Miró en derredor. Los supervivientes empezaban a trabajar. Muchos de ellos que encontraron refugio en el extremo oriental que permanecía intacto, habían seguido a Philip a través de los escombros y comenzaban ya a retirar los cuerpos. Algún que otro herido que sólo quedó conmocionado o aturdido se ponía ya en pie sin ayuda.
Philip vio a una anciana, sentada en el suelo con aire desconcertado. La reconoció como Maud Silver, la mujer del orfebre. Le ayudó a levantarse y la llevó lejos del lugar del siniestro.
—¿Qué ha pasado? —preguntó ella sin mirarle—. No sé lo que ha ocurrido.
—Yo tampoco, Maud —respondió Philip. Al volverse para ayudar a otra persona, le vinieron a la mente las palabras del obispo Waleran: ¡Éste es el resultado de tu condenada arrogancia, Philip! Aquella acusación le hirió en lo vivo porque pensaba que acaso fuera verdad. Siempre estaba presionando para lograr más, para que se hiciera mejor, para que fueran más rápidos. Había presionado a Alfred para que terminara la bóveda, al igual que presionó para lograr una feria del vellón, también para que les dieran la cantera de Shiring. En cada una de las ocasiones todo había acabado en tragedia: la matanza de los canteros, el incendio de Kingsbridge y ahora esto. No cabía duda de que la culpable era la ambición. Los monjes harían mejor en vivir resignados, aceptando las tribulaciones y reveses de este mundo como lecciones de paciencia dadas por el Todopoderoso.
Mientras Philip ayudaba a trasladar a los gimientes heridos y a los cuerpos inertes de los muertos desde las ruinas de su catedral, decidió que, en el futuro, dejaría en manos de Dios el mostrarse ambicioso y apremiante. Él, Philip, adoptaría una actitud pasiva aceptando cuanto ocurriera. Si Dios quisiera una catedral, él aportaría la cantera, si incendiaban la ciudad había de considerarse como una señal de que Dios no quería que hubiera una feria del vellón, y ahora que la iglesia se había hundido, Philip no la reconstruiría.
Mientras tomaba aquella decisión, vio a William Hamleigh.
El nuevo conde de Shiring se encontraba sentado en el suelo del tercer intercolumnio, cerca de la nave norte, con el rostro ceniciento y estremeciéndose de dolor. Le había caído una gran piedra sobre el pie. Mientras ayudaba a retirar la piedra, Philip se preguntaba por qué Dios había permitido que murieran tantas gentes buenas y dejado que se salvara un animal como William.
El conde estaba haciendo grandes alardes de dolor por lo del pie; pero, por lo demás, se encontraba perfectamente. Le ayudaron a ponerse en pie. Luego, apoyándose en el hombro de un hombretón más o menos de su misma constitución, se alejó cojeando. Y entonces se oyó el llanto de una criatura.
Todo el mundo lo oyó. Pero no se veían bebés por parte alguna. La gente, desconcertada, miró en derredor. Volvió a oírse el llanto y entonces Philip se dio cuenta de que procedía de debajo de un gran montón de piedras en la nave.
—¡Por aquí! —llamó, se encontró con la mirada de Alfred y le hizo una seña de que se acercara—. Debajo de todo eso hay un niño vivo —le dijo.
Todos habían oído el llanto. Parecía el de una criatura muy pequeña, prácticamente recién nacida.
—Tenéis razón —convino Alfred—. Vamos a retirar algunas de estas piedras grandes.
Él y sus ayudantes empezaron a apartar escombros de un montón que bloqueaba por completo el arco del tercer intercolumnio. Philip se unió a ellos. No podía recordar quién, entre las mujeres de la ciudad, había dado a luz durante las últimas semanas. Claro que tal vez el nacimiento podía no haber llegado a su conocimiento, ya que a pesar de que durante el año último, la población de la ciudad se había reducido, todavía era lo bastante numerosa como para que no se enterara de un hecho tan corriente.
De repente dejó de oírse el llanto. Todo el mundo se quedó quieto a la escucha. Pero no volvió a empezar. Reanudaron la tarea cariacontecidos. Era una operación arriesgada, ya que si se retiraba una piedra podía provocarse la caída de otras. Ése era precisamente el motivo de que Philip hubiera encargado el trabajo a Alfred. Sin embargo, éste no se mostraba tan cauteloso como a él le hubiera gustado y parecía dejar que todo el mundo hiciera las cosas a su modo, apartando las piedras sin seguir un plan organizado.
—¡Esperad! —gritó Philip en un momento dado en que el montón osciló de forma peligrosa.
Todos se detuvieron. Philip se dio cuenta de que Alfred se encontraba demasiado impresionado para organizar a la gente de manera adecuada. Habría de hacerlo él mismo.
—Si hay alguien vivo ahí debajo, algo debe de haberles protegido —dijo—, y si dejamos que ese montón oscile podrían perder esa protección y nuestros propios esfuerzos les matarían. Hagamos esto con cuidado. —Señaló a un grupo de canteros que se encontraban allí en pie—. Vosotros tres, subid al montón y empezad a quitar piedras de encima. Pero no os las llevéis vosotros mismos; dad cada una a uno de nosotros y las dejaremos aparte.
