Se produjo un breve silencio de sorpresa.
—¿Cómo sabes todo eso? —le preguntó luego Philip.
—Yo era la única amiga de Jack Shareburg, que fue el padre de mi hijo, Jack Jackson, el maestro de obras de esta catedral.
Estalló un tumulto. Waleran y Peter intentaban hablar al mismo tiempo. Ninguno de ellos logró hacerse oír por encima del asombrado murmullo de los clérigos allí reunidos. Habían acudido a presenciar una confrontación, se dijo Philip, pero no esperaban aquello.
Finalmente, Peter logró imponer su voz.
—¿Por qué tres ciudadanos respetuosos con la ley habían de acusar en falso a un extranjero inocente? —preguntó escéptico.
—Para beneficiarse —dijo Ellen sin titubeos—. A Waleran Bigod le nombraron arcediano. A Percy le entregaron el señorío de Hamleigh y varias otras aldeas, convirtiéndose en un hacendado. Ignoro cuál sería la recompensa al prior James.
—Yo puedo contestar a eso —se oyó decir a una nueva voz.
Philip miró alrededor sobresaltado. Quien hablaba era Remigius.
Tenía ya más de setenta años, el pelo blanco y parecía propenso a divagar cuando hablaba. Pero en aquel momento, mientras permanecía en pie apoyado en su bastón, le brillaban los ojos y su expresión se mostraba alerta. Era raro oírle hablar en público. Desde su hundimiento y retorno al monasterio, había vivido con sosiego y humildad.
Philip se preguntaba qué se avecinaría. ¿De qué lado se inclinaría Remigius? ¿Aprovecharía aquella última oportunidad para apuñalar por la espalda a su viejo rival Philip?
—Yo puedo deciros cuál fue la recompensa que recibió el prior James —afirmó Remigius—. Al priorato se le dieron las aldeas de Northwold, Southwold y Hundedacre, además del bosque de Oldean.
Philip estaba irritado. ¿Podía ser cierto que el viejo prior hubiera declarado en falso bajo juramento, por unas cuantas aldeas?
—El prior James nunca fue buen administrador —siguió diciendo Remigius—. El priorato se encontraba en serias dificultades y pensó que unos ingresos extra podrían ayudarnos. —Remigius hizo una pausa, luego agregó con tono incisivo—: Aportó algún beneficio y un gran daño. Los ingresos fueron útiles durante algún tiempo, pero el prior James jamás recobró el respeto de sí mismo.
Mientras escuchaba a Remigius, Philip recordó el aspecto hundido y abatido del viejo prior, y al fin comprendió.
—De hecho, James no había cometido perjurio, ya que lo único que había jurado era que el cáliz pertenecía al priorato. Pero sabía que Jack Shareburg era inocente y, sin embargo, no reveló nada. Durante el resto de su vida sufrió por ese silencio —explicó Remigius.
Y en verdad que tenía motivo, se dijo Philip. Era un pecado tan grave para un monje. El testimonio de Remigius confirmaba la historia de Ellen. Y condenaba a Waleran.
Remigius todavía seguía hablando.
—Algunos de los viejos que están aquí, todavía recordarán en qué condiciones se encontraba el priorato hace cuarenta años. Hundido, sin dinero, decrépito y desmoralizado. Y ello se debía al peso de la culpa que gravitaba sobre el prior. Ya en el lecho de muerte, me confesó al fin su pecado. Yo quería...
A Remigius se le quebró la voz. En la iglesia reinaba el más expectante silencio. El anciano suspiró y cogió de nuevo el hilo:
—Yo quería ocupar su puesto y reparar el daño. Pero Dios eligió a otro hombre para esa tarea —hizo una nueva pausa y su cara envejecida se contrajo penosamente mientras se esforzaba en terminar—. Yo más bien diría, Dios eligió a un hombre mejor.
Se sentó bruscamente.
Philip se sentía sobresaltado, mareado y agradecido. Dos viejos enemigos, Ellen y Remigius, le habían salvado. La revelación de aquellos remotos secretos le hizo sentirse como si hubieran pasado por la vida con un ojo cerrado. El obispo Waleran estaba lívido de cólera. Debía haberse creído seguro al cabo de tantos años. Se encontraba inclinado hacia Peter, hablándole al oído, mientras entre la audiencia corría un murmullo incesante de comentarios.
—¡Silencio! —gritó Peter poniéndose en pie, y todos en la iglesia callaron—. ¡Este tribunal se levanta! —dijo.
—¡Esperad un minuto! —Era Jack Jackson—. ¡Eso no basta! —exclamó apasionado—. ¡Quiero saber por qué!
Ignorando a Jack, Peter se encaminó hacia la puerta que conducía al claustro, con Waleran a la zaga.
Jack les siguió.
—¿Por qué lo hicisteis? —gritó Jack—. Mentisteis bajo juramento y un hombre murió. ¿Os iréis de aquí sin una sola palabra?
Waleran tenía la mirada fija ante sí, los labios apretados, el rostro pálido y su expresión era una máscara de furia contenida.
