Entretanto, toda su energía intelectual se concentraba en la planificación de la catedral. Otto y su equipo de canteros construirían para ellos una vivienda rústica en la cantera, donde podrían dormir por la noche. Una vez instalados construirían casas auténticas, y quienes estuvieran casados llevarían a sus familias a vivir con ellos.
De todos los trabajos especializados de la construcción, el que requería menos habilidad y más músculo era la explotación de la cantera. El maestro cantero era quien ejercitaba su derecho para decidir las zonas que habrían de minarse y en qué orden. Tenía que ocuparse de las escalas y del equipo de elevación. Si hubieran de trabajar en una cara cortada a pico, diseñaría un andamiaje. Habría de asegurarse que hubiera un suministro constante de herramientas procedente de la herrería. En realidad, la extracción de las piedras era relativamente sencilla. El cantero solía utilizar un zapapico con cabeza de hierro con el que hacía una estría inicial en la roca, profundizándola luego con un martillo y un escoplo. Una vez que la estría era lo bastante grande para aflojar la roca, introducía en ella una cuña de madera. Si había calculado bien, la roca se dividía exactamente por donde él quería.
Los peones retiraban las piedras de la cantera con sogas o levantándolas con una cuerda sujeta a una gran rueda giratoria. En el taller, los canteros cortaban las piedras toscamente con hachas, dándoles la forma especificada por el maestro constructor. Luego, naturalmente, en Kingsbridge se haría el tallado y se les daría forma.
El transporte era el principal problema. La cantera estaba a un día de viaje del emplazamiento de la construcción, y un carretero cargaría probablemente cuatro peniques por viaje, sin poder transportar además más de ocho o nueve de las piedras grandes, so pena de romper el carro o matar al caballo. Una vez que los canteros se hubieran instalado, Tom tendría que explorar la zona y ver si había algunas vías fluviales que pudieran utilizar para acortar el viaje.
Se pusieron en marcha desde Kingsbridge con el alba. Mientras caminaban a través del bosque, los árboles que se arqueaban sobre el camino hicieron pensar a Tom en las columnas de la catedral que construiría. Siempre le habían enseñado a decorar los remates redondeados de las columnas con volutas y zigzags, pero recientemente se le había ocurrido que las decoraciones en forma de hoja resultarían más llamativas.
Habían viajado a buen ritmo de tal manera que, mediada la tarde, se encontraron en los aledaños de la cantera. Tom escuchó sorprendido, a cierta distancia, el sonido del metal golpeando sobre roca, como si alguien estuviera trabajando allí. De hecho, la cantera pertenecía al conde de Shiring, Percy Hamleigh, pero el rey había dado al priorato de Kingsbridge el derecho a la explotación de la cantera para la catedral. Tom pensó que quizás el conde Percy intentara trabajar en la cantera para su propio beneficio al tiempo que lo hacía el priorato. Posiblemente el rey no habría prohibido eso de manera específica, pero de ser así resultaría inconveniente en extremo.
Al acercarse más, Otto, un hombre de rostro atezado y modales toscos, frunció el ceño al oír el ruido, pero no dijo palabra. Los demás hombres farfullaron entre sí incómodos. Tom les ignoró pero caminó más deprisa, impaciente por averiguar lo que estaba pasando. El camino se curvaba a través de un trecho de bosque y terminaba al pie de una colina. La propia colina era la cantera, y antiguos canteros le habían arrancado un buen bocado del costado. La impresión inicial de Tom fue que resultaría fácil de trabajar. Siempre solía ser mejor una colina que bajo tierra porque resultaba más fácil bajar las piedras desde la altura que subirlas desde una hondonada.
No había duda alguna de que estaban explotando la cantera. Había un alojamiento al pie de la colina, un sólido andamiaje que se alzaba veinte pies o más en la ladera rocosa de la colina, y un montón de piedras esperando ser retiradas. Tom pudo contar diez canteros como mínimo. Y lo que era peor, había un par de hombres de armas de rostro duro, zanganeando delante de la vivienda y arrojando piedras a un barril.
—No me gusta el aspecto de esto —dijo Otto.
A Tom tampoco, pero simuló mantenerse imperturbable. Entró en la cantera como si fuera de su propiedad y se acercó rápido a los dos hombres de armas. Se pusieron en pie torpemente con el aire sobresaltado y levemente culpable de los centinelas que han estado de guardia demasiados días sin que nada ocurriera. Tom repasó rápidamente sus armas. Cada uno de ellos llevaba una espada y una daga, así como fuertes justillos de cuero, pero no tenían armadura. El propio Tom llevaba el martillo de albañil colgado del cinto. No estaba en situación de provocar una pelea. Caminó directo hacia los dos hombres sin decir palabra, pero en el último momento se apartó, y pasando junto a ellos se dirigió a la vivienda. Los dos hombres se miraron sin estar seguros de lo que tenían que hacer. Si Tom hubiera sido de constitución menos fuerte o no hubiera llevado el martillo, quizás hubieran sido más rápidos en detenerle, pero ya era demasiado tarde.
