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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Los Pilares de la Tierra (123 page)

BOOK: Los Pilares de la Tierra
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A fin de calmar ese deseo frustrado, imaginaba a veces qué estaría haciendo Aliena. En su pensamiento, podía verla tirando de las botas de Alfred al final del día, sentada comiendo con él, besándolo, haciendo el amor con él, y dando el pecho a un chiquillo que era la viva imagen de Alfred. Aquellas visiones le torturaban pero no impedían que la añorase.

En aquel día, Navidad, Aliena asaría un cisne y lo revestiría con sus plumas para sacarlo a la mesa. Para beber, tendrían ponche hecho con cerveza, huevos, leche y nuez moscada. La comida que Jack tenía ante sí no podía ser más diferente. Había platos de cordero que le hacían la boca agua, hechos con especias desconocidas, arroz mezclado con nueces y ensaladas aliñadas con zumo de limón y aceite de oliva. Le había costado algo acostumbrarse a los guisos españoles. Jamás servían grandes cuartos de vaca, patas de cerdo ni tampoco pierna de venado, sin los que, en Inglaterra, ninguna fiesta estaba completa. Y tampoco gruesas rebanadas de pan. No tenían los alazanes praderas en las que podían pastar grandes rebaños de ganado, y tampoco los fértiles suelos donde cultivar grandes extensiones de trigales ondulantes. Compensaban las cantidades de carne, relativamente pequeñas, mediante maneras imaginativas de cocinar con todo tipo de especias y, en lugar del omnipresente pan de los ingleses, disfrutaban de una gran variedad de vegetales y frutas.

Jack vivía en Toledo con un pequeño grupo de clérigos ingleses. Formaban parte de una comunidad internacional de eruditos, en la que se encontraban judíos, musulmanes y mudéjares. Los ingleses se ocupaban de traducir obras de matemáticas del árabe al latín, para que así pudieran leerlas los cristianos. Entre ellos existía un ambiente de excitación febril, a medida que descubrían y exploraban el acervo atesorado por la sabiduría árabe. De manera fortuita habían admitido a Jack en calidad de estudiante. Daban acogida en su círculo a todo aquel que comprendiera lo que estaban haciendo y compartiera su entusiasmo. Eran semejantes a campesinos que hubieran estado laborando durante años para obtener una cosecha de una tierra pobre y, de repente, se encontraran en un fecundo valle de aluvión. Jack había abandonado la construcción para estudiar matemáticas. Hasta ese momento, no necesitó trabajar por dinero. Los clérigos le facilitaban cama y toda la comida que quisiera, e incluso le hubieran dado indumentaria y sandalias nuevas si las precisara.

Raschid era uno de sus mecenas. En su calidad de mercader internacional, dominaba varias lenguas y era en extremo cosmopolita en sus actitudes. En su casa hablaba el castellano, la lengua de la España cristiana, en lugar del mozárabe. Su familia también hablaba francés, la lengua de los normandos, que eran mercaderes importantes. A pesar de ser un comerciante, tenía un poderoso intelecto y una curiosidad abierta a todos los campos. Se deleitaba hablando con los eruditos acerca de sus teorías. Había simpatizado de inmediato con Jack, el cual cenaba en su casa varias veces por semana.

—¿Qué nos han enseñado esta semana los filósofos? —le preguntó Raschid tan pronto como empezaron a comer.

—He estado leyendo a Euclides.

Los Elementos de Geometría de Euclides, era uno de los primeros libros traducidos.

—Euclides es un extraño nombre para un árabe —apunto Ismail, hermano de Raschid.

—Era griego —le explicó Jack—. Vivió antes del nacimiento de Cristo. Los romanos perdieron su trabajo; pero los egipcios lo conservaron, de manera que ha llegado hasta nosotros en árabe.

—¡Y ahora los ingleses lo están traduciendo al latín! —exclamó Raschid—. Resulta divertido.

—¿Pero qué has aprendido? —le preguntó Josef, el prometido de Raya.

Jack vaciló un instante. Resultaba difícil de explicar. Intentó exponerlo de una manera práctica.

—Mi padrastro, el constructor, me enseñó cómo realizar ciertas operaciones geométricas. Cómo dividir una línea en dos partes iguales, cómo trazar un ángulo recto y cómo dibujar un cuadrado dentro de otro, de manera que el más pequeño sea la mitad del área del grande.

—¿Cuál es el objetivo de tales habilidades? —le interrumpió Josef.

Había una nota de desdén en su voz. Consideraba a Jack como un advenedizo y sentía envidia de la atención que Raschid le prestaba.

—Esas operaciones son esenciales para proyectar construcciones —contestó Jack en tono amable, simulando no haberse dado cuenta del tono de Josef—. Echad un vistazo a este patio. El área de las arcadas cubiertas todo alrededor de los bordes es exactamente igual al área abierta en el centro. La mayoría de los patios pequeños están construidos de igual manera, incluidos los claustros de los monasterios. Ello se debe a que esas proporciones son las más placenteras. Si el centro fuera mayor, parecería una plaza de mercado y, de ser más pequeño, da la impresión de un agujero en el tejado. Pero, para obtener la impresión adecuada, el constructor ha de ser capaz de concebir la zona abierta en el centro de tal manera que sea exactamente la mitad de todo el conjunto.