—¡Contestadme, cobarde embustero! ¿Porque matasteis a mi padre? —vociferó.
Waleran salió de la iglesia y la puerta se cerró de golpe tras él.
La carta del rey llegó mientras los monjes se encontraban cantando las capítulas.
Jack había construido una nueva sala capitular para acomodar a los ciento cincuenta monjes, el mayor número que, en toda Inglaterra, había en un solo monasterio. El edificio, redondo, tenía un techo bordeado de piedras y filas de graderías para que los monjes tomaran asiento. Los dignatarios monásticos se sentaban en bancos de piedra adosados a los muros, a una altura un poco superior al nivel del resto.
Philip y Jonathan ocupaban tronos esculpidos en la piedra del muro frente a la puerta.
Un monje joven estaba leyendo el capítulo séptimo de la Regla de San Benito: "El sexto peldaño de humildad se alcanza cuando un monje se contenta con todo cuanto es pobre y bajo." Philip se dio cuenta de que no sabía el nombre del monje que estaba leyendo. ¿Se debería a que se estaba volviendo viejo o a que la comunidad había llegado a ser muy grande? "El séptimo peldaño de humildad se alcanza cuando un hombre no sólo confiesa con su lengua que es más humilde e inferior a otros, sino que así lo cree en lo más profundo de su corazón." Philip sabía que no había llegado todavía a ese grado de humildad. Había alcanzado mucha durante sus setenta y dos años; la logró mediante valor y decisión, y también utilizando el cerebro; y necesitaba recordarse de manera constante que la verdadera razón de su éxito era la de haberse beneficiado de la ayuda de Dios, sin la que todos sus esfuerzos hubieran resultado vanos.
A su lado, Jonathan se agitaba inquieto. Había tenido más dificultades todavía con la virtud de la humildad que el propio Philip. La arrogancia era el defecto de los grandes líderes. Jonathan estaba ya preparado para hacerse cargo del priorato y se mostraba impaciente. Había estado hablando con Aliena y se hallaba ansioso por poner a prueba sus técnicas de cultivos, como la de arar con caballos y la de plantar guisantes y avena en tierras de barbecho para cosechar en primavera.
Hace treinta y cinco años yo también estaba impaciente por criar ovejas para lana
, se dijo Philip.
Sabía que lo que tenía que hacer era retirarse y dejar que Jonathan ocupara su puesto de prior. Él debería pasar sus últimos años en oración y meditación. Desde luego era lo que solía aconsejar a otros. Pero ahora que ya era lo bastante viejo para retirarse, la perspectiva le aterraba. Su estado físico era perfecto y tenía la mente tan despierta como siempre.
Una vida de plegarias y meditación le volvería loco.
Sin embargo, Jonathan no esperaría eternamente. Dios le había dado las dotes para llevar un importante monasterio y no pensaba despreciar sus cualidades. Había visitado numerosas abadías a lo largo de los años y en todas partes causó una excelente impresión. Cualquier día, a la muerte de un abad, los monjes pedirían a Jonathan que se presentara a la elección, y a Philip le sería difícil negar su permiso.
El joven monje, cuyo nombre Philip no podía recordar, estaba terminando un capítulo cuando dieron con los nudillos en la puerta y entró el portero.
El hermano Stephen, el admonitor, lo miró con el ceño fruncido.
No debía interrumpir a los monjes durante las capítulas. El admonitor era el responsable de la disciplina y, al igual que cuantos tenían esa tarea a su cargo, Stephen era un observador a ultranza de las reglas.
—¡Ha llegado un mensajero del rey! —dijo el portero con un fuerte susurro.
—Ocúpate de ello, ¿quieres? —dijo Philip a Jonathan.
El mensajero insistía en entregar su carta a uno de los dignatarios monásticos. Jonathan salió de la sala. Los monjes murmuraban entre sí.
—Continuaremos con la necrología —dijo Philip con firmeza.
Al comenzar las oraciones por los difuntos se preguntaba qué tendría que decir el segundo rey Henry al priorato de Kingsbridge.
Con toda seguridad no se trataría de buenas noticias.
Henry había andado a la greña con la Iglesia durante seis largos años. La disputa empezó con motivo de la jurisdicción de los tribunales eclesiásticos, pero el empecinamiento del rey y la religiosidad de Thomas Becket, arcediano de Canterbury, habían impedido cualquier posible compromiso. La disputa llegó a convertirse en crisis. Becket se había visto obligado a exiliarse.
Pero lo más triste era que la Iglesia de Inglaterra no se mostraba unánime en su apoyo a Becket. Obispos como Waleran Bigod se habían puesto del lado del rey para obtener el favor real. Sin embargo, el Papa estaba presionando a Henry para que hiciera la paz con Becket. Acaso la peor consecuencia de aquel enfrentamiento fuera que, al necesitar apoyo Henry en el seno de la Iglesia inglesa, resultara en una mayor influencia en la corte de obispos ansiosos de poder, como Waleran.