Empezaron de nuevo a trabajar siguiendo el plan de Philip. Parecía más rápido y seguro.
Como el bebé había dejado de llorar, no sabían muy bien la dirección que debían seguir, de manera que despejaron un trecho muy amplio, casi toda la anchura del intercolumnio. Algunos de los escombros eran de los que habían caído de la bóveda; pero el tejado de la nave se había derrumbado en parte, de modo que había trozos de madera y pizarra, así como piedras y argamasa.
Philip trabajaba infatigable. Quería que la criatura sobreviviera.
A pesar de que había docenas de personas muertas, el bebé parecía más importante. Tenía la sensación de que, si lograban rescatarle con vida, aún habría esperanza para el futuro. Mientras apartaba las piedras tosiendo y medio cegado por el polvo, rezaba fervoroso para que pudieran encontrarlo vivo.
Finalmente pudo atisbar sobre el montón de escombros el muro exterior de la nave y parte de la ahondada ventana. Parecía haber un espacio detrás del montón. Tal vez quedara allí alguien vivo. Un albañil trepó con dificultad por el cúmulo de piedras y escrutó.
—¡Jesús! —exclamó.
Por una vez Philip no tuvo en cuenta la irreverencia.
—¿Está bien el niño? —preguntó.
—No sabría decirlo —repuso el albañil.
Philip quería preguntarle qué había visto o, mejor aún, echar un vistazo él mismo; pero el hombre había reanudado el trabajo de limpieza de piedras con renovado vigor y nada pudo hacer salvo seguir ayudando, aguijoneado por la curiosidad.
El montón fue reduciéndose deprisa. Había una piedra enorme prácticamente a nivel del suelo, tuvieron que intervenir tres hombres para moverla. Al quedar apartada a un lado, Philip vio al bebé.
Estaba desnudo y acababa de nacer. La blanca piel se hallaba sucia de sangre y del polvo de la construcción, pero aún pudo ver que tenía la cabeza cubierta de un asombroso pelo color zanahoria. Al observarlo más de cerca, Philip comprobó que era un chico. Se encontraba sobre el pecho de una mujer y mamaba de ella. Ella también estaba viva. Sus ojos se encontraron con los de Philip y esbozó una sonrisa, fatigada y feliz.
Era Aliena.
Aliena nunca regresó a la casa de Alfred.
Éste había ido pregonando por doquier que la criatura no era suya y, a modo de prueba, alegaba el pelo rojo del chiquillo del mismo color que el de Jack. Sin embargo, no intentó hacer daño alguno al bebé ni a Aliena, aparte de asegurar que no estaba dispuesto a que vivieran en su casa.
Ella se trasladó de nuevo a la casa de una sola habitación, en el barrio pobre, con su hermano Richard. Se sentía aliviada por el hecho de que la venganza de Alfred hubiera sido tan leve, y además contenta de no tener que seguir durmiendo en el suelo a los pies de la cama de él, como un perro. Pero, sobre todo, se sentía orgullosa y emocionada con su encantador bebé. Tenía el pelo rojo, los ojos azules y una tez blanquísima y le recordaba en todo momento a Jack.
Nadie sabía por qué se había derrumbado la iglesia. Sin embargo abundaban las teorías. Algunos alegaban que Alfred no tenía capacidad para ser maestro de obras. Otros culpaban a Philip, por lo mucho que había apremiado a fin de que la bóveda estuviera terminada para Pentecostés. Algunos albañiles afirmaban que la cimbra se había retirado antes de que la argamasa fraguara por completo. Un albañil viejo comentó que, en principio, los muros no estaban preparados para soportar el peso de una bóveda de piedra.
Habían resultado muertas setenta y nueve personas, incluidas las que fallecieron después a causa de las heridas. Todo el mundo afirmaba que hubieran sido muchas más si el prior Philip no hubiera conducido a tanta gente hacia el extremo oriental. El cementerio del priorato estaba ya pleno como resultado del incendio durante la feria del vellón el año anterior, y la mayoría de los muertos hubieron de ser enterrados en la iglesia parroquial. Mucha gente aseguraba que la catedral estaba maldita.
Alfred se llevó a todos sus albañiles a Shiring, donde estaba construyendo casas en piedra para las gentes acaudaladas de la ciudad. Los demás artesanos fueron yéndose a Kingsbridge. En realidad no se despidió a ninguno, y Philip seguía pagando los salarios; pero los hombres no tenían otra cosa que hacer que retirar los escombros y adecentar el lugar, por lo que, al cabo de unas semanas, todos se habían marchado. Ya no acudían voluntarios a trabajar los domingos, el mercado quedó reducido a unos cuantos puestos desprovistos de entusiasmo, y Malachi cargó a su familia y sus posesiones en una inmensa carreta tirada por cuatro bueyes y abandonó la ciudad en busca de pastos más verdes.