—¡Nunca pensé en ello! —exclamó Raschid con tono triunfal.

Nada le gustaba más que aprender algo nuevo.

—Euclides explica por qué dan resultado esas técnicas —siguió diciendo Jack—. Por ejemplo, las dos partes de la línea dividida son iguales porque forman los lados correspondientes de triángulos congruentes.

—¿Congruentes? —inquirió Raschid.

—Quiere decir exactamente iguales.

—Ah..., comprendo.

Sin embargo, Jack pudo darse cuenta de que nadie más lo entendía.

—Pero tú podías realizar todas esas operaciones antes de leer a Euclides, de manera que no veo que hayas aprendido algo nuevo —alegó Josef.

—Un hombre siempre se perfecciona al lograr comprender algo —protestó Raschid.

—Además, ahora que ya entiendo algunos principios de la geometría, puede que sea capaz de concebir soluciones a nuevos problemas que desconcertaban a mi padrastro —manifestó Jack.

Se sentía más bien defraudado por aquella conversación. Euclides había llegado a él como el cegador destello de una revelación; pero estaba fracasando al tratar de comunicar la emocionante importancia de aquellos nuevos descubrimientos. Así que, en cierto modo, cambió de táctica.

—Lo más interesante de Euclides es el método —dijo—. Toma cinco axiomas, verdades tan evidentes que no necesitan explicación, y todo lo demás lo deduce de ellas recurriendo a la lógica.

—Dame un ejemplo de axioma —pidió Raschid.

—Una línea recta puede prolongarse de manera indefinida.

—No, no puede —intervino Aysha, que estaba dando vuelta a la mesa con un cuenco de higos.

Los invitados sintieron cierto sobresalto al oír que una joven intervenía en la conversación, pero Raschid se echó a reír indulgente.

Aysha era su favorita.

—¿Y por qué no? —le preguntó.

—En un momento dado ha de terminar —respondió ella.

—Pero en tu imaginación puede prolongarse indefinidamente —alegó Jack.

—En mi imaginación, el agua puede correr hacia arriba y los perros hablar latín —respondió con desenfado.

Su madre, que entraba en aquel momento en la habitación, oyó aquella réplica.

—¡Aysha! —exclamó con tono duro— ¡Afuera!

Todos los hombres rieron. Aysha hizo una mueca y salió.

—Quienquiera que se case con ella se las va a ver y a desear —comentó el padre de Josef.

Todos rieron de nuevo y también Jack. Luego, se dio cuenta de que cuantos se hallaban presentes lo miraban, como si la chanza estuviera dirigida a él.

Después de la comida, Raschid mostró su colección de juguetes mecánicos. Tenía un tanque que se podía llenar con una mezcla de agua y vino y que luego salían por separado, un maravilloso reloj movido con agua que marcaba las horas del día con impresionante exactitud, una jarra que se volvía a llenar por sí misma pero que nunca se derramaba, una pequeña estatua en madera de una mujer cuyos ojos estaban hechos con una especie de cristal que absorbía agua con la calma diurna y que luego la vertía con el frescor de la noche, por lo que parecía que estaba llorando.

Jack compartía la fascinación de Raschid ante aquellos juguetes, pero lo que más intrigado le tenía era la estatua llorosa ya que, en tanto que los mecanismos de los otros resultaban sencillos una vez explicados, nadie había logrado saber en realidad cómo funcionaba el de la estatua.

Por la tarde, se sentaron bajo las arcadas, alrededor del patio practicando juegos, dormitando o manteniendo una charla superficial. Jack deseaba haber pertenecido a una gran familia como aquella, con hermanos, tíos y parientes políticos y haber tenido un hogar que todos pudieran visitar, así como una posición respetable en una ciudad pequeña. De repente, recordó la conversación que mantuvo con su madre la noche que le liberó de la celda de castigo del priorato. Él le había preguntado sobre los parientes de su padre y ella le había dicho:
Si, tenía una gran familia allá, en Francia; así que en alguna parte tengo una familia como ésta
, se dijo Jack.
Los hermanos y hermanas de mi padre son mis tíos y mis tías. Es posible que tenga primos de mi misma edad. Me pregunto si algún día los encontraré
.

Se sentía a la deriva. Era capaz de sobrevivir en cualquier parte, pero no pertenecía a ninguna; podía ser tallista, constructor, monje y matemático, pese a lo cual, ignoraba quién era el auténtico Jack, si es que lo había. A veces se preguntaba si no debería ser un juglar como su padre o una proscrita como su madre. Tenía diecinueve años, no poseía hogar ni raíces, carecía de familia y de objetivo en la vida.

