—Yo sí.
A Aliena empezó a latirle el corazón con fuerza. Pensaba que nadie sabía a dónde había ido Jack. Era como si se hubiera desvanecido de la faz de la tierra. Pero ahora ya podía imaginárselo en un lugar determinado, real. Eso lo cambiaba todo. Acaso estuviera en alguna parte cerca de allí. Podría enseñarle a su hijo.
—Al menos sé a dónde se dirigía —siguió diciendo Ellen.
—¿A dónde? —preguntó Aliena con tono apremiante.
—A Santiago de Compostela.
—¡Dios mío!
Todas sus esperanzas se derrumbaron y se sintió decepcionada y sin esperanzas. Compostela era la ciudad de España en la que estaba enterrado el apóstol Santiago. Eran necesarios varios meses para llegar a ella. En definitiva era como si Jack se encontrara en el otro extremo del mundo.
—Esperaba hablar con los juglares que encontrara de camino y averiguar algo sobre su padre.
Aliena asintió desconsolada. Era lógico. Jack siempre se había sentido dolido de saber tan poco acerca de su padre. Incluso cabía la posibilidad de que no volviera jamás. Durante un viaje tan largo era casi seguro que encontraría una catedral en la que quisiera trabajar y acaso luego se instalara allí definitivamente. Al ir en busca del padre, probablemente perdería a su hijo.
—Está tan lejos —se lamentó Aliena—. Me gustaría ir en su busca,
—¿Por qué no? —replicó Ellen—. Miles de personas van allí en peregrinación ¿Acaso no puedes hacerlo tú?
—Juré a mi padre ocuparme de Richard hasta que fuera conde —le contestó Aliena—. No puedo dejarlo.
Ellen se mostró escéptica.
—¿Cómo te imaginas que lo haces ahora mismo? —le preguntó—. No tenéis un céntimo y William es el nuevo conde. Richard ha perdido toda posibilidad de recuperar el Condado. Le ayudas tan poco en Kingsbridge como si estuvieras en Compostela. Has consagrado tu vida a ese estúpido juramento. Pero ahora ya no puedes hacer nada más. No veo por qué motivo habrías de merecer los reproches de tu padre. Si quieres mi opinión, el mayor favor que podrías hacer a Richard sería el de apartarte de él por un tiempo, y darle la oportunidad de que aprenda a ser independiente.
Aliena se dijo que todo aquello era verdad, que de momento no podía prestar ayuda alguna a su hermano, tanto si se quedaba en Kingsbridge como si no ¿Sería posible que ya estuviera libre? ¿Libre para ir en busca de Jack? Sólo de pensarlo el corazón le latía con fuerza.
—Pero no tengo dinero para ir de peregrinación —objetó.
—¿Qué ha sido de aquel enorme caballo de guerra?
—Aún lo tenemos.
—Véndelo.
—No podría. Es de Richard.
—¡Por Dios Santo! ¿Quién demonios lo compró? —preguntó Ellen enfadada—. ¿Realizó Richard durante años un duro trabajo para establecer un negocio de lanas? ¿Acaso Richard negoció con los codiciosos campesinos y los ladinos compradores flamencos? ¿Compró Richard la lana y la almacenó, y estableció un puesto de mercado y la vendió? ¡No me digas que el caballo es de Richard!
—Se pondrá tan furioso...
—Estupendo. Esperemos que se ponga lo bastante furioso que se sienta impulsado a trabajar por primera vez en su vida.
Aliena abrió la boca para hablar, pero en seguida volvió a cerrarla.
Ellen tenía razón. Richard siempre había contado con ella para todo.
Mientras su hermano había estado luchando por recuperar su patrimonio, Aliena se había sentido obligada a mantenerle. Pero ya había dejado de luchar. Por lo tanto no tenía derecho a exigirle nada. Ella fue quien compró el condenado caballo y por lo tanto podía venderlo.
Se imaginó encontrándose de nuevo con Jack. Veía ya su cara sonriéndole. Se besarían. Experimentó un estremecimiento de placer en la espalda. Y sintió que empezaba a sentir humedad en aquella parte con sólo pensar en ello. Eso le hizo sentirse incómoda.
—Claro que viajar resulta arriesgado —reconoció Ellen.
Aliena sonrió.
—Eso es algo que no me preocupa lo más mínimo. He estado viajando desde que tenía diecisiete años. Puedo cuidar de mí.
—Como quiera que sea, habrá centenares de personas en el camino a Compostela. Puedes unirte a un grupo grande de peregrinos. No tienes por qué viajar sola.
Aliena suspiró.
—Verás. Si no tuviera el bebé creo que lo haría.
—Por él precisamente debes hacerlo —le aconsejó Ellen—. Necesita un padre.
Aliena no lo había considerado desde aquel punto de vista. Sólo había pensado en el viaje de una forma egoísta. En aquel momento comprendió que el niño necesitaba a Jack tanto como ella. En su obsesión por el cuidado cotidiano de la criatura no había pensado en su futuro. De súbito le pareció terriblemente injusto que el niño creciera sin conocer al genio único, adorable y deslumbrador que era su padre.
