Los Pilares de la Tierra (151 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

BOOK: Los Pilares de la Tierra
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William se fijó en que, en realidad, tan sólo la mitad de los proscritos se hallaban luchando contra los caballeros. El resto se estaba llevando la harina. El combate quedó reducido a un intercambio constante de acometidas y paradas, de ataques y retrocesos. Los proscritos, al igual que soldados sabedores de que pronto va a sonar la retirada, peleaban de un modo cauteloso, a la defensiva. Detrás de los que se mantenían luchando, los otros sacaban del molino los últimos sacos de harina. Empezaron a retroceder hacia la puerta que conducía de la era a la casa. En menos que canta un gallo todo el Condado sabría que le habían robado ante sus propias narices. Y se convertiría en su hazmerreír. A tal punto le enfureció aquella idea, que lanzó un furioso ataque contra su adversario, atravesándole el corazón con una clásica acometida.

Luego, un proscrito alcanzó a Hugh con un afortunado ataque en el hombro derecho que lo dejó fuera de combate. En aquel momento eran dos los proscritos que se encontraban en la puerta conteniendo a los tres caballeros supervivientes. La situación era en sí humillante. Pero entonces, con impresionante arrogancia, uno de los proscritos indicó con un gesto al otro que se fuera. El hombre desapareció y el que quedó fue retrocediendo sin inmutarse hasta la única habitación de la casa del molinero.

Tan sólo uno de los caballeros podía permanecer en la puerta y luchar contra el proscrito. William se abrió paso apartando a Walter y a Gervase. Quería para sí a aquel hombre. Al cruzar las espadas, William supo de inmediato que el hombre no era un campesino desposeído. Era un duro y experto luchador como el propio William. Miró por primera vez el rostro del proscrito y el sobresalto fue tan descomunal que a punto estuvo de dejar caer la espada.

Su adversario era Richard de Kingsbridge.

La cara de Richard rebosaba de odio. William pudo ver la cicatriz en la oreja mutilada. La fuerza del rencor de Richard aterró a William más de lo que pudiera hacerlo su espada centelleante. William creía haber aplastado para siempre a Richard; pero éste había vuelto a la lid al frente de un ejército de harapientos que habían dejado en ridículo a William.

Richard cargó con dureza contra él, aprovechando su momentáneo desconcierto. William evitó una acometida, alzó su espada parando un golpe y retrocedió. Richard siguió avanzando. Pero William se encontraba ya, en parte, protegido por la puerta, lo que reducía el campo de movimiento de Richard hasta llevar a William hasta la era del molino, en tanto que Richard quedaba en la puerta. Walter y Gervase se lanzaron contra Richard, quien retrocedió de nuevo bajo la presión de los tres. Tan pronto como quedó la puerta libre, Walter y Gervase hubieron de retroceder y William volvió a quedar enfrentado a Richard.

William se dio cuenta de que Richard se encontraba en posición casi desesperada. Tan pronto como ganaba terreno, se veía enfrentado a los tres hombres. Cuando William se cansara, podía ceder el puesto a Walter. Para Richard era casi imposible contener a los tres por tiempo indefinido. Estaba librando una batalla perdida de antemano. Después de todo, tal vez ese día no terminara con la humillación de William. Era posible que acabara con su más viejo enemigo. Richard debía de estar pensando lo mismo y era de presumir que hubiese llegado a idéntica conclusión. Sin embargo, no daba muestras de perder energía ni decisión. Miró a William con una sonrisa cruenta que acobardó a éste, y saltó hacia delante con una estocada larga. William la evitó, pero dio un traspié. Walter se abalanzó para evitar el golpe de gracia a William. Richard, en lugar de seguir atacando, dio media vuelta y salió corriendo. William se puso en pie, lo que provocó un encontronazo con Walter mientras que Gervase intentaba pasar entre ambos. Les costó un momento librarse unos de otros pero, en ese instante, Richard cruzó la pequeña habitación y salió de la casa cerrando la puerta de golpe. William fue tras él y la abrió. Los proscritos se aprestaban ya a la retirada y, para colmo de humillación, lo hacían montados en los caballos de los caballeros de William, el cual, al salir precipitadamente de la casa, pudo ver que Richard ocupaba la silla de su propia montura, un soberbio caballo de batalla que le había costado el rescate de un rey. Era evidente que habían desatado al caballo y lo tenían preparado. A William le asaltó la mortificante idea de que era la segunda vez que le robaba su caballo de batalla. Richard lo espoleó en las ijadas y el caballo se encabritó porque no acogía bien a los extraños. Pero Richard era un excelente jinete y permaneció en la silla. Tiró de las riendas, haciendo bajar la cabeza al caballo. En ese momento, William se precipitó hacia delante y se lanzó contra él blandiendo su espada. Debido a que el caballo corcoveaba, William falló su objetivo, quedando clavada la punta de su hoja en la madera de la silla. Luego, el animal salió corriendo y bajó como una flecha la calle de la aldea en seguimiento de los demás proscritos montados. William contempló cómo se marchaban. Se sentía embargado por un odio mortal.

