—Te tomo a ti, Alfred, hijo de Tom Builder, como esposo, y juro guardarte siempre fidelidad.
Una vez dicho aquello, Aliena sintió ganas de llorar.
A continuación, fue Alfred quien hizo su voto. Mientras hablaba, hubo una oleada de murmullos al fondo de la concurrencia y una o dos personas miraron hacia atrás. Aliena se encontró con la mirada de Martha.
—Es Ellen —musitó ésta.
El sacerdote frunció el ceño molesto por aquella interrupción.
—Alfred y Aliena están ahora casados a los ojos de Dios y que la bendición... —empezó a decir.
No llegó a terminar la frase. Una voz se alzó detrás de Aliena.
—¡Maldigo esta boda!
Era Ellen.
Una exclamación horrorizada se alzó entre los congregados.
—Y que la bendición... —repitió el sacerdote intentando proseguir.
Luego calló, quedándose pálido e hizo la señal de la cruz.
Aliena se volvió. Ellen estaba en pie detrás de ella. La multitud retrocedió para dejarle paso. Ellen sostenía un gallo vivo en una mano y un largo cuchillo en la otra. El cuchillo estaba ensangrentado y del corte inferido en el cuello del animal brotaba la sangre.
—Maldigo este matrimonio con penas —siguió diciendo y sus palabras helaron la sangre de Aliena—. Maldigo este matrimonio con esterilidad —dijo—. Lo maldigo con amargura, odio, desolación y pesadumbres. Lo maldigo con impotencia.
Al pronunciar la palabra impotencia lanzó al aire el gallo ensangrentado. Varias personas chillaron al tiempo que retrocedían. Aliena permanecía inmóvil, como si hubiera echado raíces. El gallo voló por los aires, salpicándolo todo de sangre y cayó sobre Alfred. Éste, aterrado, retrocedió de un salto. Aquel espantoso objeto aleteó en el suelo todavía sangrando.
Cuando la gente se recuperó y miró en derredor, Ellen había desaparecido.
Martha había puesto sabanas de hilo limpias y una manta de lana nueva en el lecho, el gran lecho de plumas que perteneció a Ellen y Tom y que, en adelante, sería de Alfred y Aliena. Desde la ceremonia no se volvió a ver a Ellen. El festín había resultado más bien tranquilo, semejante a una excursión en un día frío, con todo el mundo cariacontecido, comiendo y bebiendo de forma maquinal porque no podían hacer otra cosa. Con la puesta de sol, se fueron los invitados, sin ninguna de las habituales y zafias bromas sobre la noche de bodas. Martha se había acostado ya en su pequeña cama, en la otra habitación; y Richard había vuelto a la pequeña casa de Aliena que en adelante sería la suya.
Alfred dijo que el verano próximo construiría para ellos una casa de piedra. Durante toda la comida, había estado fanfarroneando acerca de ello con Richard.
—Tendrá un dormitorio, un salón y una cripta —había dicho—. Cuando la mujer de John Silversmith la vea, deseará una igual. Muy pronto todos los hombres prósperos de la ciudad querrán una casa de piedra.
—¿Tienes hecho algún boceto? —le preguntó Richard.
Aliena detectó una nota de escepticismo en su voz, aun cuando nadie pareció darse cuenta.
—Tengo algunos dibujos viejos de mi padre, hechos en tinta sobre vitela. Uno de ellos es la casa que estábamos construyendo para Aliena y William Hamleigh hace ya tantos años. Me basaré en ese boceto.
Aliena se apartó de ellos muy fastidiada. ¿Cómo era posible que alguien fuera tan burdo que mencionara aquello en el día de su boda?
Durante toda la tarde, Alfred se había mostrado jactancioso, sirviendo vino, contando chistes e intercambiando guiños socarrones con sus compañeros de trabajo. Parecía feliz. En aquel momento se encontraba sentado en el borde de la cama quitándose las botas. Aliena se despojó de las cintas del pelo. No sabía qué pensar de la maldición de Ellen. La había sobresaltado y no tenía idea de lo que bullía en la mente de aquella mujer. Pero, de cualquier modo, no estaba aterrada como sucedía a la mayoría de la gente.