Se dio cuenta de que se estaba convenciendo a sí misma de hacer el viaje y sintió un ramalazo de aprensión.
Entonces surgió una dificultad.
—No puedo llevarme el bebé a Compostela.
Ellen se encogió de hombros.
—No encontrará diferencia alguna entre España e Inglaterra. Pero no es forzoso que te lo lleves.
—¿Qué otra cosa puedo hacer?
—Déjalo conmigo. Lo alimentaré con leche de cabra y miel silvestre.
Aliena negó con la cabeza.
—No soportaría estar separada de él. Lo quiero demasiado.
—Si tanto lo quieres, ve y encuentra a su padre —le dijo Ellen.
Aliena halló un barco en Wareham. Cuando de jovencita navegaba para ir a Francia con su padre, lo hacían en uno de los barcos de guerra normandos. Eran unas embarcaciones largas y estrechas cuyos costados se curvaban hasta formar una punta alta y aguda a babor y estribor. Llevaban hileras de remeros a cada lado y una vela de cuero cuadrada. En esta ocasión, el barco que había de llevarla a Normandía era similar a aquellos barcos de guerra, pero más ancho en el centro y más profundo para poder contener la carga; procedía de Burdeos, y Aliena había visto a los marineros descalzos descargar grandes toneles de vino destinados a las bodegas de las gentes acaudaladas.
Sabía que tenía que dejar a su bebé, pero ello le partía el corazón. Cada vez que lo miraba, se repetía todos los argumentos y acababa decidiendo una vez más que debía irse. Pese a todo, no quería separarse del niño.
Ellen había ido a Wareham con ella allí. Aliena se reunió con dos monjes de la abadía de Glastonbury que iban a visitar su propiedad en Normandía. En el barco iban otros tres pasajeros. Un joven escudero que había pasado cuatro años con un pariente inglés y regresaba a Toulouse con sus padres, y dos jóvenes albañiles que habían oído decir que los salarios eran más altos y las jóvenes más bonitas al otro lado de las aguas. La mañana que tenían que zarpar, todos ellos esperaron en la cervecería mientras la tripulación cargaba en el barco pesados lingotes de estaño de Cornualles. Los albañiles bebieron varias jarras de cerveza, pero no parecían embriagados. Aliena abrazaba al niño y lloraba en silencio.
Por último, el barco se dispuso a zarpar. La yegua negra y robusta que Aliena compró en Shiring jamás había visto el mar y se negaba a subir por la plancha. El escudero y los albañiles aportaron su colaboración entusiasta y finalmente el caballo subió a bordo.
Las lágrimas cegaban a Aliena cuando entregó el bebé a Ellen.
—No puedes hacer esto. Me equivoqué al sugerírtelo —dijo al tiempo que cogía al chiquillo.
Arreció el llanto de Aliena.
—Pero está Jack —dijo sollozando—. No puedo vivir sin Jack. Sé que no puedo. Tengo que buscarlo.
—Sí, claro —se mostró de acuerdo Ellen—. No quiero decirte que renuncies al viaje. Pero no puedes dejar detrás de ti al niño. Llévatelo contigo.
Aliena se sintió embargada por la gratitud y siguió llorando sin cesar.
—¿Crees que estará bien?
—Durante todo el camino hasta aquí se ha sentido feliz cabalgando contigo. El resto del viaje será por el estilo. Y desde luego no le gusta demasiado la leche de cabra.
—Vamos, señoras. La marea está subiendo —les dijo el capitán del barco.
Aliena cogió de nuevo al bebé y besó a Ellen.
—Gracias. Soy tan feliz.
—Buena suerte.
Aliena dio media vuelta y subió corriendo por la plancha hasta el barco.
Se hicieron a la mar de inmediato; siguió saludando a Ellen con la mano, hasta que sólo fue un punto sobre el muelle. Cuando salieron de Poole Harbour empezó a llover. Arriba no había dónde refugiarse, por lo que Aliena se sentó en el fondo con los caballos y el cargamento. La cubierta parcial, sobre la que se sentaban los remeros, y que estaba por encima de su cabeza, no llegaba a protegerle del todo del mal tiempo, pero pudo mantener seco al niño envuelto en su capa; parecía como si el vaivén del barco le gustara porque se quedó dormido. Al caer las sombras y echar anclas el barco, Aliena se unió a los monjes en sus oraciones. Luego, dormitó inquieta, manteniéndose sentada y erguida con el bebé en brazos.
Al día siguiente, desembarcaron en Barfleur, y Aliena encontró hospedaje en la ciudad más cercana, Cherburgo. Pasó otro día recorriendo la ciudad, hablando con posaderos y constructores, preguntándoles si habían visto a un joven albañil inglés con el pelo de un rojo llameante. Nadie lo recordaba. Había montones de normandos pelirrojos y por ello tal vez no les llamara la atención. O acaso hubiera embarcado en otro puerto.
