Estaba seguro de que Waleran le devolvía con creces esos sentimientos, pues nunca era capaz de disimular del todo el disgusto que sentía ante la presencia de William. Se sentó erguido cruzándose de brazos, los labios un poco fruncidos y con un asomo de ceño. En conjunto, como si estuviera sufriendo un principio de indigestión.
Hablaron de la guerra durante un rato. Fue una conversación afectada e incómoda, y William se sintió aliviado al interrumpirles un mensajero con una carta escrita sobre un rollo de pergamino y sellado con cera. Waleran envió al mensajero a la colina para que le dieran de comer. No abrió la carta.
William aprovechó la oportunidad para cambiar de tema.
—No he venido para intercambiar noticias sobre batallas. Acudí para deciros que ya se me ha acabado la paciencia.
Waleran enarcó las cejas pero no dijo palabra. El silencio era su respuesta a las cuestiones desagradables.
William siguió adelante.
—Hace casi tres años que murió mi padre. Pero el rey Stephen aún no me ha confirmado como conde. Es un verdadero ultraje.
—Estoy de acuerdo por completo —asintió con languidez Waleran.
Manoseó su carta, examinando el sello y jugueteando con la cinta.
—Eso está bien, porque vais a tener que hacer algo al respecto —machacó William.
—Yo no puedo nombrarte conde, mi querido William.
William sabía de antemano que Waleran adoptaría aquella actitud y no estaba dispuesto a aceptarla.
—El hermano del rey os presta oído.
—¿Pero qué podría decirle? ¿Qué William Hamleigh sirve bien al rey? Si es así, el rey ya lo sabe; y, si no es verdad, lo sabe también.
William era incapaz de igualar la lógica de Waleran, de manera que se limitó a ignorar sus argumentos.
—Me lo debéis, Waleran Bigod.
El obispo pareció experimentar una leve irritación. Apuntó a William con la carta.
—Yo no te debo nada. Siempre has actuado para lograr tus propios fines, incluso cuando hacías lo que yo quería. Entre nosotros no existe deuda de gratitud alguna.
—Te lo repito, no esperaré por más tiempo.
—¿Qué harás? —le preguntó con un atisbo de desdén.
—Bien. Primero iré yo mismo a ver al obispo Henry.
—¿Y luego?
—Le diré que habéis mostrado oídos sordos a mis súplicas y que, en consecuencia, cambiaré de lado y prestaré mi lealtad a la emperatriz Maud.
William observó satisfecho el cambio de expresión de Waleran. Se había quedado algo más pálido y parecía un tanto sorprendido.
—¿Cambiarías de nuevo? —preguntó Waleran escéptico.
—Sólo una vez más es igual —respondió William resuelto.
La indiferencia arrogante de Waleran se alteró, aunque de forma muy leve. La carrera de Waleran se había visto beneficiadísima por su habilidad para hacer pasar a William y sus caballeros a la parte combatiente hacia la que se inclinaba en aquel momento el obispo Henry. Sería para él un duro golpe que, de repente, William se volviese indiferente; aunque no un golpe fatal y decisivo. William observaba el rostro de Waleran mientras ponderaba su amenaza. William podía leer en la mente del otro hombre. Estaba pensando que quería conservar la lealtad de William pero, al propio tiempo, se preguntaba cuánto debería arriesgar para obtenerla.
A fin de ganar tiempo, Waleran rompió el sello de su carta y la desenrolló. Mientras leía, sus mejillas, de un blanco semejante al vientre de los peces, empezaron a enrojecer levemente por la ira.
—¡Maldito sea ese hombre! —silbó entre dientes.
—¿Qué pasa? —preguntó William.
Le alargó la carta.
William la cogió y empezó a descifrarla: "Al... obispo... más... santo... y amable..."
Waleran la cogió de nuevo, impaciente ante tan lenta lectura.
—Es del prior Philip —dijo—. Me informa que el presbiterio de la catedral estará acabado para Pascua de Pentecostés y tiene la desfachatez de suplicarme que sea yo quien celebre el oficio sagrado.
—¿Cómo se las ha arreglado? —inquirió William sorprendido—. Creí que había despedido a la mitad de sus albañiles.
Waleran meneó la cabeza.
—Pase lo que pase, siempre parece rebrotar —dirigió a William una mirada calculadora—. Claro que él te aborrece. Cree que eres la propia encarnación del diablo.
William se preguntó qué estaría tramando la mente tortuosa de Waleran.
—¿Y eso qué tiene que ver? —preguntó.
—Para Philip sería un rudo golpe si en Pentecostés fueras confirmado conde.
—Vos no haríais eso por mí; pero sí por el rencor que sentís hacia Philip —refunfuñó William.
No obstante, en el fondo, se sentía esperanzado.
—Yo no puedo hacerlo en modo alguno —aseguró Waleran—. Pero hablaré con el obispo Henry.
Levantó la vista, expectante, hacia su interlocutor. William vaciló un instante.
—Gracias —farfulló al fin reacio.