Jonathan regresó y entregó a Philip un rollo de pergamino lacrado. El lacre llevaba impreso un inmenso sello real. Todas las miradas de los monjes estaban fijas en él. Philip llegó a la conclusión de que sería demasiado pedirles que se concentraran en rezar por los difuntos teniendo semejante carta en la mano.
—Muy bien —dijo—. Seguiremos con las oraciones más tarde.
Rompió el sello y abrió la carta. Echó una ojeada al saludo y luego se la entregó a Jonathan, que tenía mejor vista.
—Léenosla, por favor.
Después de los saludos de rigor el rey escribía: "He nombrado nuevo obispo de Lincoln a Waleran Bigod, en la actualidad obispo de Kingsbridge." La voz de Jonathan quedó ahogada por el zumbido de las voces. Philip movió la cabeza disgustado. Desde las revelaciones durante el juicio de Philip, Waleran había perdido toda credibilidad en aquella comarca. No había manera de que continuara como obispo. De modo que había convencido al rey para que lo nombrara prelado de Lincoln, uno de los obispados más ricos del mundo.
Lincoln era la tercera diócesis más importante del reino después de Canterbury y York. De ahí al arzobispado no había más que un paso.
Henry podía estar incluso preparando a Waleran para ocupar el puesto de Thomas Becket. La idea de Waleran como arzobispo de Canterbury, jefe de la Iglesia de Inglaterra, era tan aterradora que Philip casi se sentía enfermo.
Una vez que se hubieron calmado los monjes, Jonathan reanudó su lectura.
—...y recomiendo al deán y capítulo de Lincoln que lo elijan.
Bueno
, pensó Philip,
eso resulta más fácil de decir que de hacer.
Una recomendación real era casi una orden; pero no del todo.
Si el capítulo de Lincoln fuera contrario a Waleran o tuviera un candidato propio, podía crear dificultades al rey. Probablemente éste se saldría al final con la suya; pero no era en modo alguno una solución predeterminada.
—"Y ordeno al capítulo del priorato de Kingsbridge que celebre una elección para el nombramiento del nuevo obispo de Kingsbridge; y recomiendo la elección como obispo de mi servidor Peter de Wareham, arcediano de Canterbury."
Entre los monjes allí reunidos se alzó una protesta colectiva.
Philip se quedó paralizado por el horror. ¡El arcediano Peter, arrogante, vengativo y farisaico, era el elegido por el rey como nuevo obispo de Kingsbridge! Peter era un calco exacto de Waleran. Ambos eran hombres piadosos y temerosos de Dios; pero no tenían el sentido de su propia falibilidad, de tal manera que consideraban que sus deseos personales eran la voluntad de Dios. En consecuencia, perseguían sus objetivos de manera implacable. Con Peter de obispo, Jonathan pasaría su vida como prior luchando por la justicia y la honradez en un Condado gobernado con puño de hierro por un hombre sin corazón.
Y si Waleran llegaba a ser nombrado arzobispo, no habría perspectivas de cambio.
Philip vio ante sí una era larga y sombría como durante el peor periodo de la guerra civil, cuando los condes del tipo de William hacían lo que les venía en gana, mientras sacerdotes arrogantes abandonaban a sus gentes. El priorato se hundiría una vez más, convirtiéndose en la debilitada sombra de su antiguo ser. Pero no era el único en sentir cólera.
—¡No será así! —clamó Steven Circuitor poniéndose en pie con el rostro congestionado pese a la regla impuesta por Philip de que durante el capítulo todos habían de hablar con calma y en voz queda.
Los monjes lo vitorearon.
—¿Qué podemos hacer? —Jonathan hizo esa pregunta crucial demostrando su prudencia.
—¡Tenemos que rechazar la petición del rey! —dijo Bernard Kitchener, gordo como siempre.
Varios monjes expresaron su acuerdo.
—¡Debemos escribir al rey diciéndole que nosotros elegiremos a quien nos parezca bien! —decidió Steven para añadir al cabo de un instante con timidez—: Con la ayuda de Dios, claro está.
—No estoy de acuerdo en que nos neguemos en redondo. Cuanto más pronto desafiemos al rey, antes descargará su furor sobre nuestras cabezas —expuso Jonathan.
—Jonathan tiene razón. Un hombre que pierda una batalla con el rey puede obtener el perdón, pero el hombre que la gane estará condenado —sentenció Philip.
—¡Pero estaremos cediendo! —explotó Steven.
Philip se sentía tan preocupado y temeroso como todos los demás pero tenía que aparentar calma.
—Tranquilízate, Steven, por favor —dijo—. Claro está que tenemos que luchar contra ese terrible nombramiento. Pero hemos de hacerlo con cuidado e inteligencia evitando en todo momento un claro enfrentamiento.
—Entonces, ¿qué vais a hacer? —preguntó Steven.
—Todavía no estoy seguro —repuso Philip.
En un principio se había sentido desalentado. Pero ya empezaba a recuperar su espíritu combativo. Se había pasado la vida librando esa batalla una y otra vez. Lo había hecho en el priorato cuando derrotó a Remigius y fue elegido prior. Y también en el Condado contra William Hamleigh y Waleran Bigod. Y ahora lo haría a escala nacional.