Pensándolo bien, Aliena no esperaba encontrar tan pronto el rastro de Jack, aunque de todos modos se sintió descorazonada. Al día siguiente, se puso en marcha, dirigiéndose hacia el sur. Viajó con un vendedor de cuchillos, su gorda y alegre mujer y sus cuatro hijos. Avanzaban muy despacio y Aliena estaba contenta de que mantuvieran aquel ritmo, sin llegar a cansar al caballo, que habría de llevarla durante un largo camino. A pesar de la protección que le proporcionaba viajar con una familia, seguía llevando bajo su manga izquierda, siempre dispuesta, la larga y afilada daga. No parecía adinerada, su indumentaria era caliente, pero no primorosa, y el caballo daba la impresión de fuerza aunque no de brío. Tenía buen cuidado de mantener a mano algunas monedas, sin mostrar nunca el pesado cinturón con dinero que llevaba sujeto a la cintura debajo de la túnica. Amamantaba al bebé con discreción, sin permitir que hombres extraños le vieran el pecho.
Aquella noche recibió una inmensa dosis de optimismo gracias a un golpe de suerte. Se detuvieron en una pequeña aldea llamada Lessay y en ella Aliena encontró a un monje que recordaba con toda claridad a un joven albañil inglés que se había mostrado fascinado ante el nuevo y revolucionario castillaje de la bóveda en la iglesia abadía. Aliena no cabía en sí de gozo. El monje recordaba incluso que Jack había dicho que había desembarcado en Honfleur, lo que explicaba que en Cherburgo no se encontrara rastro de él. A pesar de que eso ocurrió hacía ya un año, el monje hablaba con agrado de Jack, y era evidente que su personalidad le había resultado muy simpática. Aliena estaba emocionada por estar hablando con alguien que le había visto. Aquello le confirmaba que se encontraba en el buen camino.
Finalmente se separó del monje y se echó a dormir sobre el suelo de la casa de huéspedes de la abadía. Antes de quedarse dormida, abrazó con fuerza al bebé.
—Vamos a encontrar a tu padre —le susurró junto a la diminuta y rosada oreja.
En Tours el bebé cayó enfermo.
La ciudad era rica, sucia y se hallaba atestada de gente. Las ratas corrían en gran número por los inmensos almacenes de grano junto al río Loira. Estaba llena de peregrinos. Tours era un punto de salida tradicional para peregrinar a Compostela. Y además se avecinaba la fiesta de San Martín, primer obispo de Tours, y muchos habían acudido a la iglesia de la abadía para visitar su tumba. San Martín era famoso por haber cortado su capa en dos para dar la mitad a un mendigo desnudo. Con motivo de esa fiesta, las posadas y casas de huéspedes de Tours se encontraban abarrotadas. Aliena se vio obligada a aceptar lo que a duras penas pudo encontrar y se quedó en una pobre taberna junto a los muelles, dirigida por dos hermanas que eran demasiado viejas y frágiles para mantener el lugar limpio.
Al principio Aliena no pasó mucho tiempo en su alojamiento. Con el niño en brazos recorrió las calles preguntando por Jack. Pronto se dio cuenta de que la ciudad desbordaba en todo momento de gente, por lo que los posaderos ni siquiera podían recordar a los huéspedes de la penúltima semana, así que no valía la pena preguntar por alguien que acaso pasó por allí hacía ya un año. Pese a todo, se detenía en cada uno de los enclaves de las construcciones para preguntar si habían empleado a un joven albañil inglés pelirrojo de nombre Jack. Nadie lo había contratado.
Aliena estaba decepcionada. No había sabido nada de él desde Lessay. Si hubiera seguido adelante con su plan de ir a Compostela, casi con toda certeza hubiera acudido a Tours. Empezó a temer que hubiera cambiado de idea.
Al igual que todo el mundo, fue a la iglesia de San Martín. Y allí vio a un equipo de obreros ocupado en un intensivo trabajo de reparaciones.
Buscó al maestro de obras, un hombre pequeño y de mal genio que empezaba a quedarse calvo, y le preguntó si había trabajado para él un albañil inglés.
—Jamás empleo ingleses —dijo el hombre con brusquedad antes de que Aliena hubiera terminado de hablar—. Los albañiles ingleses no sirven para nada.
—Éste es muy bueno —aseguró Aliena—. Y habla bien francés, así que tal vez no te dieras cuenta de que es inglés. Es pelirrojo.
—No, nunca lo he visto —afirmó sin contemplaciones el maestro al tiempo que daba media vuelta.
Aliena regresó a su alojamiento bastante deprimida. No era en modo alguno alentador recibir un trato grosero sin motivo alguno. Aquella noche, sufrió trastornos de vientre y no pegó ojo. Al día siguiente, se encontró demasiado enferma para salir a la calle y pasó todo el día en la taberna, tumbada en la cama. Por la ventana, entraba la peste del río y, de abajo, le llegaban los desagradables olores de vino derramado y aceite de oliva. A la mañana siguiente el bebé se despertó enfermo.
La despertó su llanto. No era la rabieta habitual, vigorosa y exigente, sino un lloriqueo débil y lastimero. Sufría los mismos trastornos de vientre que ella; pero además estaba febril. Tenía cerrados con fuerza sus ojos azules, siempre tan vivos y despiertos y las diminutas manos apretadas. Su carita estaba enrojecida y moteada.