El legítimo conde
, se dijo.
El legítimo conde.

Dio media vuelta. Walter y Gervase permanecían en pie detrás de él. Hugh y Louis estaban heridos, aunque ignoraba si sus heridas eran graves. Guillaume estaba muerto y había empapado de sangre la túnica de William. Experimentó una terrible humillación. Apenas era capaz de levantar la cabeza.

Por suerte, la aldea se encontraba desierta. Los campesinos se habían refugiado en los bosques sin esperar a ser testigos de la ira de William. El molinero y su mujer también se habían esfumado. Los proscritos se llevaron todas las monturas de los caballeros, dejando tan sólo los dos carros con los bueyes.

William miró a Walter.

—¿Viste quién era? Me refiero al último.

—Sí.

Walter tenía la costumbre de hablar lo menos posible cuando su amo estaba furioso.

—Era Richard de Kingsbridge —contestó William.

Walter asintió.

—Y le llamaban el legítimo conde —agregó William.

Walter no dijo ni una palabra.

William atravesó de nuevo la casa y entró en el molino.

Hugh se hallaba sentado, apretándose el hombro derecho con la mano izquierda. Estaba pálido.

—¿Cómo va eso? —le preguntó.

—No es nada —contestó—. ¿Quiénes eran esas gentes?

—Proscritos —repuso lacónico William.

Miró en derredor. En el suelo se encontraban siete u ocho proscritos, unos muertos y otros heridos. Vio a Louis tumbado boca arriba con los ojos abiertos. En principio, creyó que no vivía; entonces Louis parpadeó.

—Louis —dijo William.

El herido levantó la cabeza pero parecía confuso. Todavía no se había recuperado.

—Hugh, ayuda a Louis a subir al carro y tú, Walter, pon el cuerpo de Guillaume en el otro —ordenó William.

Los dejó cumpliendo sus órdenes y salió.

Ninguno de los aldeanos tenía caballo, pero el molinero sí. Era una jaca que se hallaba pastando en la hierba rala junto a la orilla del río. William encontró la silla y se la puso. Algo más tarde, abandonaba Crowford con Walter y Gervase conduciendo las yuntas de bueyes.

Su furia no amainó durante el viaje hasta el castillo del obispo Waleran. Por el contrario, iba en aumento mientras rumiaba sobre lo que había descubierto. Ya era bastante terrible que los proscritos hubieran sido capaces de desafiarle, pero todavía era mucho peor que estuvieran acaudillados por su viejo enemigo Richard. Y lo que ya resultaba por completo intolerable era que le llamaran el legítimo conde. Si no se acababa con ellos de manera definitiva, muy pronto Richard los utilizaría para lanzar un ataque directo contra él. Claro que sería ilegal que Richard se apoderara de esa manera del Condado. Pero William tenía la impresión de que cualquier queja de ataque ilegal, presentada por él tal vez no fuera acogida con simpatía. El hecho de que William hubiera caído en una emboscada siendo vencido y robado por los proscritos y de que pronto todo el Condado estuviera riéndose a mandíbula batiente de su humillación, no era el peor de sus problemas. De repente, su derecho al Condado se veía amenazado en serio.

Era indudable que tenía que matar a Richard. La cuestión consistía en cómo encontrarlo. Estuvo cavilando sobre el problema durante todo el camino hasta el castillo. Y, cuando llegó, lo único que había sacado en limpio era que, probablemente, la clave la tenía el obispo Waleran.

Entraron en el castillo de Waleran como un desfile cómico en una feria: el conde a lomos de una jaca cansina y sus caballeros conduciendo carros. William rugió órdenes perentorias a los hombres del obispo. Envió a uno de ellos en busca de un enfermero para Hugh y Louis, y a otro a que buscara a un sacerdote para rezar por el alma de Guillaume. Gervase y Walter fueron a la cocina a buscar cerveza y William entró en la torre del homenaje. Fue recibido por Waleran en sus habitaciones privadas. William aborrecía tener que pedir algo a Waleran. Pero necesitaba de su ayuda para localizar a Richard. El obispo estaba revisando una relación de cuentas, una lista interminable de números. Levantó la vista y vio la furia reflejada en el rostro de William.

—¿Qué ha pasado? —preguntó con aquel tono levemente divertido que siempre sacaba de quicio a William, el cual rechinó los dientes.

—He descubierto quién es el que organiza y dirige a esos malditos proscritos.

Waleran enarcó una ceja.

—Es Richard de Kingsbridge.

—Ah. —Waleran asintió comprensivo—. Claro. Tiene sentido.

—Significa peligro —dijo furioso William, que detestaba que Waleran se mostrara frío y reflexivo respecto a las cosas—. Le llaman "el legítimo conde" —apuntó con un dedo hacia Waleran—. Ciertamente vos no querréis que este Condado vuelva a esa familia. Os odian y son amigos del prior Philip, vuestro viejo enemigo.

