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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Los Pilares de la Tierra (61 page)

BOOK: Los Pilares de la Tierra
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Aliena echó otro vistazo temeroso hacia la torre del homenaje.

Todo seguía tranquilo.

—Monta —dijo a Richard.

Éste puso el pie no sin dificultad en un estribo alto y montó sobre el inmenso caballo, Aliena desató la cuerda del tocón.

El caballo lanzó un fuerte relincho.

Aliena sintió que se le paraba el corazón. Aquel ruido debió de llegar hasta la torre del homenaje. Un hombre como William debía conocer los relinchos de su propio caballo.

Aliena se apresuró a desatar el otro caballo. Con los dedos helados intentó deshacer el nudo. La sola idea de que William pudiera haberse despertado le hacía perder la serenidad. Abriría los ojos, se sentaría, miraría en derredor, recordaría donde estaba, y se preguntaría por qué su caballo había llamado. Con toda seguridad acudiría. Estaba segura de que no podría volver a verle la cara. Revivió con todo su horror aquella cosa tan vergonzosa, brutal y angustiosa que le había hecho.

—¡Vamos Aliena! —dijo Richard con tono apremiante; tenía que luchar para mantener quieto a su caballo. Necesitaba hacerle galopar durante una o dos millas para cansarlo, entonces se mostraría más dócil. Relinchó de nuevo y empezó a andar de costado.

Aliena deshizo al fin el nudo. Sintió la tentación de tirar la cuerda, pero luego no tendría manera de atar otra vez al caballo, así que la enrolló apresuradamente como pudo y la sujetó a un tirante de la silla. Necesitó ajustar los estribos; tenían la longitud adecuada para el escudero de William, que medía varias pulgadas más que ella, así que estaban demasiado bajos para que ella los alcanzara una vez en la silla. Pero imaginaba con creciente temor a William bajando las escaleras, atravesando el vestíbulo, saliendo a...

—No podré sujetar a este caballo mucho más tiempo —dijo Richard con tono tenso.

Aliena estaba tan nerviosa como el caballo de guerra. Montó el corcel. Al sentarse en la silla sintió un fuerte dolor en el bajo vientre y apenas sí pudo mantenerse en ella. Richard dirigió a su caballo hacia la puerta y el de Aliena le siguió sin necesidad de que ella lo obligase. Tal y como pensaba, no alcanzaba a los estribos y hubo de sujetarse con las rodillas. Mientras se alejaban oyó un grito en alguna parte detrás de ella, lo que la hizo gemir en voz alta. Vio a Richard aguijar al caballo. El inmenso animal se lanzó al trote. El suyo le imitó. Aliena se sintió agradecida de que siempre hiciera lo que hacía el caballo de guerra, ya que no se encontraba en posición de controlarlo por sí misma. Richard volvió a aguijar a su caballo, que adquirió velocidad al pasar por debajo del arco de la casa de guardia. Aliena oyó otro grito mucho más cerca. Mirando por encima del hombro vio a William y a su escudero corriendo a través del recinto tras ella.

El caballo de Richard era nervioso y tan pronto como se vio en campo abierto bajó la cabeza y empezó a galopar. Atravesaron con estruendo el puente levadizo. Aliena sintió algo sobre el muslo y por el rabillo del ojo vio una mano de hombre que intentaba alcanzar los tirantes de su silla. Pero un instante después había desaparecido y supo que habían escapado. Se sintió terriblemente aliviada, pero le volvió el dolor. Mientras el caballo galopaba a través de los campos, sintió como si la apuñalaran por dentro, el mismo dolor que había sentido cuando la penetró aquel asqueroso William. Y sentía un líquido tibio que se deslizaba por el muslo. Dio riendas al caballo y cerró los ojos con fuerza contra el dolor. Pero el horror de la noche anterior volvía a ella y lo veía todo de nuevo detrás de los párpados cerrados. Mientras galopaban a través de los campos iba salmodiando al ritmo del golpeteo de los cascos:
¡No debo recordar, no debo recordar, no debo, no debo!

