Su victoria verbal le produjo tan sólo un consuelo momentáneo.
—Malas noticias —dijo a Richard—. Meg se ha ido de la ciudad.
—¿Es un mercader en lanas la persona que ahora vive ahí? —le preguntó su hermano.
—No se lo pregunté. Estaba demasiado ocupada echándole un rapapolvo —en aquellos momentos se sentía como una estúpida.
—¿Qué vamos a hacer, Alie?
—Tenemos que vender esos vellones —dijo con ansiedad—. Más vale que nos vayamos a la plaza del mercado.
Hicieron retroceder al caballo volviendo por donde habían llegado hasta la Calle principal, luego fueron abriéndose paso entre la muchedumbre hasta el mercado que se encontraba entre la Calle principal y la catedral. Aliena conducía el caballo y Richard caminaba detrás del carro, empujándolo cuando el caballo necesitaba ayuda, que era durante casi todo el tiempo. La plaza del mercado era un hervidero de gente, caminando a duras penas por los angostos pasillos entre los puestos, retrasados constantemente en su avance por carros como los de Aliena. Ésta se subió encima de su saco de lana y escudriñó en busca de mercaderes en lana. Sólo pudo distinguir uno. Se bajó y condujo el caballo en aquella dirección.
El hombre estaba haciendo buenos negocios. Tenía acordonado un gran espacio con un cobertizo detrás de él. El cobertizo estaba construido con zarzos, unos marcos ligeros de madera rellenados con un entramado de ramitas y cañas, y era evidente que se trataba de una estructura temporal instalada para los días de mercado. El mercader era un hombre atezado, con el brazo izquierdo terminado en un muñón a la altura del codo. En el muñón llevaba sujeto un peine de lana y siempre que se le ofrecía un vellón metía el brazo en la lana, cardaba una porción con el peine y lo palpaba con la mano derecha antes de dar un precio. Luego utilizaba el peine junto con su mano derecha para contar el número de peniques que había acordado pagar. Para compras grandes pesaba los peniques en una balanza.
Aliena fue abriéndose camino a duras penas entre la multitud y se acercó al hombre. En aquel momento un campesino estaba ofreciendo al mercader tres vellones más bien delgados atados con un cinturón de cuero.
—Algo escasos —dijo el mercader—. Tres cuartos de penique cada uno. —Contó dos peniques. Luego cogió una pequeña hacha y descargó un golpe rápido y experto, partiendo un tercer penique en cuatro partes. Entregó al campesino los dos peniques y uno de los cuartos—. Tres veces tres cuartos de penique hacen dos peniques y un cuarto.
El campesino quitó el cinturón a los vellones y se los entregó.
Los siguientes eran dos hombres jóvenes con un saco entero de lana, lleno hasta los bordes. El mercader lo examinó minuciosamente.
—Se trata de un saco entero, pero la calidad es inferior —les dijo—. Os daré una libra.
Aliena se preguntaba cómo podía estar seguro de que el saco estaba lleno. Tal vez lo había aprendido con la práctica. Le observó mientras pesaba una libra de peniques de plata.
Algunos monjes se acercaban con un gran carro lleno hasta arriba de sacos de lana. Aliena decidió hacer su venta antes que los monjes.
Hizo una señal a Richard y éste descargó del carro su saco de lana y lo llevó hasta el mostrador.
El mercader examinó la lana.
—Mezcla de calidades —dijo—. Media libra.
—¿Qué? —exclamó Aliena incrédula.
—Ciento veinte peniques —dijo el hombre.
Aliena estaba horrorizada.
—¡Pero si acabas de pagar una libra por un saco!
—Depende de la calidad.
—¿Has pagado una libra por una calidad inferior?
—Media libra —repitió el hombre con terquedad.
Llegaron los monjes y abarrotaron el puesto, pero Aliena no estaba dispuesta a moverse. Su existencia estaba en juego y temía más a la miseria que al mercader.
—Dígame por qué —insistió—. No hay nada malo en la lana, ¿verdad?
—No.
—Entonces dame lo que pagaste a esos dos hombres.
—No.
—¿Por qué no? —dijo casi chillando.
—Porque nadie paga a una muchacha lo que pagaría a un hombre.
Aliena sintió deseos de estrangularle. Le estaba ofreciendo menos de lo que había pagado ella. De aceptar su precio todo el trabajo hubiera sido para nada. Peor todavía, su plan para proveer a la existencia de su hermano y la suya propia se habría desmoronado, y llegado a su fin el breve periodo de independencia y de valerse por sí sola. ¿Y por qué? ¡Porque aquel estúpido no quería pagar lo mismo a una joven que a un hombre!
El jefe de los monjes la estaba mirando. Le sacaba de quicio que la gente se la quedara mirando.
—¡Dejad de mirarme! —le gritó con brusquedad—, ¡Y acabad vuestro negocio con ese campesino descreído!
—Muy bien —dijo con suavidad el monje. Hizo una seña a sus acompañantes que arrastraron hasta allí un saco.
—Coge los diez chelines, Alie. —dijo su hermano— De lo contrario sólo tendremos un saco de lana.
