William y Reginald fueron rápidos hacia la escalera. Estaba rota en algunos sitios. Cerca había unas herramientas y una escala como si la estuvieran reparando. Reginald colocó la escala contra el lateral de la escalera y trepó saltándose los peldaños estropeados. Llegó arriba. Había una puerta que se abría sobre un mirador, un pequeño balcón cerrado. William vio cómo intentaba abrir la puerta. Estaba cerrada. Junto a ella había una ventana con un postigo. Reginald lo hizo saltar con un golpe de su hacha. Metió la mano, hurgó y, finalmente, abrió la puerta y entró.
William empezó a subir por la escala.
Philip se asustó en cuanto vio a William Hamleigh; pero los sacerdotes y monjes del séquito de Thomas parecieron en un principio complacidos. Luego, al oír los golpes contra la puerta del salón, tuvieron miedo y varios de ellos propusieron refugiarse en la iglesia.
Thomas se mostró desdeñoso.
—¿Refugiarnos? —dijo—. ¿De qué? ¿De esos caballeros? Un arzobispo no puede huir ante unos estúpidos bárbaros.
Philip pensó que tenía razón hasta cierto punto. La condición de arzobispo carecía de significado. El hombre de Dios, seguro al saber que le serán perdonados sus pecados, considera la muerte como un traslado feliz a un lugar mejor y no teme a las espadas. Sin embargo, ni siquiera un arzobispo debería mostrarse tan indiferente por su seguridad hasta el punto de invitar al ataque. Además Philip conocía por experiencia la brutalidad y depravación de William Hamleigh. De manera que cuando oyeron el estropicio de la ventana decidió tomar el mando.
Se asomó y pudo ver que el palacio estaba rodeado de caballeros.
Aquello le atemorizó todavía más. Era, a todas luces, un ataque planeado con todo cuidado y quienes lo perpetraban se hallaban dispuestos a practicar la violencia. Cerró presuroso la puerta del dormitorio, atravesándola con la barra. Los demás le observaban, satisfechos de que alguien decidido se hiciera cargo de la situación. El arzobispo Thomas seguía mostrándose desdeñoso, aunque no intentó detener a Philip.
Philip se mantuvo en pie junto a la puerta, escuchando. Oyó a alguien atravesar el mirador y entrar en la sala de audiencias. Se preguntó cuánto podría resistir la puerta del dormitorio. Sin embargo, el hombre no la atacó sino que atravesó la sala y empezó a bajar la escalera. Philip supuso que iría a abrir la puerta del salón desde el interior y franquear la entrada al resto de los caballeros. Aquello daba a Thomas unos momentos de respiro.
En la esquina del dormitorio, había otra puerta, oculta en parte por la cama.
—¿Adónde conduce? —preguntó Philip señalándola con tono apremiante.
—Al claustro —respondió alguien—. Pero está cerrada a machamartillo.
Philip cruzó la habitación e intentó abrir la puerta. En efecto estaba atrancada.
—¿Tenéis una llave? —preguntó a Thomas, y añadió luego—: Mi señor arzobispo.
Thomas hizo un ademán negativo con la cabeza.
—Que yo recuerde ese pasaje jamás ha sido utilizado —dijo con exasperante calma.
La puerta no parecía demasiado fuerte pero Philip tenía ya sesenta y dos años y la fuerza bruta jamás había sido su cualidad sobresaliente.
Retrocedió y lanzó un puntapié. La puerta sonó como una matraca. Philip, apretando los dientes, golpeó con más fuerza. Y de repente se abrió.
Philip miró a Thomas. Éste, al parecer, seguía mostrándose reacio a huir. Acaso todavía no había llegado a comprender, como lo había hecho Philip, que el número de caballeros y la naturaleza bien organizada de la operación revelaban una siniestra y firme intención de hacerle daño. Pero Philip sabía de manera instintiva que sería inútil asustar a Thomas para conseguir que huyera.
—Es la hora de vísperas —le dijo variando de táctica—. No deberíamos cambiar la disciplina de la oración por culpa de unos cuantos salvajes.
Thomas sonrió al ver que se utilizaba contra él su propio argumento.
—Muy bien —respondió poniéndose en pie.
Philip abrió la marcha sintiendo alivio por haber logrado que Thomas se pusiera en movimiento y también temor de que no lo hiciera con suficiente rapidez. El pasaje conducía abajo por un largo tramo de escaleras. No existía más luz que la que llegaba del dormitorio del arzobispo. Al final, había otra puerta. Philip le aplicó el mismo tratamiento que a la anterior. Pero era más fuerte y no cedió.
—¡Ayuda! ¡Abrir la puerta! ¡Deprisa! —empezó a gritar al tiempo que golpeaba contra el batiente.
Percibió la nota de pánico en su propia voz e hizo un esfuerzo por conservar la calma, a pesar de que el corazón le latía descompasado y tenía la certeza de que los caballeros de William debían irles a la zaga muy de cerca.
Los otros se unieron a él. Siguió golpeando la puerta y gritando.