Su caballo torció a la derecha y Aliena tuvo la impresión de que subían por una ligera cuesta. Abrió los ojos y vio que Richard había dejado el sendero fangoso y estaba tomando un camino largo hacia los bosques. Pensó que seguramente querría asegurarse de que el caballo de guerra quedara bien cansado antes de aflojar el paso. Resultaría más fácil de manejar a los dos animales después de haberlos montado hasta quedar exhaustos. Pronto se dio cuenta de que su propia montura empezaba a flaquear. Se echó hacia atrás en la silla. El caballo redujo la marcha a medio galope, luego al trote y finalmente al paso. El caballo de Richard todavía tenía energía para quemar, y siguió adelante.

Aliena miró hacia atrás a través de los campos. El castillo se encontraba a una milla de distancia y no estaba segura de poder ver a dos figuras de pie, en el puente levadizo, mirando hacia ella. Pensó que habrían de andar un largo camino para encontrar caballos de repuesto. Se sintió a salvo por un tiempo.

Sentía pinchazos en las manos y los pies a medida que entraba en calor. El caballo despedía tanto calor como una hoguera, envolviéndola en una capa de aire cálido. Richard dejó al fin que su caballo redujera la marcha, y volviéndose lo condujo junto a ella, con su caballo marchando al paso y resoplando fuerte. Se internaron entre los árboles. Ambos conocían bien aquellos bosques por haber vivido allí la mayor parte de su vida.

—¿Adónde iremos? —preguntó Richard.

Aliena frunció el entrecejo. ¿Adónde podían ir? No tenían comida, nada de beber y tampoco dinero. No tenía ropa, salvo la capa que llevaba, ni enaguas, zapatos ni sombrero. Tenía el propósito de cuidar de su hermano, pero ¿cómo?

Ahora se daba cuenta de que durante los tres últimos meses había estado viviendo en un sueño. Si bien en el fondo de su mente había sabido que la antigua vida había terminado, se había negado a aceptarlo. William Hamleigh la había despertado. No dudaba por un momento de que su historia era real y que el rey Stephen había hecho conde de Shiring a Percy Hamleigh, pero quizás hubiera algo más. Tal vez el rey hubiera dispuesto algunas provisiones para ella y Richard. De no ser así, debiera hacerlo y ciertamente ellos podían presentar una súplica. Como quiera que fuese, tendrían que ir a Winchester. Allí podrían averiguar por fin qué había sido de su padre.

De repente se dijo:
¿Por qué ha ido todo mal, padre?

Desde que su madre había muerto, su padre le había dedicado un cuidado especial. Sabía que se había ocupado de ella mucho más de lo que era habitual en otros padres con sus hijos. Lamentaba no haber contraído nuevamente matrimonio para darle otra madre, y le había explicado que ninguna mujer podría hacer que se sintiese tan feliz como con el recuerdo de su difunta esposa. Como quiera que fuese, Aliena nunca había deseado otra madre. Su padre cuidaba de ella y ella de Richard, y de esa manera nada malo podía sucederle a ninguno de los tres.

Aquellos días se habían ido para siempre.

—¿Adónde podemos ir? —volvió a preguntar Richard.

—A Winchester —dijo ella—. Iremos a ver al rey.

Richard se mostró entusiasmado.

—¡Sí! Y cuando digamos al rey lo que William y su escudero hicieron anoche, seguramente...

Aliena se sintió poseída al instante por una furia incontrolable.

—¡Cierra la boca! —chilló. Los caballos se sobresaltaron nerviosos. Aliena tiró con rabia de las riendas—. ¡No vuelvas a decir eso jamás! —Se atragantaba por la furia y apenas podía articular las palabras—. ¡No diremos a nadie lo que hicieron... a nadie! ¡Jamás! ¡Jamás! ¡Jamás!