Richard alquiló su caballo de guerra a un granjero, y Aliena y él vivían del rédito. Sin el apoyo de Alfred, no podía seguir viviendo como un caballero y, de cualquier manera, ya poco importaba habiendo sido William nombrado conde. Aliena seguía ligada al juramento que hizo a su padre; pero, por el momento, no había nada que ella pudiera hacer para cumplirlo. Richard se sumió en la inercia. Se levantaba tarde, pasaba la mayor parte del día sentado al sol y las noches en la cervecería.
Martha continuaba viviendo en la casa grande, sola, salvo por una sirviente ya de edad. Sin embargo, pasaba la mayor parte del tiempo con Aliena, le encantaba ayudarle con el bebé, sobre todo siendo tan parecido a su queridísimo Jack. Deseaba que Aliena hiciera volver a éste; pero ella se mostraba remisa siquiera a nombrarle, por razones que ni ella misma alcanzaba a entender del todo.
El verano pasó para Aliena envuelta en un aura de gozo maternal. Pero, una vez recogida la cosecha, al refrescar algo y hacerse las tardes más cortas, comenzó a sentirse inquieta.
Siempre que pensaba en su futuro le venía Jack a la mente. Se había ido, ella no tenía idea de a dónde, y probablemente jamás volvería. Pero seguía estando con ella, siempre presente en sus pensamientos, rebosante de vida y energía, una imagen tan clara y vívida que era como si le hubiera visto tan sólo el día anterior. Consideró la posibilidad de trasladarse a otra ciudad y hacerse pasar por viuda; pensó en intentar convencer a Richard para que se ganara la vida de alguna manera; reflexionó sobre la posibilidad de tejer o lavar ropa, incluso entrar como sirvienta en casa de alguna de las escasas familias que aún eran lo bastante ricas para poder pagar al servicio. Pero cada uno de sus nuevos proyectos era recibido con risa desdeñosa por el Jack imaginario que habitaba en su cabeza: "Nada te saldrá bien sin mí." Hacer el amor con Jack en la mañana de su boda con Alfred era el pecado más grave que había cometido, y no le cabía la menor duda de que ahora la estaban castigando por ello. No obstante, había veces en que sentía que era la única cosa buena que había hecho en toda su vida y, cuando miraba a su hijito, le resultaba imposible lamentarlo. Sin embargo se hallaba inquieta. Un niño no era suficiente. Se sentía incompleta, vacía. Su casa le parecía demasiado pequeña, Kingsbridge era una ciudad medio muerta, la vida resultaba demasiado monótona.
Empezó a mostrarse impaciente con el chiquillo y regañona con Martha.
Al terminar el verano, el granjero les devolvió el caballo de guerra. Ya no lo necesitaba y, de repente, Richard y Aliena se encontraron sin ingresos.
Cierto día, a principios de otoño, Richard fue a Shiring a vender su armadura. Mientras se encontraba fuera y Aliena estaba comiendo manzanas para ahorrar dinero, apareció en la casa la madre de Jack.
—¡Ellen! —exclamó Aliena.
Se sobresaltó mucho. Su voz denotaba consternación, ya que Ellen había maldecido una ceremonia nupcial en la iglesia, y el prior Philip aún podía castigarla por ello.
—He venido a ver a mi nieto —dijo con calma Ellen.
—¿Pero cómo sabías que...?
—Se oyen cosas incluso en el bosque. —Se acercó a la cuna que estaba en un rincón y contempló al niño dormido, se suavizó su expresión—. Bien, bien. No cabe la menor duda de quién es su padre. ¿Está sano?
—Jamás ha tenido nada... Es pequeño pero fuerte —respondió Aliena con orgullo, y luego añadió—: Como su abuela.
Observó a Ellen. Estaba más delgada que cuando se fue y también más atezada. Vestía una túnica de cuero corta que descubría sus curtidas pantorrillas. Iba descalza. Tenía un aspecto joven y parecía mantenerse en buena forma. Era evidente que la vida en el bosque le sentaba bien. Aliena le calculó treinta y cinco años.
—Pareces encontrarte muy bien —le dijo.
—Os echo de menos a todos —respondió Ellen—. Te echo de menos a ti y a Martha. Incluso a tu hermano Richard. Y echo de menos a mi Jack. Y también a Tom.
Su expresión era de tristeza.
Aliena seguía preocupada por la seguridad de Ellen.
—¿Te ha visto alguien entrar aquí? Tal vez los monjes quieran castigarte.
—No hay monje alguno en Kingsbridge con arrestos suficientes para detenerme —alegó Ellen, sonriendo burlona—. Pero de todas formas he andado con mucho cuidado... Nadie me ha visto.
Hubo una pausa. Ellen dirigió una mirada penetrante a Aliena, la cual se sintió un poco incómoda ante los extraños ojos color miel de Ellen, la cual por fin dijo:
—Estás desperdiciando tu vida.
—¿Qué quieres decir? —le preguntó Aliena.
Las palabras de Ellen hicieron vibrar de inmediato una fibra de su ser.
—Tendrías que ir en busca de Jack.
Aliena se sintió maravillosamente esperanzada.
—Pero no puedo —contestó.
—¿Por qué no?
—En primer lugar no sé dónde está.