Jugó al ajedrez con Josef y le ganó. Luego, se acercó Raschid.

—Déjame tu silla, Josef —pidió—. Quiero saber más cosas sobre Euclides.

Josef, obediente, cedió la silla a su futuro suegro y se alejó. Había oído cuanto le apetecía sobre Euclides.

—¿Estás disfrutando? —preguntó Raschid a Jack al tiempo que tomaba asiento.

—Tu hospitalidad es incomparable —respondió Jack en tono amable. Había aprendido los modales corteses de Toledo.

—Gracias, pero yo me refería a Euclides.

—Sí. Me parece que no he logrado explicar bien la importancia de este libro. Verás...

—Creo que te comprendo —le interrumpió Raschid—. Al igual que a ti me gusta el conocimiento por el conocimiento.

—Sí.

—Sin embargo, un hombre ha de ganarse la vida.

Jack no pudo discernir la importancia de aquella observación, de manera que esperó a que Raschid continuara hablando. Sin embargo, éste se recostó en su asiento con los ojos entornados, al parecer disfrutando satisfecho del comprensivo silencio entre amigos. Jack empezó a preguntarse si Raschid no le estaba reprochando que no trabajara en un oficio.

—Espero que un día volveré a trabajar en la construcción —dijo por fin Jack.

—Eso está bien.

Jack sonrió.

—Cuando salí de Kingsbridge, montando el caballo de mi madre y con las herramientas de mi padrastro en una bolsa colgada del hombro, pensaba que sólo había una manera de construir una iglesia. Muros gruesos con arcos redondos y ventanas pequeñas, todo ello cubierto por un techo de madera o una bóveda de piedra en forma de cañón. Las catedrales que vi durante mi camino desde Kingsbridge a Southampton no me hicieron pensar lo contrario. Pero Normandía cambió mi vida.

—Puedo imaginarlo —dijo Raschid somnoliento.

No estaba demasiado interesado, así que Jack evocó aquellos días en silencio. Horas después de desembarcar en Honfleur, estaba contemplando la iglesia abadía de Jumièges. Era la iglesia más alta que jamás había visto. Pero por lo demás, tenía los habituales arcos redondeados y el techo de madera... salvo en la sala capitular, donde el abad Urso había construido un revolucionario techo de piedra. En lugar de un cañón liso y continuo o una bóveda con la arista de encuentro, aquel techo tenía nervaduras que emergían de la parte superior de las columnas y se encontraban en el fastigio del tejado.

Las nervaduras eran gruesas y fuertes y las secciones triangulares del techo delgadas y ligeras. El monje conservador de la obra había explicado a Jack que, de esa manera, resultaba más fácil de construir.

Se colocaban las nervaduras primero y entonces se hacía más sencillo poner las secciones entre ellas. Ese tipo de bóveda era asimismo más ligero. El monje había esperado tener noticias por Jack de las innovaciones técnicas en Inglaterra; pero éste hubo de desengañarle.

Sin embargo al monje le agradó la evidente apreciación de Jack de las bóvedas con nervaduras y le dijo que, en Lessay, no lejos de allí, había una iglesia en la que todas las bóvedas eran con nervaduras.

Al día siguiente, Jack se fue a Lessay y pasó toda la tarde en la iglesia contemplando extasiado la bóveda. Llegó a la conclusión de que lo más asombroso de todo era la manera en que las nervaduras, descendiendo desde el fastigio de la bóveda hasta los capiteles que coronaban las columnas, parecían expresar la forma en que los elementos más fuertes sostenían el peso del tejado. Las nervaduras hacían patente la lógica de la obra.

Jack viajó en dirección sur, hacia el Condado de Anjou y encontró trabajo para hacer reparaciones en la iglesia abadía de Tours. No tuvo dificultad alguna en convencer al maestro de obras para que le diera ocupación. Las herramientas que llevaba consigo demostraban que era albañil y, al cabo de un día de trabajo, el maestro quedó convencido de que era muy bueno. Su jactancia ante Aliena de que podía encontrar trabajo en cualquier parte del mundo no fue del todo vana.

Entre las herramientas que heredó de Tom, estaba la regla de codo. Sólo las tenían los maestros de obras y, cuando los demás descubrieron que Jack poseía una, quisieron saber cómo había llegado a maestro tan joven. Su primer impulso fue confesarles que, en realidad, no era maestro de obras, pero luego decidió decir que lo era. Después de todo, había dirigido efectivamente en el enclave de Kingsbridge, en su época de monje, y era capaz de dibujar planos lo mismo que Tom. Pero al maestro para el que estaba trabajando le fastidió descubrir que había contratado a un posible rival. Cierto día, Jack sugirió una modificación al monje encargado de la obra y dibujó sobre el suelo lo que quería decir. Allí comenzaron sus dificultades. El maestro de obras quedó convencido de que Jack intentaba quitarle el puesto. Empezó a encontrar defectos a su trabajo y lo dedicó a la monótona tarea de cortar bloques lisos.

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