Tom entró en la vivienda. Era una construcción espaciosa de madera con una chimenea. De las paredes colgaban herramientas limpias y en el rincón había una gran piedra para afilarlas. Dos canteros permanecían en pie delante de un macizo banco de madera moldeando piedras con hachas.
—Saludos, hermanos —dijo Tom utilizando la expresión con que se saludaban entre sí los artesanos—. ¿Quién es aquí el maestro?
—Yo soy el maestro cantero —dijo uno de ellos—. Soy Harold de Shiring.
—Yo soy el maestro constructor de la catedral de Kingsbridge. Me llamo Tom.
—Saludos, Tom Builder. ¿A qué has venido?
Tom examinó a Harold por un instante antes de contestar. Era un hombre pálido y lleno de polvo, de ojos pequeños de un verde también polvoriento que entornaba al hablar, como si estuviese siempre parpadeando por el polvo de la piedra. Se apoyaba indiferente en el banco aunque no estuviera tan tranquilo como pretendía. Estaba nervioso, cauteloso e inquieto.
Sabe perfectamente por qué estoy aquí
, pensó Tom.
—Naturalmente he traído a mi maestro cantero para trabajar aquí.
Los dos hombres de armas habían entrado siguiendo a Tom, y Otto y su equipo llegaron pisándoles los talones. A continuación también se acercaron uno o dos de los hombres de Harold, curiosos por averiguar a qué venía tanto jaleo.
—La cantera es propiedad del conde. Si quieres sacar piedra, tendrás que ir a verle.
—No, no lo haré —dijo Tom—. Cuando el rey dio la cantera al conde Percy también dio el derecho al priorato de Kingsbridge para sacar piedra. No necesitamos ningún otro permiso.
—Bueno, no podemos trabajarla todos, ¿verdad?
—Tal vez sí —dijo Tom—. No quisiera privar a tus hombres de su trabajo. Esta colina es toda de roca, suficiente para dos catedrales y más. Tendríamos que conseguir la manera de administrar la cantera para que todos podamos cortar piedra aquí.
—No puedo aceptar eso —dijo Harold—. Estoy empleado por el conde.
—Muy bien, yo estoy empleado por el prior de Kingsbridge y mis hombres empezarán a trabajar aquí mañana, te guste o no.
Llegados a ese punto, habló uno de los hombres de armas.
—Mañana no trabajarás aquí ni ningún otro día.
Hasta aquel momento Tom se había aferrado a la idea de que, aún cuando Percy estaba violando el espíritu del edicto real al trabajar él mismo la cantera, de verse obligado acataría la letra del acuerdo, permitiendo que el priorato sacara piedra. Pero era evidente que se había dado instrucciones a aquellos hombres de armas para que obligaran a abandonar el campo a los canteros del priorato. Aquélla era una cuestión distinta. Tom comprendió, con el ánimo decaído, que no le sería posible sacar piedra alguna sin lucha previa.
El hombre de armas que acababa de hablar era un individuo bajo aunque fornido, de unos veinticinco años, con expresión belicosa. Parecía estúpido aunque testarudo, del tipo con los que resulta más difícil razonar.
—¿Quién eres tú? —dijo Tom con mirada desafiante.
—Soy un alguacil del conde de Shiring. Me dijo que protegiera esta cantera y eso es precisamente lo que voy a hacer.
—¿Y cómo te propones hacerlo?
—Con esta espada. —Apoyó la mano en la empuñadura del arma que llevaba al cinto.
—¿Y qué crees que el rey te hará cuando seas conducido ante su presencia por quebrantar su paz?
—Correré el riesgo.
—Pero sólo sois dos —dijo Tom con tono razonable—. Nosotros somos siete hombres y cuatro muchachos. Si os matamos no nos ahorcarán.
Los dos hombres parecieron pensativos, pero antes de que Tom pudiera aprovecharse de su ventaja intervino Otto.
—Un momento —dijo a Tom—. He traído aquí a mi gente para cortar piedra, no para luchar.
A Tom se le cayó el alma a los pies. Si los canteros no estaban dispuestos a respaldarle, no había nada que hacer.
—¡No seas apocado! —dijo Tom—. ¿Vas a dejar que un par de fanfarrones te priven de tu trabajo?
Otto parecía malhumorado.
—Lo que no voy a hacer es luchar con hombres armados —replicó—. He estado ganándome bien la vida durante diez años y no estoy desesperado hasta ese punto por tener trabajo. Además yo no sé quién tiene razón en esta porfía. En lo que a mí respecta es tu palabra contra la de ellos.
Tom miró a los que formaban el equipo de Otto. Los dos canteros tenían la misma expresión obstinada de Otto. Como era de esperar acataban sus decisiones, era su padre y también su jefe. Y Tom comprendía el punto de vista de Otto. En realidad, si él se encontrara en su situación, probablemente se comportaría de igual manera. No se arriesgaría a luchar contra hombres armados a menos que estuviera desesperado.
Pero el saber que Otto se estaba comportando de manera razonable no daba a Tom consuelo alguno. De hecho le hacía sentirse aún más frustrado. Decidió intentarlo de nuevo.
