Kate paseó alrededor de ella, al parecer impresionada.
—Mi querida joven, jamás te verás falta de dinero o de cualquier otra cosa. Si trabajas para mí las dos seremos ricas.
Aliena frunció el entrecejo. Aquello parecía estúpido. Todo cuanto ella quería era ayudar en la lavandería, en la cocina o en la costura, y no comprendía que cualquiera de esas cosas pudiera hacer rico a nadie.
—¿De qué clase de trabajo me hablas? —preguntó.
Kate estaba detrás de ella. Deslizó las manos por las caderas de Aliena, tanteándolas, y tan cerca que Aliena podía sentir los senos de Kate contra su espalda.
—Tienes una hermosa figura —le dijo—. Y tu cutis es una maravilla. Eres de alta alcurnia ¿no?
—Mi padre era el conde de Shiring.
—¡Bartholomew! Bueno, bueno... Le recuerdo... No es que jamás fuera cliente mío. Un hombre muy virtuoso, tu padre. Bien, comprendo por qué estáis en la ruina.
De manera que Kate tenía clientes.
—¿Qué vendes? —preguntó Aliena.
Kate no le contestó directamente. Volvió a colocarse enfrente de Aliena, mirándole el rostro.
—¿Eres virgen, querida?
Aliena se ruborizó de vergüenza.
—No seas tímida —le dijo Kate—. Ya veo que no. Bueno, no importa. Las vírgenes tienen un gran valor, pero naturalmente no dura. —Puso las manos en las caderas de Aliena, e inclinándose la besó en la frente—. Eres voluptuosa aunque tú no lo sepas. Por todos los santos, eres irresistible. —Deslizó la mano desde la cadera de Aliena hasta su pecho y cogió suavemente uno de sus senos, sopesándolo y apretándolo ligeramente. Luego, inclinándose más, besó a Aliena en los labios.
De repente Aliena lo vio todo claro. Por qué la muchacha había sonreído a Richard delante de la casa de la moneda, de dónde sacaba Kate su dinero, lo que ella habría de hacer si trabajaba para Kate y qué tipo de mujer era. Se sentía estúpida por no haberlo comprendido antes. Dejó por un instante que Kate la besara. Era tan diferente de lo que William Hamleigh había hecho que no se sintió en modo alguno asqueada, pero no era eso lo que haría para ganar dinero. Se liberó del abrazo de Kate.
—Quieres hacer de mí una prostituta —dijo.
—Una dama de placer, querida —dijo Kate—. Levantarse tarde, llevar todos los días hermosos vestidos, hacer felices a los hombres y hacerse rica. Serías una de las mejores. Hay algo en ti... Podrías cobrar cualquier cosa, lo que quisieras. Créeme, lo sé.
Aliena se estremeció. En el castillo siempre había habido una o dos prostitutas. Era necesario en un lugar donde había tantos hombres sin sus mujeres y siempre se las había considerado lo más bajo de todo lo bajo, las más humildes de las mujeres, por debajo incluso de las barrenderas. Pero en realidad no era el bajo estatus lo que hacía estremecerse a Aliena de repugnancia. Era la idea de que los hombres como William Hamleigh entraran y la poseyeran por un penique. Aquella idea trajo de nuevo a su mente el horrible recuerdo de su enorme cuerpo cubriéndola mientras ella yacía en el suelo con las piernas abiertas, temblando de terror y asco, esperando a que la penetrara. La escena surgió de nuevo ante ella con renovado horror haciéndola perder su aplomo y confianza. Tenía la sensación de que si permanecía en aquella casa un sólo instante más volvería a ocurrirle todo aquello. Se sintió embargada por un deseo irrefrenable de salir de allí. Retrocedió hasta la puerta. La atemorizaba ofender a Kate, la atemorizaba que cualquiera se pusiese furioso con ella.
—Perdóname, por favor, pero no puedo hacer eso, en realidad no pue...
—Piensa en ello —le dijo Kate con jovialidad—. Vuelve si cambias de idea. Todavía estaré aquí...
—Gracias —dijo Aliena vacilante.
Finalmente dio con la puerta. La abrió y se escurrió prácticamente por una rendija. Todavía trastornada, bajó corriendo las escaleras hasta la calle y se dirigió a la puerta principal de la casa. La abrió de un empujón, pero tuvo miedo de entrar.
—¡Richard! —le llamó—. ¡Sal, Richard! —No hubo contestación. En el interior había una luz difusa y sólo podía ver unas vagas figuras femeninas.— ¿Dónde estás, Richard? —chilló histérica.
Se dio cuenta de que los transeúntes se quedaban mirándola y aquello la puso más nerviosa. De repente Richard apareció con un vaso de cerveza en una mano y un muslo de pollo en la otra.
—¿Qué pasa? —dijo con la boca llena. Por su tono advertía que estaba fastidiado de que le interrumpieran.
Aliena le agarró del brazo, tirando de él.
—Sal de ahí —le dijo—. ¡Es un burdel!
Varios transeúntes se echaron a reír al oír aquello y uno o dos hicieron comentarios burlones.