Aquel año, la primavera fue fría y tristona, y llovía en la mañana de Pentecostés. Por la noche, Aliena se había despertado con un dolor de espalda que todavía seguía molestándola de cuando en cuando de un modo lacerante. Antes de acudir a la iglesia, se sentó en la cocina fría y estuvo trenzándole el pelo a Martha, mientras Alfred despachaba un copioso desayuno con pan blanco, queso tierno y cerveza fuerte. Una agudísima punzada le hizo pararse y ponerse en pie un instante con una mueca de dolor.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Martha al darse cuenta.
—Dolor de espalda —se limitó a contestar Aliena.
No quería hablar de ello porque, con toda seguridad, aquel dolor se debía a que dormía en el suelo en aquella habitación trasera con tantas corrientes, circunstancia que todo el mundo ignoraba, incluso Martha, la cual se levantó y cogió una piedra caliente del fuego. Aliena se sentó. Martha envolvió la piedra en un trozo de cuero viejo y chamuscado y la mantuvo sujeta contra la espalda de Aliena, lo cual proporcionó a ésta un inmediato alivio. Martha empezó a trenzar el pelo de Aliena, que ya le había crecido desde que se le quemó y era de nuevo una masa alborotada de bucles oscuros. Aliena se sintió tranquilizada.
Desde que Ellen se fue, Martha y ella habían intimado muchísimo. La pobre chica había perdido a su madre y luego a su hermanastro. Aliena se consideraba a sí misma una pobre sustituta de madre. Además, sólo tenía diez años más que Martha. Y, aunque pareciese extraño, la persona que ésta echaba más en falta era a su hermanastro Jack.
De una manera o de otra, todo el mundo echaba de menos a Jack.
Aliena se preguntaba dónde estaría. Tal vez se encontrara cerca, trabajando en una catedral, en Gloucester o Salisbury. Pero lo más probable era que se hubiera ido a Normandía. Aunque bien podía estar mucho más lejos, en París, Roma, Jerusalén o Egipto. Recordando las historias que los peregrinos contaban sobre aquellos lugares remotos, se imaginaba a Jack en un inmenso desierto de arena, tallando piedras para una fortaleza sarracena bajo un sol cegador.
¿Pensaría en ella en esos momentos?
El hilo de sus evocaciones quedó interrumpido por el ruido de cascos que llegaba de afuera, y un momento después entraba su hermano llevando al caballo de la brida. Jinete y montura estaban empapados y llenos de barro. Aliena retiró agua caliente del fuego para que se lavara las manos y la cara, y Martha condujo al animal al patio de atrás. Aliena puso sobre la mesa de la cocina pan y carne fría y le escanció cerveza en una jarra.
—¿Qué noticias hay de la guerra? —preguntó Alfred.
Richard se secó las manos con un paño y se sentó, disponiéndose a desayunar.
—Nos derrotaron en Wilten —dijo.
—¿Capturaron a Stephen?
—No, escapó al igual que lo hizo Maud en Oxford. Ahora Stephen está en Winchester y Maud se encuentra en Bristol. Los dos se lamen las heridas y consolidan sus posiciones en las zonas que controlan.
Aliena pensaba que las noticias siempre parecían las mismas. Una de las partes, o ambas, había ganado una pequeña victoria o sufrido una pequeña derrota, pero nunca aparecían perspectivas de que la guerra fuese a terminar.
—Te estás poniendo gorda —dijo Richard mirando a su hermana.
Esta asintió sin decir palabras. Estaba ya de ocho meses pero nadie lo sabía. Gracias al cielo el tiempo había sido frío, por lo que le fue posible seguir llevando muchos ropones sueltos de invierno que ocultaban su silueta. Dentro de unas semanas, el bebé habría nacido y todo saldría a la luz. Seguía sin tener la más mínima idea de lo que iba a hacer llegado el momento.
Repicó la campana llamando a misa a los fieles. Alfred se calzó las botas y miró expectante a Aliena.
—Me parece que no voy a ir —dijo ella—: Me siento fatal.
Alfred se encogió de hombros indiferente y se volvió hacia Richard.
—Tú deberías venir, Richard. Hoy estará allí todo el mundo. Se celebra el primer oficio sagrado en la nueva iglesia.
Richard se mostró sorprendido.
—¿La habéis cubierto ya? Creí que eso se iba a llevar todo el resto del año.
—Nos apresuramos, eso es todo. El prior Philip ofreció a los hombres el salario extra de una semana si estaba terminado para hoy. Es asombroso lo deprisa que trabajaron. Aun así, acabamos de concluirlo. Esta mañana pusimos la cimbra.
—Tengo que ver eso.
Se metió el resto de la carne y el pan en la boca y se puso en pie.
—¿Quieres que me quede contigo? —preguntó Martha a Aliena.
—No, gracias. Estoy bien. Tú vete. Yo me echaré un rato.
Los tres se pusieron las capas y salieron. Aliena entró en la habitación trasera, llevando consigo la piedra caliente con su envoltura de cuero. Se tumbó en la cama de Alfred con la piedra debajo de la espalda. Desde su matrimonio, se sentía terriblemente aletargada.
