—He recibido un mensaje del conde —empezó diciendo Elizabeth.
Michael alargó la mano.
Aliena se sintió horrorizada al darse cuenta de que no había provisto a Elizabeth de una carta. Todo el engaño podía venirse abajo nada más empezar a causa de un estúpido olvido. Elizabeth la miró desesperada. Aliena intentó frenéticamente encontrar algo qué decir.
Finalmente se sintió inspirada.
—¿Sabes leer, Michael?
El hombre adoptó una actitud resentida.
—El sacerdote me la leerá.
—Tu señora puede leerla.
Elizabeth parecía asustada. Sin embargo, representó su papel.
—Yo misma comunicaré el mensaje a toda la guarnición, Michael. Toca la campana y que todos se reúnan en el patio. Pero asegúrate de dejar tres o cuatro hombres de guardia en las murallas.
Como se temía Aliena, a Michael no le gustó que Elizabeth tomara el mando de esa manera. Parecía sublevado.
—¿Por qué no dejar que me dirija yo a ellos?
Aliena sospechó, inquieta, que tal vez no lograra convencer a aquel hombre. Acaso fuera demasiado estúpido para atender a razones.
—He traído a la condesa noticias trascendentales de Winchester. Quiere comunicárselas ella misma a sus gentes —dijo.
—Bien. ¿Cuál es esa noticia?
Aliena no contestó, limitándose a mirar a Elizabeth, la cual parecía de nuevo asustada. Sin embargo, Aliena tampoco le indicó lo que se suponía que contenía el mensaje ficticio. Finalmente prosiguió hablando como si Michael no hubiera dicho nada.
—Ordena a los guardias que estén atentos a la llegada de diez o doce jinetes. Su jefe traerá nuevas noticias del conde William y tiene que presentarse ante mí de inmediato. Ahora ve y toca la campana.
Era evidente que Michael estaba dispuesto a poner objeciones.
Siguió allí inmóvil, con el ceño fruncido mientras Aliena contenía el aliento.
—Más mensajeros —farfulló como si fuera algo difícil de entender—. Esta dama con un mensaje y doce jinetes con otro.
—Sí. Y ahora haz el favor de ir a tocar la campana —le apremió Elizabeth.
Aliena pudo darse cuenta del trémolo que había en su voz.
Michael parecía haberse quedado sin argumentos. No podía comprender lo que estaba ocurriendo. Pero tampoco encontraba nada que objetar.
—Muy bien, señora —gruñó al fin, y salió de la habitación.
Aliena respiró de nuevo.
—¿Qué va a ocurrir? —preguntó Elizabeth.
—Cuando estén todos reunidos en el patio, vos les diréis lo de la paz entre el rey Stephen y el duque Henry —la instruyó Aliena—. Eso tendrá entretenidos a todos. Mientras estéis hablando, Richard enviará una avanzadilla de diez hombres. Pero los guardias creerán que son los mensajeros que estamos esperando. De modo que no cundirá el pánico. Por lo que no levantarán el puente levadizo. Vos intentaréis tener a todo el mundo pendiente de vuestras palabras en tanto que la avanzadilla se acerca al castillo. ¿De acuerdo?
Elizabeth parecía nerviosa.
—¿Y luego qué?
—Cuando yo os dé la señal, decid que habéis rendido el castillo a Richard, el conde legítimo. Entonces los hombres de Richard saldrán de su escondrijo y atacarán. En ese momento, Michael se dará cuenta de lo que está sucediendo. Pero sus hombres se mostrarán indecisos sobre a quién deben lealtad, porque vos les habéis dicho que se rindan a Richard, el conde legítimo, y la avanzadilla se encontrará ya en el interior para evitar que nadie cierre las puertas.
Empezó a tañer la campana y a Aliena se le hizo un nudo en el estómago a causa del miedo.
—Ya no tenemos más tiempo —dijo—. ¿Cómo os sentís?
—Asustada.
—Yo también. Vamos.
Bajaron las escaleras. La campana de la torre en la casa de guardia estaba sonando como cuando Aliena era una alegre y despreocupada muchacha. La misma campana, el mismo sonido.
Sólo ella era diferente
, pensó.
Sabía que podía escucharse a través de todos los campos hasta el lindero del bosque. En aquellos momentos, Richard estaría diciendo por lo bajo y lentamente el Padrenuestro, para calcular el tiempo que habría de esperar antes de enviar su avanzadilla.
Aliena y Elizabeth se dirigieron desde la torre del homenaje, a través del puente levadizo interior, hasta el patio inferior. Elizabeth estaba pálida por el pánico; pero apretaba la boca con gesto decidido. Aliena le sonreía para darle ánimos, y luego se cubrió de nuevo con la capucha. Hasta aquel momento no había visto ningún rostro familiar. No obstante, su cara era bien conocida por todo el Condado, y con toda seguridad alguien la reconocería tarde o temprano. Si Michael Armstrong llegara a descubrir quién era ella, pensaría que había gato encerrado por muy corto de alcances que fuera. Varias personas la miraron curiosas, pero nadie le habló.