En las alforjas del escudero había un gran trozo de queso seco, algunos restos de vino en una bota, un pedernal y alguna leña menuda y una o dos libras de grano que Aliena supuso que estaba destinado a los caballos. A mediodía los dos hermanos comieron el queso y bebieron el vino mientras los caballos pastaban la hierba rala y los arbustos de hoja perenne y bebían en un arroyo transparente. Aliena había dejado de sangrar y tenía insensible la parte inferior de la espalda.

Habían visto a algunos viajeros pero Aliena advirtió a Richard que no hablara con nadie. Para un observador casual parecían una pareja formidable, sobre todo Richard montando su poderoso caballo y con la espada. Pero unos momentos de conversación bastaría para revelar que no eran más que un par de chiquillos sin alguien que les cuidara y, por lo tanto, a todas luces posiblemente vulnerables. De manera que debían mantenerse alejados de la gente.

Cuando el día empezó a declinar buscaron algún sitio donde pasar la noche. Encontraron un calvero cerca de un arroyo a un centenar de yardas más o menos del camino. Aliena dio a los caballos algo de grano mientras Richard encendía un fuego. Si hubieran tenido una olla hubieran podido hacer algunas gachas con el grano de los caballos. Tal como estaban las cosas, habrían de masticar el grano crudo a menos que pudieran encontrar algunas castañas dulces para asarlas. Mientras reflexionaba sobre ello y Richard andaba por alguna parte buscando leña, quedó aterrada al oír una voz honda muy cerca de ella.

—¿Y quién eres tú, muchacha?

Aliena lanzó un grito. El caballo retrocedió asustado. Al volverse vio a un hombre barbudo y sucio completamente vestido de cuero marrón. Avanzó un paso hacia ella.

—¡Mantente alejado de mí! —chilló.

—No tienes de qué asustarte —le dijo el hombre.

Por el rabillo del ojo Aliena vio a Richard entrar en el calvero por detrás del forastero, con una brazada de leña. Se quedó mirando a los dos. ¡Desenvaina tu espada!, dijo para sus adentros Aliena, pero el chico estaba demasiado asustado e inseguro para hacer nada. Aliena retrocedió intentando poner el caballo entre ella y el forastero.

—No tenemos dinero —dijo—. No tenemos nada.

—Soy el guardabosque oficial del rey —dijo el hombre.

Aliena estuvo a punto de desmayarse de alivio. Un oficial guardabosque era un servidor del rey a quien se pagaba para obligar a cumplir las leyes del bosque.

—¿Por qué no lo dijiste antes, tonto? —dijo ella furiosa por haberse asustado—. ¡Pensaba que eras un proscrito!

Pareció sobresaltado al tiempo que ofendido, como si Aliena hubiera dicho algo descortés.

—Entonces vos seréis una dama de alta cuna —es cuanto dijo.

—Soy la hija del conde de Shiring.

—Y el muchacho será su hijo —dijo el guardabosque aunque no parecía haber visto a Richard.

Richard se adelantó y dejó caer la leña.

—Así es —afirmó—. ¿Cómo te llamas?

—Brian. ¿Pensáis pasar aquí la noche?

—Sí.

—¿Completamente solos?

—Sí —Aliena sabía que aquel hombre se preguntaba por qué no llevarían escolta, pero no pensaba decírselo.

—¿Y decís que no tenéis dinero?

Aliena le miró con el ceño fruncido.

—¿Dudas de lo que digo?

—Ah, no. Por vuestros modales puedo reconocer que pertenecéis a la nobleza —¿Había cierta ironía en su voz?—. Si estáis solos y sin dinero tal vez preferiríais pasar la noche en mi casa. No está lejos.

Aliena no tenía intención de quedar a merced de aquel tipo inculto. Estaba a punto de negarse cuando el hombre habló de nuevo.

—Mi mujer estará contenta de daros de comer. Y tengo un cobertizo donde podréis dormir solos.