Aliena miraba furiosa al mercader mientras éste examinaba la lana de los monjes.
—Calidad mezclada —dijo. Aliena se preguntaba si aquel hombre diría alguna vez “lana de buena calidad”—. Una libra y doce peniques el saco.
¿Por qué habría tenido que irse Meg precisamente en ese momento?, reflexionaba Aliena con amargura. Todo habría ido bien si se hubiera quedado.
—¿Cuantos sacos tenéis? —preguntó el mercader.
—Diez —dijo un monje joven con hábitos de novicio.
—No, once —dijo el que los dirigía. El novicio pareció dispuesto a contradecirlo, pero permaneció callado.
—Eso hace once libras y media de plata más doce peniques.
El mercader empezó a pesar el dinero.
—No cederé —aseguró Aliena a Richard—. Llevaremos la lana a otro sitio... tal vez a Shiring, o a Gloucester.
—¡Tan lejos! ¿Y qué pasará si tampoco la vendemos allí?
Tenía razón. Era posible que en todas partes encontraran el mismo problema. La verdadera dificultad estribaba en que no tenían posición, apoyo ni protección. El mercader no se atrevería a insultar a los monjes, e incluso los campesinos pobres podían crearle problemas si los trataba de manera injusta. Pero el hombre que intentaba estafar a dos niños sin nadie en el mundo para ayudarles no corría peligro alguno.
Los monjes fueron arrastrando los sacos hasta el cobertizo del mercader. Cada vez que colocaban uno, el mercader entregaba a su jefe una libra de plata y doce peniques ya pesados. Una vez entregados todos los sacos aún quedaba sobre el mostrador una bolsa de plata.
—Ahí sólo hay diez sacos —dijo el mercader.
—Ya os dije que sólo había diez —recordó el novicio al monje principal.
—Éste es el undécimo —dijo el monje principal, poniendo la mano sobre el saco de Aliena.
Aliena se le quedó mirando asombrada.
El mercader se mostró igualmente sorprendido.
—Le he ofrecido media libra —dijo.
—Se lo he comprado a ella —dijo el monje—. Y te lo vendo a ti. —Hizo una seña a los otros monjes, que arrastraron el saco de Aliena hasta el cobertizo.
El mercader parecía malhumorado, pero entregó la última libra y doce peniques. El monje le entregó el dinero a Aliena.
Aliena estaba pasmada. Todo había ido mal y, de repente, ese desconocido la había salvado... ¡y además después de haberse mostrado brusca con él!
—Gracias por su ayuda, padre —dijo Richard.
—Da gracias a Dios —le contestó el monje.
Aliena no sabía qué decir. Estaba emocionada. Apretó el dinero contra su pecho. ¿Cómo podía agradecérselo? Miró a su salvador. Era un hombre bajo, delgado y de mirada profunda. Sus movimientos eran rápidos y parecía siempre vigilante, como un pequeño pájaro de plumaje deslustrado pero de ojos brillantes. De hecho, tenía los ojos azules. La corona de pelo alrededor de su cabeza afeitada era negra y canosa, pero su rostro era joven. Aliena empezó a darse cuenta de que le resultaba vagamente familiar. ¿Dónde lo había visto antes?
Los pensamientos del monje seguían la misma línea.
—Vosotros no me conocéis pero yo a vosotros sí —les dijo—. Sois los hijos de Bartholomew, el anterior conde de Shiring. Sé que habéis sufrido grandes infortunios y me siento contento de tener ocasión de ayudaros. Siempre que queráis os compraré vuestra lana.
Aliena sentía deseos de besarle. No sólo la había salvado hoy, sino que estaba dispuesto a garantizarles su futuro. Al fin recuperó el habla.
—No sé cómo daros las gracias —dijo—. Bien sabe Dios que necesitamos un protector.
—Bueno. Ahora tenéis dos, Dios y yo —le dijo.
Aliena se sentía profundamente conmovida.
—Habéis salvado mi vida y ni siquiera sé quién sois —dijo.
—Me llamo Philip —dijo él—. Soy el prior de Kingsbridge.
Fue un gran día cuando Tom Builder condujo a los picapedreros a la cantera.
Fueron allí unos días antes de Pascua, quince meses después de que ardiera la vieja catedral. El prior había necesitado todo ese tiempo para reunir el dinero suficiente que le permitiera contratar artesanos.
Tom había encontrado en Salisbury un leñador y un maestro cantero, casi terminado ya el palacio del obispo. Hacía dos semanas que el leñador y sus hombres habían estado trabajando, descubriendo y talando altos pinos y robles en sazón. Concentraban sus esfuerzos en los bosques cercanos al río, aguas arriba desde Kingsbridge, ya que resultaba muy costoso el transporte de materiales por las carreteras zigzagueantes y embarradas, y podía ahorrarse muchísimo dinero haciendo flotar la madera río abajo hasta el emplazamiento en construcción. Se desmochaba toscamente la madera para planchas de andamiaje, dándoles cuidadosamente la forma de plantillas para guiar a los albañiles y los canteros o, en el caso de los árboles más altos, apartándolos para ser utilizados como vigas de tejado. En aquellos momentos estaba llegando a Kingsbridge una madera excelente, a un ritmo constante, y todo cuanto Tom tenía que hacer era pagar a los leñadores todos los sábados por la tarde.