—No habrá lucha —aseguró—. Saben muy bien que el rey les ahorcaría si nos hicieran algún daño. Encendamos una hoguera y preparémonos a pasar la noche para empezar a trabajar por la mañana.
Fue una equivocación el mencionar la noche.
—¿Cómo podremos dormir rondando por ahí esos sanguinarios bribones? —dijo uno de los hijos de Otto.
Un murmullo de acuerdo corrió entre los restantes componentes del equipo.
—Haremos turnos de vigilancia —dijo Tom desesperado.
Otto sacudió negativamente la cabeza.
—Nos vamos esta noche. Ahora mismo —afirmó decidido.
Tom miró a los hombres y comprendió que había perdido. Había emprendido el viaje aquella mañana con tantas esperanzas y apenas podía creer que sus planes se vieran frustrados por aquel par de brutos. Era demasiado mortificante para poder expresarlo. No pudo evitar una última y amarga observación de despedida.
—Vais contra los deseos del rey y eso es algo muy peligroso —dijo a Harold—. Díselo así al conde de Shiring. Y dile también que soy Tom Builder, de Kingsbridge, y que si alguna vez llego a poner las manos alrededor de su cuello es posible que apriete hasta ahogarlo.
Johnny Eightpence había confeccionado un hábito de monje en miniatura para el pequeño Jonathan, con mangas amplias y una capucha. Aquella minúscula figura estaba tan encantadora con él que conmovía a cualquiera, pero no era práctico en modo alguno. La capucha le caía constantemente hacia delante impidiéndole ver, y cuando se arrastraba por el suelo el hábito se le enredaba entre las rodillas.
Mediada la tarde, cuando Jonathan hubo dormido su siesta y los monjes la suya, el prior Philip se encontró con el bebé, acompañado por Johnny Eightpence, en lo que había sido la nave de la iglesia y ahora se había convertido en el patio de juegos de los novicios.
Aquélla era la hora en que se permitía a los novicios dar rienda suelta a sus energías y Johnny les miraba jugar al marro mientras Jonathan observaba el laberinto de clavos y cuerdas con el que Tom Builder había trazado el plano de la planta baja del extremo oriental de la nueva catedral.
Philip se detuvo unos momentos junto a Johnny para disfrutar de un silencio en compañía, mientras contemplaba correr a los muchachos. Sentía un gran afecto por Johnny, que compensaba con un corazón extraordinariamente bondadoso su falta de cerebro.
Jonathan se había puesto en pie apoyándose contra una estaca que Tom había hincado en tierra para indicar el pórtico norte. Agarrándose a la cuerda sujeta a la estaca y con un apoyo tan inestable, dio un par de pasos, lentos y torpes.
—Pronto andará —dijo Philip a Johnny.
—Lo intenta, padre, pero casi siempre se cae sobre el trasero.
Philip se puso en cuclillas y alargó las manos hacia Jonathan.
—Ven hacia mí —dijo—. Vamos.
Jonathan sonrió, mostrando algunos dientes. Dio otro paso sujetándose a la cuerda de Tom. Luego, señalando a Philip como si ello pudiera servirle de ayuda, con un repentino impulso de audacia, atravesó el espacio que les separaba con tres pasos rápidos y decisivos.
—¡Estupendo! —exclamó Philip al tiempo que le cogía en brazos.
Abrazó al chiquillo sintiéndose orgulloso, como si aquel logro no fuera del niño sino suyo.
Johnny también estaba excitado.
—¡Ha andado! ¡Ha andado!
Jonathan forcejeaba para que le dejaran en el suelo; así lo hizo Philip para ver si podía volver a andar, pero al parecer había tenido suficiente por aquel día e inmediatamente se puso de rodillas, gateando hacia Johnny.
Philip recordaba que algunos monjes se habían mostrado escandalizados de que hubiera llevado a Kingsbridge a Johnny y al pequeño Jonathan, pero con Johnny era fácil el trato siempre que no se olvidara que era un niño con un cuerpo de hombre. Y Jonathan había superado toda oposición gracias a su propio encanto.
Durante el primer año no fue Jonathan el único motivo de desasosiego. Habiendo elegido un buen administrador, los monjes se habían sentido burlados al introducir Philip una conducta de austeridad para reducir los gastos diarios del priorato. Philip se había sentido algo dolido. Estaba seguro de haber dejado bien claro que la principal de sus prioridades sería la nueva catedral. Los funcionarios monásticos también habían mostrado resistencia a su plan de retirarles la independencia económica, aunque supieran muy bien que sin las adecuadas reformas el priorato iba de cabeza a la ruina. Y cuando gastó dinero para aumentar los vellones de ovejas del monasterio, estuvo a punto de estallar un motín. Pero los monjes eran, ante todo, gentes que querían que se les dijera lo que había que hacer. Y el obispo Waleran, que quizás hubiera alentado a los rebeldes, se había pasado la mayor parte del año yendo y viniendo de Roma. Así que a lo más que llegaron los monjes fue a refunfuñar.