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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Los Pilares de la Tierra (62 page)

BOOK: Los Pilares de la Tierra
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—Echad un vistazo —les dijo el hombre—. Ved si os conviene.

Richard entró primero.

—Trae la luz, Aliena —le dijo.

Al volverse Aliena para coger la lámpara de manos del guardabosque éste le dio un fuerte empujón. Cayó de costado en el interior del granero, topando contra su hermano. Ambos cayeron al suelo. Quedaron a oscuras y la puerta se cerró de golpe. De fuera les llegó un ruido peculiar, como si algo pesado se adosara a la puerta.

Aliena no podía creer lo que estaba ocurriendo.

—¿Qué está pasando, Alie? —gritó Richard.

Aliena se sentó ¿Era de veras aquel hombre un guardabosque o por el contrario era un proscrito? No podía ser un proscrito. Su casa era demasiado buena para eso. Pero si de verdad era un guardabosque ¿por qué los había encerrado? ¿Habrían infringido alguna ley? ¿Sospechaba que los caballos no fueran suyos? O acaso tuviera algún motivo deshonesto.

—¿Por qué habrá hecho esto, Alie? —preguntó Richard.

—No lo sé —dijo ella cansada. Ya ni siquiera le quedaba energía para enfadarse o inquietarse. Sospechaba que el guardabosque había puesto la tina de agua contra ella. Empezó a palpar en la oscuridad las paredes del granero, también podía llegar a los declives más bajos del tejado. La construcción estaba hecha con troncos estrechamente unidos. Y la habían edificado con todo cuidado. Era la prisión del guardabosque donde encarcelaba a los infractores antes de presentarlos ante el sheriff.

—No podemos salir —dijo Aliena. Se sentó. El suelo estaba seco y cubierto de paja—. Estaremos detenidos aquí hasta que nos deje salir —dijo con resignación.

Richard se sentó junto a ella. Al cabo de un rato se tumbaron espalda contra espalda. Aliena se sentía demasiado maltrecha, asustada y tensa para poder dormir, aunque también exhausta, por lo que al cabo de unos momentos se sumió en un reconfortante sopor.

Se despertó al abrirse la puerta y recibir en la cara la luz del día. Se sentó atemorizada, sin saber dónde estaba ni por qué dormía sobre el duro suelo. Luego, recordó, y todavía se asustó más. ¿Qué iba a hacer el guardabosque con ellos? Sin embargo no fue él quien entró, sino su mujer pequeña y morena. Y aunque su expresión era hermética y resuelta como la noche anterior, llevaba en la mano un gran trozo de pan y dos tazas.

Richard se sentó a su vez. Los dos miraron cautelosos a la mujer.

Ella, sin decir palabra, alargó a cada uno una taza, partió luego en dos el trozo de pan y lo repartió entre ambos. Aliena se dio cuenta de repente de que estaba hambrienta. Mojó su pan en la cerveza y empezó a comer.

La mujer se quedó en el umbral de la puerta mirándoles mientras terminaban con el pan y la cerveza. Luego alargó a Aliena lo que parecía un montón de lino amarillento y usado, bien doblado. Aliena lo desdobló. Era un vestido viejo.

—Ponte esto y largaos de aquí —dijo la mujer.

Aliena se sentía confundida ante aquella combinación de amabilidad y dureza, pero no dudó en aceptar el vestido. Se volvió de espaldas, dejó caer la capa y se metió el vestido rápidamente por la cabeza, volviéndose a poner la capa.

Se sintió mejor.

La mujer le dio un par de zuecos muy usados y demasiado grandes.

—No puedo cabalgar con zuecos —dijo Aliena.

La mujer se echó a reír.

—No vais a cabalgar.

—¿Por qué no?

—Se ha llevado vuestros caballos.

A Aliena se le cayó el alma a los pies. Era injusto que siguieran teniendo tan mala suerte.

—¿Adónde se los ha llevado?

—A mí no me habla de esas cosas, pero supongo que habrá ido a Shiring. Venderá los animales, luego averiguará quienes sois y si puede sacar de vosotros algo más que vuestros caballos.

—Entonces ¿por qué dejas que nos vayamos?

La mujer miró a Aliena de arriba abajo.

—Porque no me gusta la manera en que te miró cuando dijiste que estabas desnuda debajo de tu capa. Tal vez tú no entiendas esto ahora, pero sí cuando seas mujer.

Aliena ya lo entendía pero no se lo dijo.

—¿No te matará cuando descubra que nos has dejado ir?

La mujer sonrió despreciativa.

—A mí no me asusta tanto como a otros. Y ahora en marcha.

Salieron. Aliena comprendía que aquella mujer había aprendido a vivir con un hombre brutal e inhumano, y aún así había logrado conservar un mínimo de decencia y compasión.

—Gracias por el vestido —dijo con timidez.

La mujer no quería su agradecimiento.

—Winchester es por ahí —dijo señalando hacia el sendero.

Se alejaron sin mirar atrás.

Aliena nunca había llevado zuecos. La gente de su clase siempre calzaba botas de piel o sandalias, y los encontró incómodos y pesados.