No podía decirse lo mismo de Alfred. Cuando el gallo ensangrentado cayó sobre él, empezó casi a desvariar. Richard tuvo que sacudirlo para hacerle recobrar la razón, agarrándole de la túnica y zarandeándole de atrás hacia delante. Sin embargo, consiguió sobreponerse con bastante rapidez y, desde entonces, el único indicio de su terror habían sido sus incesantes palmadas a diestra y siniestra y los largos tragos de cerveza.
Aliena sentía una extraña tranquilidad. No disfrutaba con lo que estaba a punto de hacer; pero al menos no la obligaban y, aunque sin duda iba a ser bastante desagradable, no la humillarían. Habría sólo un hombre y nadie más estaría mirando.
Se quitó el traje.
—Por Cristo que es una daga bien larga —dijo Alfred.
Aliena deshizo la banda que se la sujetaba al antebrazo izquierdo, y luego se metió en la cama con la camisola puesta.
Alfred logró al fin quitarse las botas. Se despojó también de sus calzas y se puso en pie. La miró lascivo.
—Quítate la ropa interior —le dijo—. Tengo derecho a ver las tetas de mi mujer.
Aliena vaciló. En cierto modo se sentía reacia a quedarse desnuda, pero sería estúpido negarse a lo primero que pedía. Se sentó, obediente y se sacó la camisola por la cabeza, esforzándose por olvidar cuán diferente se había sentido al hacer lo mismo aquella misma mañana para Jack.
—Qué par de bellezas —exclamó Alfred.
Se acercó y, en pie junto a la cama, le cogió el seno derecho. Tenía las manazas ásperas y las uñas sucias. Apretó con demasiada fuerza lo que hizo a Aliena dar un respingo. Él se echó a reír y la soltó. Retrocedió, se quitó la túnica y la colgó en una percha. Luego se acercó de nuevo a la cama y apartó la sabana que cubría a Aliena. Ella tragó con dificultad. De aquella manera, desnuda ante sus ojos, se sentía vulnerable.
—Por el cielo que ésta tiene buen vello —alargó el brazo y la palpó entre las piernas. Aliena se puso rígida y luego, obligándose a tranquilizarse apartó los muslos—. Buena chica —dijo él al tiempo que metía un dedo dentro de ella.
Aliena no podía comprenderlo. Aquella misma mañana con Jack estaba húmeda y resbaladiza. Alfred gruñó y forzó más hondo el dedo.
Aliena tenía ganas de llorar. Sabía de antemano que no iba a disfrutar, pero no esperaba que él se mostrara tan insensible. Ni siquiera la había besado todavía.
No me quiere
, se dijo,
creo que ni siquiera le gusto. Soy una hermosa yegua joven sobre la que está a punto de cabalgar
. De hecho solía tratar a su caballo mejor, le daba palmadas y le acariciaba para que se acostumbrara a él y le hablaba en tono cariñoso para calmarlo. Aliena luchó por contener las lágrimas.
Soy yo quien aceptó esto
, se dijo,
nadie me obligaba a casarme con él, así que ahora he de soportarlo.
—Seca como un sarmiento —farfulló Alfred.
—Lo siento —musitó la joven.
Alfred apartó la mano, escupió dos veces en ella y la frotó entre las piernas de Aliena. Parecía una actitud espantosamente desdeñosa.
Aliena se mordió el labio y apartó la vista.
Él le separó los muslos; ella cerró los ojos y luego los abrió obligándose a mirarle mientras pensaba:
Acostúmbrate a esto; vas a estar haciéndolo durante el resto de tu vida.
Él se metió en la cama y se arrodilló entre las piernas de ella. Pareció fruncir el ceño. Le puso una mano entre los muslos obligándola a abrirse y metió la otra mano debajo de su propia camisa. Aliena podía ver la mano moviéndose debajo del tejido. El ceño de él se hizo más profundo.