Elizabeth y ella se dirigieron al centro del patio inferior. Como el suelo estaba levemente inclinado. Aliena podía ver a través de la puerta principal y por encima de las cabezas de la muchedumbre, los campos en el exterior. En esos momentos, la avanzadilla estaría saliendo al descubierto, aunque todavía no se apreciaban indicios de ella. Dios mío, espero que no se haya presentado obstáculo alguno, se dijo temerosa.
Elizabeth necesitaría mantenerse en pie, a cierta altura, mientras se dirigía a la gente. Aliena dijo a un sirviente que fuera a las cuadras a buscar un escabel de los que se usaban para montar. Mientras esperaban, una mujer de edad se quedó mirando a Aliena.
—¡Vaya, si es Lady Aliena! ¡Qué gusto de verla! —dijo.
A Aliena le dio un vuelco el corazón. Reconoció en la mujer a una cocinera que trabajaba en el castillo antes de la llegada de los Hamleigh.
—Hola, Tilly. ¿Cómo estás? —le dijo forzando una sonrisa.
Tilly dio con el codo a su vecina.
—¡Eh, aquí está Lady Aliena después de tantos años! ¿Seréis otra vez el ama, señora?
Aliena no quería ni pensar que aquella idea se le ocurriera también a Michael Armstrong. Miró ansiosa en derredor. Por suerte Michael no andaba por allí cerca. Sin embargo, uno de sus hombres de armas había oído aquel intercambio y miraba a Aliena con el ceño fruncido. Ella le devolvió la mirada con una expresión fingida de despreocupación. El hombre no tenía más que un ojo, lo que indudablemente era la causa de que se hubiera quedado allí en lugar de partir para la guerra con William. De repente, a Aliena le pareció divertido que un hombre la mirara con un solo ojo y hubo de aguantar la risa. Comprendió que estaba un poco histérica.
El sirviente regresó con el montador. La campana había dejado de tocar. Aliena hizo un esfuerzo para serenarse mientras Elizabeth permanecía en pie sobre el montador y el gentío quedaba silencioso.
—El rey Stephen y el duque Henry han firmado la paz —informó Elizabeth.
Hizo una pausa y se oyeron vítores. Aliena miraba a través de la puerta.
¡Ahora, Richard!
pensaba.
¡Ahora es el momento! ¡No lo dejes para más tarde!
Elizabeth sonrió y dejó durante un rato que la gente siguiera vitoreando.
—Stephen seguirá ocupando el trono hasta su muerte y, entonces, le sucederá Henry —continuó.
Aliena escrutaba a los guardias y a través de la puerta. Parecían tranquilos. ¿Dónde estaba Richard?
—El tratado de paz traerá muchos cambios a nuestras vidas —dijo Elizabeth.
Aliena vio ponerse rígidos a los guardias. Uno de ellos levantó la mano para protegerse los ojos y atisbó a través de los campos mientras que otro, volviéndose, miraba hacia abajo, al patio, como si esperara llamar la atención del capitán. Pero Michael estaba escuchando con gran atención a Elizabeth.
—El rey actual ha acordado con el futuro rey que todas las tierras sean devueltas a quienes las poseían en tiempos del viejo rey Henry.
Aquello provocó un murmullo de comentarios entre el gentío, al preguntarse las gentes si el cambio afectaría al Condado de Shiring.
Aliena notó que Michael Armstrong parecía pensativo. A través de la puerta divisó al fin los caballos de la avanzadilla de Richard.
¡Apresuraos!
se dijo.
¡Apresuraos!
Pero cabalgaban a un trote sosegado como no queriendo alarmar a los guardias.
Elizabeth seguía hablando.
—Todos nosotros debemos de dar gracias a Dios por este tratado de paz. Habremos de rezar para que el rey Stephen gobierne con prudencia y sabiduría durante sus últimos años y que el joven duque mantenga la paz hasta que Dios se lleve a Stephen.
Lo estaba haciendo magníficamente; pero comenzó a mostrarse turbada, como si empezara a no saber qué más decir.
Todos los guardias miraban hacia fuera observando al grupo que se acercaba. Les habían dicho que lo esperaran dándoles instrucciones para que condujera inmediatamente al jefe ante la condesa. Por lo tanto, no tenían que hacer nada. Pero sentían curiosidad. El hombre tuerto volvió la cabeza y miró de nuevo a través de la puerta. Luego, otra vez a Aliena, la cual sospechó que estaría haciendo cábalas sobre el significado de la presencia de ella en el castillo y la llegada de un grupo de jinetes.
Finalmente, uno de los guardias que se encontraba en la muralla almenada pareció tomar una decisión, empezó a bajar una escalera y desapareció.
Las gentes comenzaban a mostrarse algo inquietas. Elizabeth divagaba de manera magnífica, pero ellos estaban impacientes por noticias de trascendencia.
—Esta guerra comenzó al año de mi nacimiento y, al igual que tanta gente joven del reino, estoy deseando averiguar cómo es la paz.
El guardia de las murallas apareció desde la base de una torre, atravesó rápidamente el complejo y habló con Michael Armstrong.