Sin embargo eran mejor que nada cuando el suelo estaba frío.

—¿Por qué nos están pasando estas cosas, Alie? —preguntó Richard cuando ya hubieron perdido de vista la casa del guardabosque.

La pregunta desmoralizó a Aliena. Todo el mundo era cruel con ellos. La gente podía pegarles y robarles como si fueran caballos o perros. No había nadie que los protegiera. Hemos sido demasiado confiados, se dijo. Habían vivido durante tres meses en el castillo sin siquiera atrancar las puertas. Decidió que en el futuro no se fiaría de nadie. Nunca volvería a dejar que nadie cogiera las riendas de su caballo, aunque tuviera que recurrir a la violencia para evitarlo. Nunca más volvería a dejar que alguien se le acercara por la espalda, como había hecho el guardabosque la noche anterior cuando la empujó al interior del cobertizo. Nunca volvería a aceptar la hospitalidad de un extraño. Nunca dejaría la puerta sin cerrojos por la noche. Nunca aceptaría a las primeras de cambio las muestras de amabilidad.

—Caminemos más aprisa —dijo a Richard—. Tal vez podamos llegar a Winchester a la caída de la noche.

Siguieron el sendero hasta el calvero donde se encontraran con el guardabosque. Todavía estaban los restos de su hoguera. Desde allí podían encontrar fácilmente el camino a Winchester. Habían estado muchas veces en Winchester y conocían bien el camino. Una vez en el camino real podrían andar más deprisa. La escarcha había endurecido el barro.

El rostro de Richard empezaba a recuperar su estado normal. Se lo había lavado el día anterior en un arroyo muy frío en el bosque, y se había quitado casi toda la sangre seca. Se le había formado una fea costra allí donde tuvo el lóbulo de la oreja y los labios aún los tenía hinchados, pero había desaparecido la inflamación del resto de la cara. Sin embargo las heridas y su irritada coloración aún le daban un aspecto alarmante. Aunque ello posiblemente les beneficiaría.

Aliena echaba de menos el calor del caballo. Tenía penosamente fríos los pies y las manos, si bien su cuerpo guardaba el calor por el esfuerzo de la caminata. Siguió haciendo frío durante toda la mañana, pero hacia el mediodía la temperatura subió algo. Para entonces tenía hambre. Recordaba que tan sólo el día anterior se sentía como si no le importara volver a tener calor o a comer de nuevo. Pero no quería pensar en aquello.

Cada vez que oían cascos de caballos o divisaban gente a lo lejos corrían a ocultarse en la espesura hasta que pasaran los viajeros. Atravesaron rápidamente aldeas sin hablar con nadie. Richard quiso mendigar para conseguir comida, pero Aliena no le dejó. Mediada la tarde se encontraron a unas millas de su destino sin que nadie les hubiera molestado. Aliena se dijo que después de todo no era tan difícil evitar las dificultades. Y entonces, en aquel trecho especialmente solitario del camino, surgió de repente un hombre de los arbustos y se plantó delante de ellos.

No les dio tiempo a esconderse.

—Sigue andando —dijo Aliena a Richard, pero el hombre se movió al tiempo que ellos impidiéndoles seguir su camino.

Aliena miró hacia atrás pensando en escabullirse por allí, pero otro tipo había salido del bosque a unas diez o quince yardas, impidiendo la huida.

—¿Qué tenemos aquí? —dijo con voz recia el hombre que tenían enfrente. Era un hombre gordo, de rostro congestionado, con un vientre enorme e hinchado y una barba sucia y enmarañada. Llevaba una pesada cachiporra. Se trataba, casi con toda certeza, de un proscrito. Por su cara, Aliena estaba convencida de que era el tipo de hombre capaz de cometer violencia sin pensarlo dos veces, y sintió que la embargaba el miedo.

—Déjanos en paz —dijo suplicante—. No tenemos nada que te interese.

—No estoy tan seguro —dijo el hombre dando un paso hacia Richard—. Esa bonita espada valdrá varios chelines.

—Es mía —protestó Richard, pero su tono era el de un chiquillo asustado.

Es inútil, se dijo Aliena. Estamos impotentes. Yo soy una mujer y el un chiquillo, y la gente puede hacer con nosotros lo que le parezca.

Con un movimiento sorprendentemente ágil el hombre gordo enarboló de repente su cachiporra y la descargó sobre Richard, que intentó evitarla. El golpe iba dirigido a la cabeza pero le alcanzó en el hombro. El hombre gordo era fuerte y el golpe derribó a Richard.

Aliena perdió de súbito la paciencia. Había sido tratada de manera injusta, habían abusado vilmente de ella, la habían robado, tenía frío y hambre y apenas era capaz de dominarse. A su hermano pequeño, hacía menos de dos días le habían golpeado hasta casi matarle y en aquellos momentos, al ver que alguien le aporreaba, perdió la cabeza. Sin meditar su decisión se sacó la daga de la manga, se lanzó contra el gordo proscrito y le puso la punta de su daga sobre el inmenso vientre.

—¡Déjale en paz, perro! —chilló.