—Dignidad, Philip. Por favor —oyó decir a Thomas.
Pero no hizo caso.
Quería proteger la dignidad del arzobispo. La suya carecía de importancia.
Antes de que Thomas pudiera volver a protestar escuchó el ruido de una barra que estaba siendo retirada y el de una llave que giraba en la cerradura. La puerta se abrió. Philip gruñó aliviado. Allí se encontraban en pie dos cillereros sobresaltados.
—No sabía que esta puerta condujera a parte alguna —comentó uno de ellos.
Philip los apartó impaciente; se encontraba en los almacenes del cillerero. Fue sorteando barriles y sacos para alcanzar otra puerta. La cruzó y salió al aire libre.
Empezaba a oscurecer.
Se encontraba en el paseo sur del claustro.
Con inmenso alivio, vio al otro extremo la puerta que conducía al crucero norte de la catedral de Canterbury.
Ya estaban casi a salvo.
Tenía que hacer entrar a Thomas en la catedral antes de que William y sus caballeros pudieran alcanzarles. El resto del grupo salió de los almacenes.
—A la iglesia. Deprisa —dijo Philip.
—No, Philip. No tan deprisa, entraremos en mi catedral con dignidad —le dijo Thomas.
Philip hubiera gritado.
—Naturalmente, mi señor —se limitó a decir.
Podía oír el ominoso sonido de fuertes pisadas por el pasaje en desuso. Los caballeros habían logrado irrumpir en el dormitorio y descubrieron la puerta del pasadizo. Sabía que la mejor protección del arzobispo era su dignidad, pero no había nada malo en evitar las dificultades.
—¿Dónde está la cruz del arzobispo? —preguntó Thomas—. No puedo entrar en mi iglesia sin mi cruz.
Philip gimió desesperado.
—Yo he traído la cruz. Aquí está —dijo uno de los sacerdotes.
—Llévala delante de mí como es habitual, por favor —pidió Thomas.
El sacerdote la alzó y se dirigió con apresuramiento contenido hacia la puerta de la iglesia.
Thomas le siguió.
El cortejo del arzobispo le precedió en la entrada a la catedral como el protocolo exigía, Philip entró el último y mantuvo la puerta abierta para él. Justo en el momento en que Thomas entraba, dos caballeros salieron precipitadamente de los almacenes del cillerero y se lanzaron corriendo por el paseo sur.
Philip cerró la puerta del crucero. Había una barra introducida en un hueco del muro junto a la jamba de la puerta. Philip la cogió y la colocó atravesada.
Dio media vuelta respirando aliviado y se recostó contra la puerta.
Thomas estaba recorriendo el estrecho crucero en dirección a los escalones que conducían a la nave norte del presbiterio. Pero cuando oyó el golpe de la barra al quedar colocada, se detuvo de repente y se volvió.
—No, Philip —dijo.
A Philip se le cayó el alma a los pies.
—Mi señor arzobispo.
—Esto es una iglesia, no un castillo. Quita esa barra.
La puerta sufrió violentas sacudidas al intentar los caballeros abrirla.
—Me temo que quieren matarnos —dijo Philip.
—Si es así probablemente lo lograrán, con barra o sin ella. ¿Sabes cuántas puertas más tiene esta iglesia? Ábrela.
Hubo una serie de fuertes golpes al atacar los caballeros con sus hachas.
—Podríais esconderos —alegó desesperado Philip—. Hay docenas de lugares... La entrada a la cripta se halla ahí mismo... Está oscureciendo.
—¿Esconderme, Philip? ¿En mi propia iglesia? ¿Lo harías tú?
Philip se quedó mirando a Thomas.
—No, no lo haría —dijo al fin.
—Abre la puerta.
Philip retiró la barra abrumado.
Los caballeros irrumpieron en la iglesia. Eran cinco. Llevaban los rostros ocultos por los yelmos y blandían espadas y hachas. Parecían emisarios infernales.
Philip sabía que no debería sentir miedo, pero sus afiladas armas le hacían temblar de horror.
—¿Dónde está Thomas Becket, traidor al rey y al reino? —gritó uno de ellos.
—¿Dónde está el traidor? ¿Dónde está el arzobispo? —vociferaron los otros.
Ya había oscurecido del todo y la gran iglesia se hallaba apenas iluminada por velas. Todos los monjes iban vestidos de negro y la visión de los caballeros quedaba parcialmente limitada por el yelmo. De repente Philip sintió renacer la esperanza, tal vez en la oscuridad no distinguieran a Thomas. Pero éste dio al traste de inmediato con aquel atisbo de esperanza.
—Aquí me tenéis. No soy traidor al rey sino un sacerdote de Dios. ¿Qué queréis? —dijo bajando los escalones en dirección a los caballeros.
Mientras el obispo permanecía enfrentado a los cinco hombres con las espadas desenvainadas, Philip supo de súbito, con toda certeza, que Thomas iba a morir ese día, allí mismo.