Aliena pudo ver a través de la puerta que los jinetes se encontraban todavía a unas doscientas yardas más o menos. No estaban lo bastante cerca. Hubieran querido gritar por la frustración. No podría mantener la situación durante mucho más tiempo.
Michael Armstrong se volvió, mirando a través de la puerta con el ceño fruncido. Entonces el hombre tuerto le tiró de la manga señalando hacia Aliena.
Ella tuvo miedo de que Michael cerrara las puertas y levantara el puente levadizo antes de que Richard pudiese entrar. Pero no sabía qué podía hacer para impedírselo. Se preguntó si tendría el coraje de lanzarse contra él antes de que diera la orden. Todavía llevaba su daga oculta bajo la manga del brazo izquierdo, incluso podía matarlo.
Michael dio media vuelta con decisión. Aliena tocó en el hombro a Elizabeth.
—¡Detened a Michael! —siseó.
Elizabeth abrió la boca para hablar pero no pudo emitir palabra.
Se sentía petrificada por el miedo. De repente, cambió de expresión.
Aspiró hondo, irguió la cabeza y habló con voz que rezumaba autoridad.
—¡Michael Armstrong!
Michael se volvió.
Aliena comprendió que ya no podían retroceder. Richard no se encontraba lo bastante cerca y a ella se le había acabado el tiempo.
—¡Ahora! ¡Dilo ahora! —apremió a Elizabeth.
—He rendido este castillo al conde legítimo de Shiring, Richard de Kingsbridge —dijo Elizabeth.
Michael se quedó mirándola incrédulo.
—¡No podéis hacer eso! —gritó.
—Os ordeno a todos que depongáis las armas. No debe haber derramamiento de sangre.
—¡Levantad el puente levadizo! ¡Cerrad las puertas! —aulló Michael dando media vuelta.
Los hombres de armas se precipitaron a cumplir sus órdenes. Pero las había dado con un poco de retraso. Al llegar los hombres a las macizas puertas zunchadas que cerrarían el arco de entrada, la avanzadilla de Richard había atravesado el puente levadizo, entrando en el complejo. La mayoría de los hombres de Michael no llevaban armadura, y algunos de ellos ni siquiera tenían consigo sus espadas, por lo que se dispersaron delante de los jinetes.
—Que todo el mundo permanezca tranquilo. Estos mensajeros confirmarán mis órdenes.
Desde las murallas llegó una voz. Uno de los guardas haciendo bocina con las manos gritaba.
—¡Hazles frente, Michael! ¡Nos están atacando! ¡Montones de ellos!
—¡Traición! —rugió Michael desenvainando la espada.
Pero dos de los hombres de Richard se abalanzaron hacia él con las espadas centelleantes. Brotó la sangre y Michael cayó. Aliena apartó la mirada.
Algunos hombres habían tomado posesión de la casa de guardia.
Dos de ellos subieron a las murallas y los guardias de William se rindieron.
A través del portillo, Aliena vio avanzar galopando el grueso de los efectivos que atravesaban los campos en dirección al castillo. El ánimo se le iluminó como el sol.
—Es una rendición pacífica —gritaba Elizabeth con todas sus fuerzas—. Os prometo que nadie resultará herido. Lo único que habéis de hacer es seguir donde estáis.
Todo el mundo se quedó como petrificado escuchando el trueno a medida que el ejército de Richard se iba acercando. Los hombres de armas de William parecían confusos e inseguros. Ninguno de ellos hizo nada. Su jefe había caído y su condesa les había dicho que se rindieran. Los servidores del castillo se quedaron paralizados ante la rapidez con que se sucedían los acontecimientos.
Y entonces Richard atravesó la puerta montado en su caballo de guerra.
Era un gran momento. Aliena sintió el corazón rebosante de orgullo. Richard aparecía apuesto, sonriente y triunfante. Aliena gritó:
—¡El legítimo conde!
Los hombres que entraban en el castillo detrás de Richard recogieron el grito que fue repetido a su vez por parte del gentío que se encontraba en el patio. La mayoría de ellos no sentían la más mínima simpatía por William. Richard dio la vuelta al complejo a paso lento, saludando y agradeciendo los vítores.
Aliena pensó en todo lo que había pasado para lograr que llegara ese momento. Tenía treinta y cuatro años y la mitad de ellos los había pasado luchando por ver lo que ahora veía.
Toda mi vida de adulta
, se dijo,
eso es lo que he dado.
Recordó cuando atiborraba los sacos de lana hasta tener las manos rojas, hinchadas y sangrantes. Le vinieron a la memoria los rostros que había visto por los caminos, caras de hombres, codiciosas, crueles y lascivas, que la hubieran matado de haber dado la menor muestra de debilidad. Pensó en cómo había endurecido el corazón frente al querido Jack para casarse con Alfred, y rememoró aquellos meses durante los cuales había dormido en el suelo a los pies de su cama, igual que un perro. Y todo porque ella había prometido pagar por armas y armadura a fin de que Richard pudiera luchar para recuperar ese castillo.