—Santo cielo —farfulló—. Tienes tan poca vitalidad que me corta. Es como estar con un cadáver.
Era injusto que la culpara a ella.
—¡No sé lo que se espera que haga! —manifestó llorosa.
—Algunas chicas disfrutan con ello —replicó él.
¡Disfrutar!,
se dijo Aliena.
¡Imposible!
Pero entonces recordó cómo aquella misma mañana había gemido y gritado de puro deleite. Parecía no existir relación alguna entre lo que hizo por la mañana y lo que estaba haciendo en aquellos momentos. Era una locura. Se incorporó y se sentó en la cama. Alfred se estaba frotando debajo de la camisa.
—Déjame a mí —le dijo Aliena al tiempo que deslizaba la mano entre las piernas de él.
La encontró laxa y sin vitalidad. No estaba segura de lo que tenía que hacer con ella. La apretó suavemente; luego, la frotó con las yemas de los dedos. Le miró a la cara espiando su reacción. Sólo parecía enfadado. Aliena prosiguió sin el menor resultado.
—Hazlo más fuerte —le dijo Alfred.
Empezó a frotarla con vigor. Seguía blanda, pero él movía las caderas como si estuviera disfrutando con ello. Animada, empezó a friccionar con más fuerza todavía. De repente Alfred gritó de dolor y se apartó.
—¡Vaca estúpida! —le gritó al tiempo que le daba una bofetada con el revés de la mano, con tal fuerza que la hizo caer de lado
Quedó tumbada en la cama gimiendo por el dolor y el miedo.
—¡No sirves para nada! ¡Estás maldita! —gritó él furioso.
—¡Lo he hecho lo mejor que he podido!
—Tienes un coño insensible.
Escupió, la cogió por los brazos, la levantó en alto y la echó de la cama. Aliena cayó al suelo sobre la paja.
—Esa bruja de Ellen es la culpable de esto —dijo—. Siempre me ha odiado.
Aliena rodó y luego, arrodillándose en el suelo, se quedó mirándolo. No parecía que fuera a golpearla de nuevo. Ya no estaba enfurecido, sólo amargado.
—Puedes quedarte ahí —le dijo—. No me sirves como mujer, así que debes quedarte fuera de mi cama. Puedes ser como un perro y dormir en el suelo. —calló un instante—. ¡No puedo soportar que me mires! —gritó con una nota de pánico en la voz. Dirigió la vista en derredor en busca de la vela y, en cuanto la encontró, la apagó de un manotazo, a continuación de lo cual cayó al suelo.
Aliena permaneció inmóvil en la oscuridad. Oyó a Alfred acostarse sobre el colchón de plumas, cubrirse con la manta y arreglarse las almohadas. Ella no se atrevía ni a respirar. Alfred siguió despierto durante mucho tiempo, moviéndose inquieto y dando vueltas en la cama, pero no se levantó y tampoco habló con ella. Al fin se quedó sosegado y su respiración se hizo regular. Cuando estuvo segura de que dormía, atravesó a gatas la habitación evitando que la paja crujiera y fue hasta el rincón. Se acurrucó allí y permaneció despierta. Por último rompió a llorar. Intentó contenerse por miedo a despertarle, pero le fue imposible contener las lágrimas y empezó a sollozar calladamente. Si a Alfred le había despertado el ruido, no dio señales de ello. Aliena siguió donde estaba, tumbada en un rincón sobre la paja, llorando en silencio hasta que el sueño la rindió.
Durante todo el invierno, Aliena estuvo enferma.
Apenas dormía ninguna noche, envuelta en su capa, sobre el suelo, a los pies de la cama de Alfred y, por el día, se sentía embargada por una insuperable lasitud. A menudo tenía náuseas, por lo que comía muy poco, pese a lo cual parecía que ganaba peso. Estaba segura de que había ensanchado de pecho y caderas, y también de cintura.