Le cogió completamente por sorpresa. La capa se le había abierto al atacar a Richard y todavía tenía la cachiporra en las manos. Había bajado completamente la guardia. Sin duda se había creído a salvo de cualquier ataque por parte de una joven al parecer desarmada. La daga, atravesó la lana de su capa y el tejido de su ropa interior y se detuvo en la epidermis tensa del estómago. Aliena sintió un impulso de repugnancia, un instante de franco horror ante la idea de romper piel humana y penetrar hasta la carne de una persona de verdad. Pero el miedo endureció su decisión y hundió la daga hasta alcanzar los órganos blandos del abdomen. Luego le aterró la idea de no matarle y de que siguiera vivo para vengarse y siguió hundiendo la daga hasta la empuñadura, donde quedó detenida.

De repente aquel hombre aterrador, arrogante y cruel quedó convertido en un animal asustado y herido. Dio un grito de dolor, dejó caer su cachiporra y se quedó mirando la daga que tenía clavada.

Aliena se dio vuelta al momento de que el hombre sabía que estaba mortalmente herido. Apartó la mano horrorizada. El hombre retrocedió tambaleándose. Aliena recordó que a sus espaldas había otro ladrón y la embargó el pánico. Seguramente se tomaría una venganza horrible por la muerte de su cómplice. Agarró de nuevo la empuñadura de la daga y tiró de ella. El hombre herido se había alejado ligeramente y Aliena hubo de sacar la daga de costado. Sintió como desgarraba las partes blandas al sacarla de su enorme vientre. Notó que la sangre le salpicaba la mano y el hombre chilló como un animal al caer al suelo. Aliena se volvió rápidamente con la daga en la mano ensangrentada e hizo frente al otro hombre. Al mismo tiempo, Richard se puso en pie a duras penas y desenvainó su espada.

El otro ladrón miró a uno y a otro, luego a su amigo moribundo y sin más dio media vuelta y corrió a ocultarse en el bosque.

Aliena le observó con toda incredulidad. Le habían asustado. Resultaba difícil de creer.

Miró al hombre caído en el suelo. Yacía boca arriba, con las entrañas saliéndole por la gran herida del vientre. Tenía los ojos muy abiertos y la cara contorsionada por el dolor y el miedo.

Aliena no se sentía orgullosa ni tranquila por haberse defendido de hombres despiadados. Además estaba asqueada por aquel espantoso espectáculo.

A Richard no le atormentaban semejantes escrúpulos.

—¡Le apuñalaste, Alie! —dijo en un tono entre excitado e histérico—. ¡Acabaste con ellos!

Aliena le miró. Había que enseñarle una lección.

—Remátale —le dijo.

Richard la miró extrañado.

—¿Qué?

—Que le mates —repitió—. Haz que deje de sufrir. ¡Acaba con él!

—¿Por qué yo?

Aliena habló con tono especialmente duro.

—Porque te comportas como un muchacho y yo necesito un hombre. Porque jamás hiciste nada con una espada, salvo jugar a la guerra y alguna vez tienes que empezar. ¿Qué te pasa? ¿De qué tienes miedo? De todas maneras ya está casi muerto. No puede hacerte daño. Maneja tu espada. Adquiere algo de práctica. ¡Mátale!

Richard sujetó la espada con ambas manos y pareció inseguro.

—¿Cómo?

El hombre aulló de nuevo.

—¡No sé cómo! ¡Córtale la cabeza o atraviésale el corazón! ¡Cualquier cosa! ¡Pero hazle callar!

Richard parecía acorralado. Levantó la espada y la bajó de nuevo.

—Si no lo haces te dejaré solo, lo juro por todos los santos. Me levantaré una noche y me iré, y cuando despiertes por la mañana, ya no estaré y tú te encontraras completamente solo. ¡Mátale!

Richard levantó de nuevo la espada. Y entonces, de manera increíble, el hombre dejó de chillar e intentó levantarse. Rodó hacia un lado y se incorporó apoyándose en un codo. Richard lanzó un grito que era en parte un alarido de miedo y un grito de combate, y descargó con fuerza la espada sobre el cuello del forajido. El arma era pesada y la hoja bien afilada, y el golpe sajó a medias el grueso cuello. La sangre salió a chorros y la cabeza se ladeó grotescamente. El cuerpo se derrumbó en tierra.

Aliena y Richard permanecieron un instante mirándole. La sangre caliente despedía vapor en el aire invernal. Ambos se sentían pasmados ante lo que habían hecho. De repente, Aliena echó a correr seguida de Richard.

Se detuvo cuando le fue imposible correr más y entonces se dio cuenta de que estaba sollozando. Caminó más lentamente sin importarle ya que Richard le viera llorar. En cualquier caso poco parecía importarle.

Se fue calmando de manera gradual. Los zuecos de madera le hacían daño. Se detuvo y se los quitó. Reanudó la marcha descalza, con los zuecos en la mano. Pronto llegarían a Winchester.

—Somos estúpidos —dijo Richard al cabo de un rato.

—¿Por qué?

—Ese hombre. Le dejamos allí. Deberíamos haberle cogido las botas.

Aliena se detuvo y se quedó mirando a su hermano horrorizada.

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