Las gentes del séquito debieron tener la misma sensación porque de repente la mayoría de ellos huyeron. Unos desaparecieron entre las sombras del presbiterio, otros se dispersaron por la nave entre los fieles que esperaban para el oficio y uno abrió una puertecita y subió corriendo una escalera de caracol. Philip sentía una profunda desazón.
—¡Deberíais rezar, no correr! —les gritó.
En aquel instante se le ocurrió que tal vez también le mataran a él si no huía. Pero le era imposible apartarse del lado del arzobispo.
—¡Renegad de vuestra traición! —conminó a Thomas uno de los caballeros.
Philip reconoció la voz de Reginald Fitzurse, que era quien había hablado antes.
—¡No tengo nada que renegar! —rechazó Thomas—. No he cometido traición.
Se mostraba mortalmente sereno, pero tenía el rostro lívido. Comprendió que Thomas, al igual que todos los demás, había comprendido que iba a morir.
—¡Huye, eres hombre muerto! —gritó Reginald al arzobispo.
Thomas permaneció inmóvil.
Philip se dijo que ellos querían que huyese. No acababan de decidirse a matarlo a sangre fría. Acaso Thomas también lo había comprendido porque permanecía inconmovible delante de ellos, desafiándoles a que le tocaran. Permanecieron así largo rato, todos inmóviles formando un terrible cuadro, los caballeros reacios a hacer el primer movimiento, el sacerdote demasiado orgulloso para huir.
Fue Thomas quien quiso que la fatalidad rompiera el hechizo.
—Estoy preparado para morir, pero no tocaréis a ninguno de mis hombres, sacerdotes, monjes o seglares.
Reginald fue el primero en hacer un movimiento. Blandió su espada frente a Thomas acercando su punta cada vez más a la cara; éste como desafiándose a sí mismo a tocar con la hoja al sacerdote. De súbito, con un rápido giro de la muñeca, Reginald quitó a Thomas la birreta.
De repente Philip volvió a sentirse esperanzado. No se atrevían a hacerlo, tenían miedo de tocarle.
Pero estaba equivocado. La resolución de los caballeros pareció haberse fortalecido con el estúpido gesto de tirar la birreta del arzobispo. Como si al hacerlo hubieran esperado verse golpeados por la mano de Dios y el hecho de haber quedado impunes les hubiera dado valor para seguir adelante con sus aberraciones.
—Lleváoslo de aquí —dijo Reginald.
Los otros caballeros desenvainaron sus espadas y se acercaron a Becket.
Uno de ellos lo cogió por la cintura e intentó levantarlo.
Philip estaba desesperado. Al final lo habían tocado. Estaban dispuestos a poner las manos sobre un hombre de Dios. Philip tuvo una angustiosa sensación de lo profundo de su maldad como si estuviera mirando un negro pozo sin fondo. En lo más íntimo de su ser debían saber que irían al infierno. Sin embargo, lo hicieron.
Thomas perdió el equilibrio, agitó los brazos y empezó a forcejear.
Los demás caballeros unieron sus esfuerzos para intentar levantarle y sacarle de allí. Los únicos del séquito de Thomas que permanecieron allí fueron Philip y un sacerdote de nombre Edward Grim. Ambos se precipitaron a ayudarle. Edward lo agarró del manto, aferrándose a él con fuerza. Uno de los caballeros se volvió descargando sobre Philip el puño armado. El golpe le alcanzó en un lado de la cabeza, derribándolo aturdido.
Cuando se recuperó, los caballeros habían soltado a Thomas, que se encontraba en pie con la testa inclinada y las manos juntas en actitud de plegaria. Uno de los caballeros alzó su espada.
Philip, todavía en el suelo lanzó un largo y desamparado grito de protesta.
—¡Noooo!
Edward Grim levantó el brazo para parar el golpe.
—Me encomiendo a Ti. —empezó a decir Thomas.
Cayó la espada.
Alcanzó tanto a Thomas como a Edward. Philip escuchó su propio grito. La espada partió por la mitad el cráneo del arzobispo al tiempo que le cortaba el brazo al sacerdote. Mientras brotaba la sangre del brazo de Edward, Thomas cayó de rodillas. Philip miraba aterrado la espantosa herida en la cabeza de Thomas.
El arzobispo fue descendiendo poco a poco, con las manos por delante. Se apoyó en ellas un momento y se desplomó de bruces sobre el suelo de piedra.
Otro caballero, levantando a su vez la espada, la descargó. Philip lanzó un aullido involuntario de dolor. El segundo golpe dio en el mismo lugar que el primero y desprendió la parte superior del cráneo de Thomas. Llevaba tal fuerza que la espada golpeó el pavimento partiéndose en dos. El caballero arrojó la mitad con la empuñadura. Un tercer caballero cometió un acto que quedaría grabado como a fuego en la memoria de Philip por el resto de sus días. Introdujo la punta de su espada en la cabeza abierta del arzobispo y esparció la masa encefálica por el suelo.
Philip sintió que le flaqueaban las piernas y cayó de rodillas, abrumado por el horror.
—¡Éste ya no se levantará! ¡Larguémonos! —dijo el caballero.