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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Los Pilares de la Tierra (73 page)

BOOK: Los Pilares de la Tierra
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Estaba orgulloso de ellos por haber mantenido un hermético silencio. A la gente le resultaba difícil mantenerse callada incluso en la iglesia. Tal vez se sintieron demasiado atemorizados para hacer ruido.

Tom Builder y Otto Blackface empezaron a situar en silencio a los canteros alrededor del enclave. Los dividieron en dos grupos. Uno de ellos se reunió cerca de la cara de la roca, a nivel del suelo. Los componentes del otro grupo subieron al andamio. Cuando todos estuvieron situados, Philip indicó con gestos a los monjes, que se colocaron en pie o sentados en derredor de los trabajadores. Él permaneció separado del resto, a medio camino entre la vivienda y la cara de la roca.

Su sincronización fue perfecta. El alba llegó momentos después de que Philip tomara sus disposiciones finales. Sacó una vela de debajo de la capa y la encendió con uno de los fanales. Luego, poniéndose de cara a los monjes alzó la vela. Era la señal acordada. Cada uno de los cuarenta monjes y novicios sacaron una vela y la fueron encendiendo de alguno de los tres fanales. El efecto resultó espectacular. El día se hizo sobre una cantera ocupada por figuras silenciosas y fantasmales, sosteniendo cada una de ellas una luz pequeña y parpadeante. Philip se volvió de nuevo de cara a la vivienda. Seguían sin dar señales de vida. Se dispuso a esperar. Los monjes sabían bien cómo hacerlo. Permanecer en pie inmóviles durante horas formaba parte de su vida cotidiana. Sin embargo, los trabajadores no estaban acostumbrados a aquello y al cabo de un rato empezaron a impacientarse, arrastrando los pies y murmurando en voz baja, pero en aquellos momentos ya no importaba.

Sus murmullos o la luz diurna que iba aumentando despertaron a los moradores de la vivienda. Philip oyó a alguien toser y escupir. Luego sonó como una raspadura, como si se estuviera levantando una barra detrás de la puerta. Alzó la mano pidiendo absoluto silencio.

Se abrió de par en par la puerta de la vivienda. Philip mantuvo la mano en alto, salió un hombre frotándose los ojos. Philip le reconoció como Harold de Shiring, el maestro cantero, por la descripción que de él le había hecho Tom. Al principio, Harold no observó nada desusado. Se apoyó en el quicio de la puerta y tosió de nuevo, esa tos profunda y borbotante del hombre que tiene en sus pulmones demasiado polvo de piedra. Philip bajó la mano. En alguna parte, detrás de él, el chantre dio una nota y de inmediato todos los monjes empezaron a cantar. La cantera se inundó de armonías misteriosas.

El efecto sobre Harold fue devastador. Levantó la cabeza como si hubieran tirado de ella con un cordel. Se le desorbitaron los ojos y quedó con la boca abierta al ver el coro espectral que, como por arte de magia, había aparecido en la cantera. Lanzó un grito de terror. Retrocedió vacilante y entró de nuevo en la vivienda. Philip se permitió una sonrisa satisfecha. Era un buen comienzo.

Sin embargo, el pavor sobrenatural no duró mucho tiempo. Philip, levantando de nuevo la mano, la agitó sin volverse. Los canteros empezaron a trabajar en respuesta a su señal y el ruido metálico del hierro sobre la roca puntuaba la música del coro.

Dos o tres caras se asomaron temerosas por la puerta. Pronto se dieron cuenta los hombres de que lo que veían era a unos monjes y trabajadores corpóreos y corrientes, nada de visiones ni de espíritus, y salieron de la vivienda para verlos mejor. Aparecieron dos hombres de armas abrochándose el cinto y se quedaron inmóviles mirando.

Para Philip ése era el momento crucial. ¿Qué harían los hombres de armas?

La visión de aquellos hombres grandes barbudos y sucios con sus cintos, sus espadas y dagas y su justillo de cuero duro evocó en Philip el recuerdo vívido, claro como el cristal, de los dos soldados que irrumpieran en su hogar cuando tenía seis años matando a su madre y a su padre. De repente y de forma inesperada acusó un punzante dolor por unos padres que apenas recordaba. Se quedó mirando con repugnancia a los hombres del conde Percy, no viéndolos a ellos sino a un horrible hombre de nariz ganchuda y a otro hombre moreno con sangre en la barba. Y se sintió embargado por la furia y el asco y por la firme decisión de que aquellos rufianes estúpidos y sin el menor temor a Dios fueran derrotados.

Por el momento no hicieron nada. De manera gradual fueron apareciendo los canteros del conde. Philip los contó. Había doce más los hombres de armas.

El sol apuntó en el horizonte.

Los canteros de Kingsbridge estaban ya sacando piedras. Si los hombres de armas quisieran detenerlos habrían de empezar por los monjes que rodeaban y protegían a los trabajadores. Philip había jugado la carta de que los hombres de armas vacilarían antes de usar la violencia con unos montes que estaban rezando.

Hasta allí había acertado. En efecto vacilaban.