En la mujer estribaba la diferencia. Aceptar la hospitalidad de una familia respetable era bastante seguro. Aun así, Aliena se mostró dubitativa. Luego pensó en una chimenea, en un cazo de gachas calientes, una taza de vino y una cama de paja con un techo sobre ella.

—Te estamos muy agradecidos —dijo—. No tenemos nada para darte. Te he dicho la verdad, no tenemos dinero. Pero un día volveremos y te recompensaremos.

—Para mí es bastante. —Se acercó al fuego y lo apagó a puntapiés.

Aliena y Richard montaron en sus caballos, a los que no habían quitado las sillas.

—Dadme las riendas —dijo el guardabosque acercándose a ellos.

Así lo hizo Aliena sin estar segura de lo que aquel hombre quería hacer, y Richard la imitó. El hombre se puso en marcha a través del bosque conduciendo a los caballos. Aliena hubiera preferido llevar ella las riendas pero decidió dejar que el hombre lo hiciera como quisiera.

Estaba más lejos de lo que les había dicho; habían recorrido tres o cuatro millas y todavía era oscuro cuando llegaron a una pequeña casa de madera con tejado de barda en el lindero de un campo. Pero a través de las persianas se veía luz y llegaban olores de guisos. Aliena desmontó agradecida.

La mujer del guardabosque había oído los caballos y acudió a la puerta.

—Un joven señor y una joven dama solos en el bosque. Dales algo de beber —le dijo el hombre. Luego, volviéndose a Aliena—. Adelante. Me ocuparé de los caballos.

A Aliena no le gustó su tono perentorio. Hubiera preferido ser ella quien diera las instrucciones, pero como no tenía el menor deseo de desensillar a su caballo entró en la casa con Richard detrás. Estaba llena de humo y de olores, pero caliente. En un rincón había una vaca atada con una cuerda. Aliena se sentía contenta de que el hombre hubiera mencionado un cobertizo, ya que jamás había dormido con el ganado. Una olla hervía en el fuego. Se sentaron en un banco y la mujer dio a cada uno un cazo de sopa de la olla. Sabía a caza. La mujer se mostró sobresaltada al ver a la luz la cara de Richard.

—¿Qué os pasado? —le preguntó.

Richard abrió la boca para contestar, pero Aliena se le adelantó.

—Hemos pasado por una serie de calamidades —le dijo—. Vamos de camino para ver al rey.

—Ya veo —dijo la mujer. Era pequeña, de tez morena y mirada cautelosa.

Aliena dio fin rápidamente a la sopa y alargó el cazo para que le sirviera más. La mujer miró hacia otro lado. Aliena estaba desconcertada ¿Acaso no sabía que Aliena quería más sopa? ¿O sería que no tenía más? Se disponía a hablar con dureza cuando entró el guardabosque.

—Os llevaré al granero donde podréis dormir —les dijo al tiempo que descolgaba una lámpara de un clavo junto a la puerta—. Venid conmigo.

Aliena y Richard se pusieron en pie.

—Necesito algo más —dijo Aliena dirigiéndose a la mujer—. ¿Podrías darme un vestido viejo? No llevo nada debajo de la capa.

Por algún motivo la mujer pareció molesta.

—Veré lo que puedo encontrar —farfulló.

Aliena se dirigió a la puerta. El guardabosque la miraba de forma extraña, con los ojos clavados en su capa, como si le fuera posible ver a través de ella si lo hacía con la suficiente intensidad.

—¡Muéstranos el camino! —le dijo imperiosa. El hombre salió de la casa.

Les condujo a la parte de atrás de la casa y a través de un bancal de hortalizas. La luz oscilante de la lámpara iluminó una pequeña construcción de madera, más bien un cobertizo que un granero. El hombre abrió la puerta que golpeó contra una tina destinada a recoger el agua de la lluvia que caía del tejado.

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