—Es posible que te hubieran dado algo de carne —dijo Richard.
—¡Querían que me convirtiera en prostituta! —dijo Aliena furiosa.
—Bueno, bueno —dijo Richard. Apuró la cerveza, puso el vaso en el suelo junto a la puerta y se metió el resto de muslo de pollo dentro de la camisa.
—¡Vamos! —le urgió impaciente Aliena, aunque una vez más la necesidad de ocuparse de su hermano pequeño tenía el poder de calmarla. La idea de que alguien quisiera convertir a su hermana en una prostituta no pareció inmutarle, pero parecía lamentar el tener que irse de una casa donde había pollo y cerveza sólo con pedirlo.
La mayoría de los transeúntes empezaron a seguir su camino terminada la diversión, pero hubo una que siguió allí. Era la mujer bien vestida que vieron en la prisión. Había dado al carcelero un penique y él la había llamado Meg. Miraba a Aliena con expresión curiosa mezclada de compasión. A ésta empezaba a molestarle que la gente se la quedara mirando y apartó irritada la vista. Entonces la mujer le dijo:
—¿Tienes problemas, verdad?
El tono amable de Meg hizo que Aliena se volviera.
—Sí —dijo después de una pausa—. Tenemos problemas.
—Os vi en la prisión. Mi marido está allí. Le visito todos los días. ¿Qué os llevó a vosotros allí?
—Nuestro padre está preso.
—Pero no entrasteis adentro.
—No tenemos dinero para dar al carcelero.
Meg miró por encima del hombro de Aliena hacia la puerta del prostíbulo.
—¿Es eso lo que estáis haciendo aquí, intentando obtener dinero?
—Sí, pero no sabía lo que era hasta que...
—Pobrecita —dijo Meg—. Mi Annie tendría tu edad de haber vivido... ¿Por qué no venís conmigo mañana por la mañana a la prisión y entre todos veremos si podemos convencer a Odo para que se comporte como cristiano y tenga compasión de dos niños desamparados?
—¡Sería maravilloso! —exclamó Aliena. Estaba conmovida. No tenía garantía de éxito pero el hecho de que alguien estuviera dispuesto a ayudarles hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas.
Meg seguía mirándola con fijeza.
—¿Habéis cenado?
—No. A Richard le dieron algo en... ese lugar.
—Más vale que vengáis a mi casa. Os daré pan y carne. —Observó la expresión cautelosa de Aliena—. Y no tendréis que hacer nada a cambio.
Aliena la creyó.
—Gracias —dijo—. Eres muy amable. No hemos encontrado mucha gente amable. No sé cómo darte las gracias.
—No es necesario —dijo Meg—. Venid conmigo.
El marido de Meg era mercader en lana. Tanto en su casa al sur de la ciudad, como en su puesto los días que había mercado, y en la gran feria anual que se celebraba en St. Gile's Hill, compraba el vellón que le llevaban los campesinos de los campos aledaños. Los embutía en grandes sacos para lana, que contenía cada uno de ellos los vellones de doscientas cuarenta ovejas, y los almacenaba en el granero de detrás de su casa. Una vez al año, cuando los tejedores flamencos enviaban a sus agentes para comprar la suave y fuerte lana inglesa, el marido de Meg se los vendía todos y tomaba las medidas necesarias para que los sacos fueran embarcados vía Dover y Boulogne con destino a Brujas y Gante, donde se transformaría el vellón en un tejido de la más alta calidad, vendido en todo el mundo a precios demasiado elevados para los campesinos que criaban las ovejas. Así se lo contó Meg a Aliena y Richard durante la cena, con una cálida sonrisa que expresaba la convicción de que, pasara lo que pasase, no había motivos para que la gente se mostrara desagradable.
Su marido había sido acusado de quedarse corto en el peso de sus ventas, delito que la ciudad se lo tomaba muy en serio ya que su prosperidad estaba basada en una reputación de tratos honrados. A juzgar por la manera en que Meg lo relató a Aliena, pensó que posiblemente su marido fuera culpable. Sin embargo su ausencia no resultó en menoscabo del negocio. Meg se limitó sencillamente a ocupar su sitio. Por otra parte, en invierno poco había que hacer. Había hecho un viaje a Flandes para asegurar a todos los agentes de su marido que la empresa seguía funcionando como siempre. También se ocupó de las reparaciones en el granero, agrandándolo algo al propio tiempo. Cuando empezaba el esquileo, compraba como había hecho su marido. Sabía cómo juzgar su calidad y fijar el precio. Había sido admitida ya en el gremio de mercaderes de la ciudad pese al baldón en la reputación de su marido, porque existía la tradición entre los mercaderes de ayudar a las familias del gremio en momentos de dificultades, y por otra parte todavía no había quedado demostrada su culpabilidad.
