió de nuevo las monedas de oro en el cinturón y se lo ciñó a la cintura debajo de la capa.
—Es posible que un día vuelva y te mate —espetó al sacerdote, apuntándole con un dedo.
Luego salió.
Avanzó con paso rápido por la angosta calle. Richard corrió presuroso tras ella.
—¡Has estado maravillosa, Alie! —exclamó excitado— ¡Le metiste el miedo en el cuerpo y te has llevado el dinero!
Aliena asintió.
—Así es —dijo con aspereza. Aún seguía tensa pero, desvanecida ya su ira, su única sensación era la de vacío e infelicidad.
—¿Qué compraremos? —preguntó Richard ansioso.
—Sólo algo de comida para el viaje.
—¿No deberíamos comprar caballos?
—Con una libra, ni soñarlo.
—De todas maneras, podemos comprarte unas botas.
Aliena reflexionó sobre aquel punto. Los zuecos eran para ella una verdadera tortura, pero el suelo estaba demasiado frío para andar descalza. Sin embargo, las botas eran caras y se sentía reacia a gastar el dinero con tanta rapidez.
—No —dijo decidida—. Aún podré aguantar algunos días sin botas. Por ahora guardaremos el dinero.
Richard quedó decepcionado, pero no discutió la autoridad de su hermana.
—¿Qué compraremos para comer?
—Pan bazo, queso curado y vino.
—¿Por qué no alguna empanada?
—Cuestan demasiado.
—¡Ah! —Permaneció callado por un momento y luego dijo—: Estás terriblemente gruñona, Alie.
—Lo sé —dijo Aliena con un suspiro.
¿Por qué me siento así?
se dijo
. Debería estar orgullosa. He conseguido que lleguemos hasta aquí desde el castillo. He defendido a mi hermano. He encontrado a mi padre. Tengo nuestro dinero.
Sí, y he clavado un cuchillo en el vientre de un hombre gordo, y he hecho que mi hermano le rematara, y he acercado una tea ardiendo a la cara de un sacerdote, y estaba dispuesta a dejarle ciego.
—¿Es a causa de nuestro padre? —preguntó Richard comprensivo.
—No, no lo es —replicó Aliena—. Es a causa de mí misma.
Aliena lamentó no haber comprado las botas.
En la carretera a Gloucester llevó los zuecos hasta que le sangraron los pies, luego anduvo descalza hasta que no pudo soportar por más tiempo el frío, y volvió a calzarse los zuecos. Descubrió que no mirarse los pies le servía de ayuda. Le dolían más cuando se veía las heridas y la sangre.