Los canteros habían ido llegando a lo largo de los últimos días. Otto Blackface, el maestro cantero, había llevado consigo a sus dos hijos, ambos canteros, cuatro nietos, todos ellos aprendices, y dos peones, uno primo suyo y el otro, cuñado. Semejante nepotismo era normal y Tom no tenía nada que objetar. Por lo general, un grupo familiar formaba un excelente equipo.
Pero aún no había ningún artesano trabajando en Kingsbridge, en el propio enclave, salvo Tom y el carpintero del priorato. Era una buena idea almacenar algunos materiales. Pero muy pronto, Tom habría de contratar a la gente que constituía el espinazo del equipo constructor, a los albañiles. Eran los hombres que ponían una piedra sobre otra y hacían que los muros se elevaran. Y entonces comenzaría la gran empresa. Tom caminaba como en volandas. Aquello era lo que había esperado y por lo que había trabajado durante diez años.
Decidió que su hijo Alfred sería el primer albañil que contrataría. Tenía dieciséis años y había aprendido los conocimientos básicos de un albañil. Era capaz de cortar piedras cuadradas y de levantar un auténtico muro. Tan pronto como empezara la contratación, Alfred cobraría el salario completo.
Jonathan, el otro hijo de Tom, tenía quince meses y crecía deprisa. Era un niño robusto que se había convertido en el favorito mimado de todo el monasterio. Al principio, Tom se había sentido algo preocupado de que Johnny Eightpence, en cierto modo retrasado, fuera quien se ocupara del bebé, pero Johnny se mostraba tan cuidadoso como cualquier madre y tenía más tiempo para dedicarle que muchas de ellas. Los monjes seguían sin sospechar siquiera que Tom fuera el padre de Jonathan, y era posible que jamás llegaran a saberlo.
Martha, de siete años, había perdido los incisivos y echaba de menos a Jack. Era la que más preocupaba a Tom porque necesitaba una madre.
No eran pocas las mujeres dispuestas a casarse con Tom y a ocuparse de su pequeña hija. Él sabía que no carecía de atractivo y, sin duda, tenía asegurada la vida ahora que el prior Philip había empezado a construir en serio. Había dejado la casa de huéspedes y se había construido en la aldea una bonita casa de dos habitaciones con chimenea. Finalmente, como maestro constructor de todo el proyecto, confiaba en recibir un salario y beneficios que serían la envidia de muchos pequeños nobles rurales. Pero le era imposible imaginarse casado con alguna mujer que no fuese Ellen. Era como un hombre acostumbrado a beber el mejor de los vinos y a quien el vino corriente le sabía a vinagre. En la aldea había una viuda, una mujer bonita y metida en carnes, de rostro sonriente y pecho generoso, con dos hijos bien educados, que había hecho varias empanadas para él, le había besado con vehemencia durante la fiesta de Navidad y estaría dispuesta a casarse tan pronto como él quisiera. Pero Tom sabía que se sentiría infeliz con ella, porque siempre añoraría la excitación de estar casado con la hechicera y apasionada Ellen, siempre desconcertante.
Ellen había prometido volver algún día a visitarle. Tom estaba completamente seguro de que cumpliría su promesa y se aferraba tenazmente a ella, aunque ya hacía más de un año que se había ido. Y cuando Ellen volviera, le iba a pedir que se casara con él.
Pensaba que ahora aceptaría. Ya no se encontraba en la miseria, estaba en condiciones de mantener a su propia familia y también a la de ella. Estaba convencido de que podrían evitarse las peleas de Alfred y Jack si se les manejaba bien. Si a Jack se le hacía trabajar, se decía Tom, Alfred no se resentiría tanto por su presencia. Ofrecería tomar a Jack como aprendiz. El muchacho había mostrado interés por la construcción, era más listo que una ardilla y al cabo más o menos de un año sería lo bastante mayor para hacer trabajos pesados.
Entonces Alfred no podría decir que Jack estuviera ocioso. El otro problema que se planteaba era que Jack sabía leer y Alfred no. Tom pediría a Ellen que enseñara a Alfred a leer y a escribir. Podía darle lecciones todos los domingos. Entonces Alfred y Jack estarían en igualdad de condiciones. En esas condiciones los muchachos serían semejantes, los dos educados, los dos trabajando y antes de que pasara mucho tiempo, los dos igualmente desarrollados.
Sabía que, pese a todas las dificultades, a Ellen le gustaba realmente vivir con él. Le gustaba su cuerpo y también su mente. Quería regresar junto a él.
Otra cuestión era la de si podría arreglar las cosas con el prior Philip. Ellen había insultado la religión de Philip de manera más bien contundente. Resultaba difícil de imaginar algo más ofensivo para un prior que lo que ella había hecho. Tom aún no había resuelto ese problema.