Richard y Aliena devoraron la comida, bebieron vino y se sentaron junto al fuego hasta que afuera empezó a oscurecer. Entonces se fueron de nuevo al priorato a dormir. Aliena volvió a tener pesadillas. Esa vez soñó con su padre. En su sueño se encontraba sentado en un trono, en la prisión, tan alto, pálido y autoritario como siempre, y cuando fue a verle hubo de hacer ante él una reverencia como si fuera un rey. Luego se dirigió a ella con tono acusador diciendo que le había abandonado en la prisión y se había ido a vivir a un prostíbulo. Aliena se sintió ofendida por una acusación tan injusta y dijo furiosa que era él quien la había abandonado a ella. Se disponía a añadir que la había dejado a merced de William Hamleigh, pero se sintió reacia a decir a su padre lo que William le había hecho. Luego vio que William se encontraba también en la habitación, sentado en una cama comiendo cerezas de un cazo. Escupió el hueso en su dirección dándole en la mejilla y causándole dolor. Su padre sonrió, y entonces William empezó a arrojarle a ella cerezas maduras. Se reventaron en su cara y en el vestido que tenía, y ahora estaba todo manchado con el jugo de las cerezas que parecía manchas de sangre.
En su sueño se sintió tan profundamente triste que al despertarse y descubrir que todo aquello no era verdad la embargó una enorme sensación de alivio, aunque pensaba que la realidad, sin hogar y sin dinero, era mucho peor que ser apedreada con cerezas maduras.
La luz del amanecer se filtraba a través de las grietas en las paredes de la casa de huéspedes. Toda la gente se iba despertando en derredor suyo y empezaba a ponerse en movimiento. Pronto llegarán los monjes, abrirían puertas y persianas y llamarían a todo el mundo a desayunar.
Aliena y Richard comieron presurosos, dirigiéndose luego a casa de Meg. Ésta ya estaba preparada para salir, había hecho un estofado de carne de vaca capaz de resucitar a un muerto para la comida de su marido, y Aliena dijo a Richard que le llevara la pesada olla. Aliena hubiera deseado tener algo que dar a su padre. No había pensado en ello, pero aunque lo hubiera hecho no podría haberle comprado nada. Era terrible pensar que no podían hacer nada por él.
Subieron por calle principal, entraron en el castillo por la puerta trasera y luego, dejando atrás la torre del homenaje, bajaron por la colina hasta la prisión. Aliena recordaba que cuando el día anterior preguntó a Odo si su padre estaba bien, el carcelero le había contestado:
No, no lo está. Se está muriendo.
Aliena se dijo que había exagerado por crueldad, pero en aquellos momentos empezó a preocuparse.
—¿Le pasa algo a mi padre? —preguntó a Meg.
—No lo sé, querida —le contestó Meg— Nunca le he visto.
—El carcelero dijo que se estaba muriendo.
—Ese hombre es más mezquino que un gato. Posiblemente lo dijo para que te sintieras desgraciada. En todo caso lo sabrás dentro de un momento.
Aliena no se sintió tranquilizada pese a las buenas intenciones de Meg, y la atormentaba el temor mientras atravesaba la puerta y entraba en la penumbra maloliente de la prisión.
Odo se estaba calentando las manos en el fuego que había en el centro de la habitación. Saludó con la cabeza a Meg y miró a Aliena.
—¿Tienes el dinero? —le dijo.
—Pagaré por ellos —intervino Meg—. Aquí tienes dos peniques, uno mío y el otro de ellos.
En el rostro estúpido de Odo apareció una expresión taimada.
—Para ellos son dos peniques. Uno por cada uno —dijo.
—No seas tan zorro —dijo Meg—. Les dejarás entrar a los dos o te crearé dificultades en el gremio de mercaderes y perderás el trabajo.
—Muy bien, muy bien. No hay necesidad de amenazas —dijo malhumorado. Señaló hacia un arco en el muro de piedra, a su derecha—. Bartholomew es por ahí.
—Necesitaréis luz —dijo Meg. Sacó del bolsillo de su capa dos velas, las encendió en el fuego y dio una a Aliena. Luego se dirigió rápida hacia el arco opuesto.
—Gracias por el penique —le dijo Aliena, pero Meg había desaparecido entre las sombras.
Aliena atisbó aprensiva hacia donde Odo le había indicado. Con la vela en alto atravesó la arcada y se encontró en un minúsculo vestíbulo cuadrado. A la luz de la vela pudo ver tres pesadas puertas, aseguradas todas con barras en el exterior.
—¡Enfrente vuestro! —les gritó Odo.
—Levanta la barra, Richard —dijo Aliena.
Richard sacó la pesada barra de madera de sus abrazaderas y la apoyó sobre el muro. Aliena abrió la puerta al tiempo que lanzaba hacia las alturas una rápida y silenciosa plegaria.
Salvo por la luz de la vela, la celda estaba completamente a oscuras. Vaciló en el umbral atisbando entre las sombras oscilantes. El lugar olía como un retrete.
—¿Quién es? —preguntó una voz.
—¿Padre? —dijo Aliena. Pudo distinguir una figura oscura sentada en el suelo cubierto de paja.
—¿Aliena? —La voz se mostraba incrédula—. ¿Eres Aliena? —Parecía la voz de padre pero más vieja.
Aliena se acercó más, manteniendo levantada la luz de la vela le alumbró de lleno la cara. Aliena lanzó una exclamación de horror.
Apenas estaba reconocible.