Los dos novicios que quedaron atrás llegaron conduciendo los caballos y el carro. Miraron temerosos en derredor suyo. Philip les indicó con un gesto dónde habían de situarse. Luego, volviéndose, se encontró con la mirada de Tom Builder e hizo un ademán de aquiescencia.

Para entonces ya habían cortado varias piedras y Tom encomendó a algunos de los monjes más jóvenes que cogieran las piedras y las llevaran al carro. Los hombres del conde observaban con interés aquella nueva situación, las piedras eran demasiado pesadas para que las levantara un solo hombre de manera que hubieron de bajarla del andamio con cuerdas y una vez en tierra llevarlas en andas. Cuando metieron la primera piedra en el carro los hombres de armas se reunieron con Harold. Subieron otra piedra al carro. Los dos hombres de armas se separaron del grupo que se encontraba junto a la vivienda y se dirigieron al carro. Philemon, uno de los novicios, subió de un salto al carro y se sentó sobre una de las piedras en actitud desafiante.
Un chico valiente,
se dijo Philip. Pero sintió temor.

Los hombres se acercaron al carro. Los cuatro monjes que habían transportado las dos primeras piedras permanecían delante de él formando una barrera. Philip se puso tenso. Los hombres se detuvieron plantando cara a los monjes. Ambos se llevaron la mano a la empuñadura de sus espadas. Callaron los cánticos y todo el mundo permaneció silencioso conteniendo el aliento.

Philip se decía que seguramente no serían capaces de pasar a cuchillo a cuatro monjes indefensos. Luego pensó lo fácil que sería para ellos, hombres grandes y fuertes, acostumbrados a matanzas en los campos de batalla, hundir sus afiladas espadas en los cuerpos de quienes nada tenían que temer, ni siquiera venganza. Y, sin embargo, también habrían de tener en cuenta el castigo divino al que se arriesgaban asesinando a hombres de Dios. Incluso desalmados como aquellos debían de saber que, finalmente, habría de llegarles el día del Juicio. ¿Les aterrarían las llamas eternas? Tal vez, pero también les aterrorizaba su patrón, el conde Percy. Philip supuso que el pensamiento dominante en sus mentes debía de ser si el conde consideraría que habían tenido una excusa adecuada para su fracaso en mantener alejados de la cantera a los hombres de Kingsbridge. Les observó, vacilantes ante un puñado de monjes jóvenes, con la mano en la empuñadura de sus espadas, y se los imaginó sopesando el peligro de fallar a Percy frente a la ira de Dios.

Los dos hombres se miraron. Uno de ellos sacudió negativamente la cabeza. El otro se encogió de hombros. Ambos se alejaron de la cantera.

El chantre dio una nueva nota y las voces de los monjes estallaron en un himno triunfal. Los canteros lanzaron vítores, Philip sintió un inmenso alivio. Por un momento la situación pareció terriblemente peligrosa. No pudo evitar una resplandeciente sonrisa de placer. La cantera era suya.

Apagó de un soplo su vela y se acercó al carro. Abrazó a cada uno de los cuatro monjes que habían plantado cara a los hombres de armas y a los dos novicios que condujeron el carro hasta allí.

—Estoy orgulloso de vosotros —dijo con tono afectuoso—. Y creo que Dios también lo está.

Los monjes y los canteros se estrechaban las manos y se felicitaban mutuamente.

—Ha sido una acción excelente, padre Philip —dijo Otto Blackface acercándose al prior—. Es usted un hombre valiente, si me permite decírselo.

—Dios nos ha protegido —dijo Philip.

Dirigió la mirada hacia los canteros del conde que formaban un desconsolado grupo en pie, delante de la vivienda. No quería enemistarse con ellos, pues aunque en ese momento eran los perdedores, existía el peligro de que Percy pudiera utilizarlos para crear nuevos problemas. Philip decidió hablar con ellos.

Cogió a Otto del brazo y le condujo hasta la vivienda.

—Hoy se ha hecho la voluntad de Dios —dijo a Harold—. Espero que no haya resentimiento.

—Nos hemos quedado sin trabajo —dijo Harold—. Eso es duro.

De repente, a Philip se le ocurrió la manera de tener a los hombres de Harold de su parte.

—Si queréis podéis volver hoy de nuevo al trabajo. Trabajad para mí. Contrataré a todo el equipo. Ni siquiera habréis de abandonar vuestra vivienda —dijo impulsivo.

Harold quedó sorprendido ante el giro que tomaban los acontecimientos; pareció sobresaltado pero en seguida recobró la compostura.

—¿Con qué salarios?

—De acuerdo con las tarifas medias —contestó rápidamente Philip—. Dos peniques al día para los artesanos, un penique para los peones y cuatro para ti. Tú pagarás a los aprendices.

Harold se volvió a mirar a sus compañeros. Philip se llevó aparte a Otto para dejarles discutir en privado la proposición. En realidad no podía permitirse pagar a doce hombres más y si aceptaban su oferta habría de aplazar aún más la fecha en que pudiera contratar albañiles; también significaba que habría de cortar la piedra a un ritmo más rápido del que pudiera utilizarla.