—Está bien, cálmate —respondió Waleran con tono condescendiente—. Sin duda alguna, estás en lo cierto. No puedo permitir que Richard de Kingsbridge recupere el Condado.

William se sentó. Empezaba a dolerle todo el cuerpo. Últimamente sufría las secuelas de la lucha como jamás las había sufrido. Sus músculos se hallaban tensos, y sus manos doloridas y heridas por los ataques o las caídas. Sólo tengo treinta y siete años, se dijo. ¿Empieza la vejez a esa edad?

—Tengo que matar a Richard. Una vez que haya desaparecido, los proscritos serán de nuevo una chusma inofensiva.

—Estoy de acuerdo.

—Matarlo será fácil. El problema está en encontrarlo. Pero en ello podéis ayudarme vos.

Waleran se frotó con el pulgar la afilada nariz.

—No sé cómo.

—Escuchad. Si están organizados tienen que encontrarse en alguna parte.

—No sé qué quieres decir. Están en los bosques.

—En circunstancias comunes, no se puede encontrar proscritos en el bosque. La mayoría de ellos no pasan dos noches seguidas en el mismo lugar. Hacen un fuego en cualquier parte y duermen en los árboles. Pero, si alguien quiere organizar a semejante gente, tiene que reunirlos a todos en un punto. Hay que tener una guarida permanente.

—Así que hemos de descubrir dónde está la guarida de Richard.

—Exacto.

—¿Y cómo te propones hacerlo?

—Ahí es donde entráis vos.

Waleran parecía escéptico.

—Apuesto a que la mitad de la gente de Kingsbridge sabe dónde está —dijo William.

—Pero no nos lo dirán. En Kingsbridge todos nos odian a ti y a mí.

—No todos —dijo William—. No exactamente todos.

A Sally la Navidad le parecía maravillosa, pues la comida especial de Navidad era casi toda dulce: bizcochos de jengibre, pan de trigo, huevos y miel, licor de pera, que la hacía reír. Y ese embutido que hervía durante horas y luego era horneado, y cuyo relleno sabía a gloria. Ese año había menos cosas debido a la carestía. Pero Sally disfrutaba igualmente.

Le gustaba decorar la casa con acebo y colgar el muérdago del beso.

Que la besaran le hacía reír todavía más que el vino de pera. El primer hombre que atravesaba el umbral llevaba la suerte siempre que su pelo fuera negro. El padre de Sally tenía que quedarse en casa toda la mañana de Navidad porque su pelo rojo llevaría consigo la mala suerte.

A Sally le encantaba la representación de la Natividad en la iglesia. Le gustaba ver a los monjes vestidos como reyes orientales y de ángeles y pastores. Se reía como una loca cuando todos los falsos ídolos caían derribados con la llegada de la Sagrada Familia a Egipto. Pero lo mejor de todo era el obispo adolescente. El tercer día de Navidad los monjes vestían al más joven de los novicios con la indumentaria de obispo, y todo el mundo tenía que obedecerle.

La mayoría de las gentes de la ciudad esperaban en el recinto del priorato a que saliera el obispo adolescente. La costumbre era que diera órdenes a los ciudadanos de más edad y dignidad para que realizaran tareas bajas, como ir a coger leña o limpiar las cochiqueras. También se daba aires exagerados, haciendo gracias e insultando a quienes tenían autoridad. El año anterior hizo que el sacristán desplumara una gallina. El resultado fue hilarante, ya que éste no tenía la menor idea de cómo se hacía y había plumas por doquier.

Con gran solemnidad, apareció un muchacho de unos doce años, de sonrisa traviesa, vistiendo un ropón de seda púrpura y llevando un báculo de madera. Venía a hombros de dos monjes y llevaba tras de sí al resto del monasterio. Todo el mundo aplaudió y lanzó vítores. Lo primero que hizo fue señalar al prior Philip.

—¡Tú, muchacho! ¡Ve al establo y almohaza al asno!

Hubo un estallido de risas. Todo el mundo sabía que el viejo asno tenía un genio de todos los demonios y que jamás se le había cepillado.

—Sí, mi señor obispo —dijo el prior Philip, y con una mueca sonriente, se encaminó a realizar su tarea.

—¡Adelante! —ordenó el obispo adolescente.

La procesión salió fuera del recinto del priorato, con los ciudadanos a la zaga. Algunas gentes se ocultaban y echaban el cerrojo a sus puertas por temor a que los eligieran para hacer algún trabajo desagradable. Pero entonces se perdían la diversión. Allí se encontraba toda la familia de Sally. Sus padres, su hermano Tommy, la tía Martha e incluso el tío Richard que había regresado inesperadamente a casa la noche anterior.

El obispo adolescente los condujo primero a la cervecería, visita que era tradicional. Pidió cerveza gratis para él y para todos los novicios. El cervecero se la dio de buena gana.

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