Antes, había dirigido una casa y además, fue la comerciante de lana más ocupada de todo el Condado. Pero ahora le costaba incluso dirigir la casa de Alfred, a pesar de no tener ninguna otra cosa que hacer.
Siguió durante un rato acostada allí, compadeciéndose de sí misma y deseando quedarse dormida. De repente, sintió correr por la parte interior del muslo un chorrito de agua tibia. Aquello la sobresaltó. Era como si estuviera orinando, pero no lo hacía. Un momento después, el chorrito se convirtió en una cascada. Se incorporó rápida.
Sabía lo que ello significaba. Había roto aguas. La criatura llegaba.
Se sintió atemorizada. Llamó a voces a su vecina.
—¡Mildred! ¡Ven aquí, Mildred!
Pero entonces recordó que aquel día nadie se había quedado en casa. Todos habían ido a la iglesia.
Se había reducido ya el flujo del líquido; pero la cama de Alfred estaba empapada. Se pondría furioso, se dijo temerosa. Pero luego recordó que, como quiera que fuese, se pondría furioso porque sabría que la criatura no era suya.
¿Qué voy a hacer, Dios mío?
, se dijo Aliena.
Volvió a sentir el dolor en la espalda y entonces comprendió que debía de tratarse de lo que llamaban dolores de parto. Se olvidó por completo de Alfred. Iba a dar a luz. Estaba demasiado asustada al pensar que iba a pasar por ello completamente sola. Quería que alguien le ayudara. Decidió ir a la iglesia.
Sacó las piernas de la cama. Sintió otro espasmo y se detuvo con el rostro contraído por el dolor. Hasta que pasó. Entonces salió de la cama y abandonó la casa.
Su mente era un torbellino mientras avanzaba vacilante por la embarrada calle. Al llegar a la puerta del priorato, le volvieron los dolores y hubo de recostarse contra el muro y apretar los dientes hasta que hubieron pasado. Entonces entró en el recinto del priorato. La mayoría de los ciudadanos de la localidad se agolpaban en el pasillo de la nave central y en los de las dos naves laterales. El altar se encontraba en el extremo más alejado. La nueva iglesia tenía un aspecto peculiar. El techo redondeado de piedra habría de tener sobre él, finalmente, un tejado de madera triangular, pero, en aquellos momentos, parecía desprotegido, como un hombre calvo sin sombrero. Los fieles se encontraban en pie, de espaldas a Aliena. Mientras avanzaba con paso vacilante por la catedral, el obispo Waleran Bigod se puso en pie para tomar la palabra. Como en una pesadilla Aliena vio que William Hamleigh se encontraba en pie junto a él. Las palabras del obispo llegaron hasta ella penetrando a través de su aturdimiento.
—Es para mí motivo de inmenso orgullo y placer deciros que nuestro señor, el rey Stephen, ha confirmado a Lord William como conde de Kingsbridge.
A pesar de su dolor y su miedo, Aliena escuchó aquello horrorizada. Durante seis años, desde aquel espantoso día en que vieron a su padre en la prisión de Winchester, ella había dedicado toda su vida a recuperar la propiedad familiar. Junto con Richard habían sobrevivido a ladrones y violadores, a incendios y guerra civil. En varias ocasiones pareció que tenían el premio al alcance de la mano. Pero ahora ya lo habían perdido.
Hubo un murmullo iracundo entre los allí congregados. Todos ellos habían sufrido a manos de William, y todavía abrigaban temor hacia él. No se sentían en modo alguno felices al verle honrado por el rey que se suponía que tenía que protegerlos. Aliena miró en derredor buscando a Richard, para ver cómo encajaba aquel golpe final. Pero le fue imposible localizarle.
El prior Philip se puso en pie con el rostro ensombrecido y empezó a cantar el himno. Los fieles le siguieron con desgana. Aliena se apoyó contra una columna al sufrir de una nueva contracción. Se encontraba al fondo de la multitud y nadie paró mientes en ella. En cierto modo, aquella mala noticia la calmó.
Sencillamente voy a tener un hijo
, se dijo,
es algo que pasa todos los días. Sólo necesito encontrar a Martha o a Richard, y ellos se ocuparán de lo que haga falta
.
Una vez que le hubo pasado el dolor, se abrió camino entre los fieles buscando a Martha. En el pasillo de la nave lateral septentrional había un grupo de mujeres, y Aliena se dirigió hacia ellas. La gente la miraba con curiosidad. Pero, en aquel momento, otra cosa distrajo su atención. Un ruido extraño, como si algo retumbase. En un principio apenas se oyó debido al cántico, pero éste calló en seguida al ir adquiriendo más fuerza el sonido retumbante.
Aliena llegó adonde estaban las mujeres en grupo. Miraban ansiosas en derredor, buscando el origen del ruido.
—¿Habéis visto a mi cuñada Martha? —preguntó a una de ellas, poniéndole la mano en el hombro.