Constituiría una autentica reserva pero perjudicaría a sus entradas de dinero. Sin embargo, poner a todos los canteros de Percy en la nómina del priorato sería un excelente movimiento defensivo. Si Percy quisiera trabajar de nuevo la cantera por sí mismo habría de contratar primero a un equipo de canteros, lo que quizás le fuera difícil una vez que hubiera corrido la voz de los acontecimientos que ese día habían tenido lugar allí. Y si en el futuro Percy intentara otra artimaña para cerrar la cantera, Philip tendría excelentes existencias de piedra.

Harold parecía estar discutiendo con sus hombres. Al cabo de unos momentos se apartó de ellos y se acercó de nuevo a Philip.

—Si trabajamos para vos, ¿quién estará a cargo? —preguntó—. ¿Yo o su propio maestro cantero?

—Será Otto quien esté a cargo —repuso Philip sin vacilar. Ciertamente no podía estarlo Harold por si un día su lealtad volviera al servicio de Percy. Y tampoco podía haber dos maestros porque ello posiblemente provocaría disputas—. Tú seguirás dirigiendo a tu propio equipo —dijo Philip a Harold—. Pero Otto estará por encima de ti.

Harold pareció decepcionado y volvió junto a sus hombres, prosiguiendo la discusión. Tom Builder se reunió con Philip y Otto.

—Vuestro plan ha dado resultado, padre —dijo con una amplia sonrisa—. Hemos vuelto a tomar posesión de la cantera sin derramar una gota de sangre. Sois asombroso.

Philip estuvo de acuerdo hasta que se dio cuenta de que estaba cometiendo pecado de orgullo.

—Ha sido Dios quien ha hecho el milagro —se recordó a sí mismo y también a Tom.

—El padre Philip ha contratado a Harold y a sus hombres para que trabajen conmigo —dijo Otto.

—¿De veras? —Tom parecía disgustado. Se suponía que era el maestro constructor quien había de reclutar a los artesanos, no el prior—. Yo hubiera dicho que no podía permitírselo.

—En efecto, no puedo —admitió Philip—. Pero no quiero que esos hombres anden por ahí sin nada que hacer, a la espera de que a Percy se le ocurra otra nueva estratagema para hacerse de nuevo con la cantera.

Tom pareció pensativo, y luego asintió.

—Y será muy útil disponer de una buena reserva de piedra para el caso de que Percy se saliera con la suya.

A Philip le satisfizo que Tom se diera cuenta de la utilidad de lo que había hecho.

Harold pareció haber llegado a un acuerdo con sus hombres. Se acercó de nuevo a Philip.

—¿Me entregará a mí los salarios, dejándome repartir el dinero como me parezca bien?

Philip se mostró dubitativo. Ello significaba que el maestro se llevaría más de lo que le correspondiera.

—Eso corresponde al maestro constructor —dijo, sin embargo.

—Es una práctica bastante común —dijo Tom—. Si es eso lo que quiere tu equipo, yo estoy de acuerdo.

—En tal caso aceptamos —dijo Harold.

Harold y Tom se estrecharon las manos.

—De manera que todo el mundo tiene lo que quiere. Formidable —exclamó Philip.

—Hay alguien que no tiene lo que quería —dijo Harold.

—¿Quién? —preguntó Philip.

—Regan, la mujer del conde Percy —dijo Harold con voz lúgubre—. Cuando descubra lo que ha ocurrido aquí, correrá la sangre.

2

Aquel no era día de caza, de manera que los jóvenes de Earlcastle practicaban uno de los juegos favoritos de William Hamleigh, el de apedrear al gato.

En el castillo siempre había muchísimos gatos y poco importaba uno más o uno menos. Los hombres cerraban las puertas y las contraventanas del vestíbulo de la torre del homenaje y adosaban los muebles contra la pared a fin de que el animal no pudiera esconderse en parte alguna. Luego hacían un montón de piedras en el centro de la habitación. El gato, un viejo cazarratones con el pelo ya grisáceo, olfateó en el aire la sed de sangre y se sentó junto a la puerta con la esperanza de salir.

Cada uno de los jóvenes había de depositar un penique en el pote por cada piedra que lanzara, y quien arrojara la piedra fatal se llevaba el pote. Mientras se echaban suertes para establecer el orden de lanzamientos, el gato empezó a ponerse nervioso yendo arriba y abajo por delante de la puerta.

Walter fue el primero en tirar. Eso suponía una ventaja ya que aunque el gato se mostraba cauteloso ignoraba la naturaleza del juego y se le podía coger por sorpresa. Walter dio la espalda al animal, cogió una piedra del montón y manteniéndola oculta en la mano se volvió con lentitud y la arrojó de repente.

Falló. La piedra dio contra la puerta y el gato echó a correr dando saltos. Los otros rieron burlones.

El segundo lanzamiento solía ser desafortunado, ya que el gato estaba fresco y corría ligero, mientras que más adelante se sentiría cansado y posiblemente herido. El siguiente era un joven hacendado.

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