A ella correspondía llevar la casa de Alfred, a pesar de que, en realidad, era Martha quien hacía la mayor parte del trabajo. Los tres formaban una lamentable familia. A Martha nunca le gustó su hermano, al cual Aliena aborrecía ya cordialmente, por lo que no era de extrañar que Alfred pasara el mayor tiempo posible fuera de la casa, trabajando durante el día y metido en la cervecería cada noche. Martha y Aliena compraban la comida y la guisaban sin entusiasmo alguno y las veladas las pasaban haciendo ropa. Aliena esperaba con ansia la primavera porque cuando la temperatura volviera a ser templada, ella podría acudir a su cañada secreta en las tardes de domingo. Allí le sería posible descansar en paz y soñar con Jack.
Entretanto, su único consuelo era Richard. Tenía un brioso corcel negro, una espada nueva y un escudero con un pony. Una vez más luchaba junto al rey Stephen, aunque con escaso entusiasmo. La guerra seguía en marcha con el nuevo año. La reina Maud había escapado de nuevo del castillo de Oxford, donde Stephen la tenía acorralada. Su hermano, Robert de Gloucester, había vuelto a tomar Wareham, de manera que la alternancia proseguía al ir ganando un poco cada una de las partes para luego perderlo. Pero Aliena continuaba cumpliendo su juramento y eso, al menos, le daba cierta satisfacción.
Con la primera semana del año, Martha empezó a sangrar por primera vez. Aliena le preparó una bebida caliente con hierbas y miel para calmarle los dolores, contestó a sus preguntas sobre esa maldición a la mujer y se fue a buscar la caja de paños que tenía para sus propias reglas. Sin embargo la caja no estaba en la casa. Cayó en la cuenta de que al casarse, no se la había traído.
Pero de eso hacía ya tres meses.
Lo que significaba que durante esos tres meses no había tenido la regla.
O sea, desde el día de su boda.
Es decir, desde que hizo el amor con Jack.
Dejó a Martha sentada junto al fuego de la cocina, tomando su bebida de miel y calentándose los pies. Atravesó la ciudad y llegó a su vieja casa. Richard no estaba en ella pero Aliena tenía una llave. No le costó encontrar la caja. Sin embargo, no se marchó en seguida. Por el contrario, se sentó junto a la fría chimenea, envuelta en la capa y sumida en sus pensamientos.
Se había casado con Alfred el día de la Sanmiguelada. Ahora ya quedaba atrás la Navidad. Eso hacía la cuarta parte de un año. Habían pasado tres lunas nuevas. Y debería haber tenido la regla tres veces.
Sin embargo, su caja de paños había estado todo ese tiempo en el estante alto junto a la piedra que Richard utilizaba para afilar los cuchillos de cocina. Y, en esos momentos, la tenía sobre el halda. Pasó el dedo por la tosca madera y lo retiró sucio. La caja estaba cubierta de polvo.
Lo peor de todo era que nunca había hecho el amor con Alfred.
Después de aquella primera noche tan espantosa, él lo había intentado de nuevo, tres veces. Una a la noche siguiente; luego, una semana después y por tercera vez al cabo de un mes, cierta noche que regresó a casa como una cuba. Pero, en las tres ocasiones, se había mostrado por completo incapaz. En un principio, Aliena le había animado por cierto sentido del deber; pero cada uno de sus fallos le enfurecía más que el anterior y Aliena llegó a sentirse asustada.
Parecía más seguro mantenerse apartada de su camino, vestir de manera poco atractiva, asegurarse de que nunca la viera desnudarse y hacer cuanto estuviera a su alcance para que la olvidara. Ahora se preguntaba si no debería haberlo intentado con más ahínco. Sin embargo, en lo más íntimo de su ser, sabía que no habría servido de nada. Era inútil. Aliena no estaba segura del motivo. Tal vez se debiera a la maldición de Ellen, o también era posible que Alfred fuera sencillamente impotente, o acaso se debiera al recuerdo de Jack. Pero de lo que sí estaba segura era de que ahora ya Alfred jamás le haría el amor.