Jonathan irrumpió jadeante en la habitación. Philip frunció el ceño. El sub-prior no debería irrumpir en las habitaciones jadeando. Philip estaba a punto de lanzarse a una homilía sobre la dignidad de los funcionarios monásticos, pero Jonathan no le dio tiempo.
—¡Ya está aquí el arcediano Peter!
—Muy bien, muy bien —le tranquilizó Philip—. De todas formas ya he terminado —alargó a Jonathan la bolsa—. Lleva esto al dormitorio y no vayas corriendo por todas partes. Un monasterio es un lugar de paz y quietud.
Jonathan aceptó la bolsa y la reprimenda.
—No me gusta la expresión del arcediano —dijo.
—Estoy seguro de que será un juez justo y eso es cuanto necesitamos —lo calmó Philip.
Abrióse de nuevo la puerta y el arcediano entró. Era un hombre alto de aspecto dinámico, más o menos de la edad de Philip, escaso ya el pelo gris y con expresión de superioridad. Le resultaba vagamente familiar.
—Soy el prior Philip —dijo alargándole la mano.
—Os conozco —respondió el arcediano con aspereza—. ¿No me recordáis?
Philip sí que recordó aquella voz grave y se le cayó el alma a los pies. Era su más viejo enemigo.
—Arcediano Peter —dijo ceñudo—. Peter de Wareham.
—Era un pendenciero —explicaba Philip a Jonathan una vez hubieron dejado al arcediano acomodándose en la casa del prior—. Solía lamentarse de que no trabajábamos con suficiente ahínco, o que comíamos demasiado bien, incluso de que los oficios eran muy cortos. Aseguraba que yo me mostraba indulgente. Estoy seguro de que quería ser prior. Y desde luego habría sido un desastre. Lo nombré limosnero para que se pasase fuera la mayor parte del tiempo. Lo hice sencillamente para librarme de él. Era lo mejor para el priorato y para él mismo. Pero estoy seguro de que, al cabo de treinta y cinco años, todavía me odia por ello —suspiró—. Cuando tú y yo visitamos St-John-in-the-Forest después de la gran carestía supe que Peter había ido a Canterbury. Y ahora va a ocupar aquí el estrado para juzgarme.
Se encaminaron al claustro. Hacía buen tiempo y el sol calentaba.
En la parte norte cincuenta muchachos de tres clases diferentes aprendían a leer y escribir. El murmullo ahogado de sus lecciones flotaba a través del cuadrángulo. Philip recordaba cuando sólo asistían a la escuela cinco muchachos y el maestro de novicios era un viejecito caduco. Pensó en todo lo que había hecho allí. La construcción de la catedral, la transformación de un priorato empobrecido y prácticamente en la ruina en una institución acaudalada, influyente y activa, el agrandamiento de la ciudad de Kingsbridge. En la iglesia más de cien monjes celebraban misa cantada. Desde donde estaba sentado podía ver la asombrosa belleza de los vitrales en las ventanas del trifolio. A su espalda, por el lado este, se alzaba una biblioteca construida en piedra. Contenía centenares de libros sobre teología, astronomía, ética, matemáticas y de todas las ramas del conocimiento humano. Afuera, las tierras del priorato administradas lúcidamente en interés propio por funcionarios monásticos, mantenían, no sólo a los monjes, sino también a centenares de trabajadores del campo. ¿Le iban a quitar todo aquello por una falsedad? ¿Entregarían ese priorato próspero y temeroso de Dios a cualquier otro, a un peón del obispo Waleran como el escurridizo arcediano Baldwin o a un loco farisaico como Peter de Wareham para que lo condujeran de nuevo a la penuria, al deterioro en menos tiempo del que Philip empleó para encumbrarlo? ¿Se reducirían los grandes rebaños de ovejas a un puñado de corderas escrupulosas? ¿Volverían las granjas a reducir el ritmo de cultivos y a su invalidez por la cizaña? ¿Se cubriría de polvo la biblioteca por falta de uso? ¿Se hundiría esa hermosa catedral por la incuria y el abandono?
Dios me ayudó a lograr todo eso
, se dijo,
no puedo creer que su designio sea que quede en nada.
—De todas maneras es imposible que el arcediano Peter pueda encontraros culpable —opinó Jonathan.
—Creo que lo hará —repuso Philip con tono triste.
—¿Puede hacerlo en conciencia? —pregunto Jonathan.
—Creo que durante toda su vida ha estado alimentando el deseo de hallar un agravio contra mí y ahora se le presenta la oportunidad de demostrar que yo he sido siempre el pecador y él, el justo. Como quiera que sea, Waleran lo ha descubierto y se ha asegurado de que designaran a Peter para juzgar el caso.
—¿Pero existe alguna prueba?
—No necesita pruebas. Escuchará la acusación, luego la defensa, seguidamente rezará para encontrar el buen camino y comunicará su veredicto.
—Es posible que Dios lo conduzca por el camino recto.
—Peter no escucha a Dios. Nunca lo ha escuchado.
—¿Y qué ocurrirá?
—Seré relevado —contestó Philip ceñudo—. Tal vez me dejen continuar aquí como simple monje, para que haga penitencia por mi pecado, pero no es muy probable. Lo más seguro es que me expulsen de la Orden para evitar mi influencia aquí.
—¿Y entonces qué pasará?
—Tendrá que haber una elección, como es lógico. Y, al llegar a ese punto, entrará en acción, por desgracia, la política real. El rey Henry mantiene una disputa con el arcediano de Canterbury, Thomas Becket y éste se encuentra exiliado en Francia. La mitad de sus arcedianos están con él, la otra mitad de los que se quedaron, se han puesto de parte del rey contra su arcediano. Es evidente que Peter pertenece a este grupo. El obispo Waleran se ha puesto también del lado del rey. Recomendará el prior que él elija, respaldado por los arcedianos de Canterbury y el rey. A los monjes de aquí les resultará dificilísimo oponerse a ella.
—¿Quién creéis que pueda ser?
—Permanece tranquilo. Seguro que Waleran ya ha pensado en alguien. Puede ser el arcediano Baldwin. O tal vez Peter de Wareham.
—¡Tenemos que hacer algo para evitarlo! —exclamó Jonathan.
Philip asintió.
—Pero todo está en contra nuestra. No hay nada que podamos hacer para modificar la situación política. La única posibilidad...
—¿Cuál es?
El caso parecía tan perdido que Philip prefirió no barajar ideas desesperadas. Sólo servirían para excitar el optimismo de Jonathan para que luego fuera mayor su decepción.
—Nada —contestó Philip.
—¿Qué ibais a decir?
Philip seguía rumiando las ideas.
—Si hubiera alguna manera de demostrar mi inocencia sin sombra de duda, sería imposible que Peter me declare culpable.
—¿Una prueba evidente a vuestro favor?
—Exacto.
—¿Cuál podría ser?
—No se puede demostrar una negativa. Habríamos de encontrar al verdadero padre.
Aquello despertó al punto el entusiasmo de Jonathan.
—¡Sí! ¡Eso es! ¡Eso es lo que hay que hacer!
—Tranquilízate —le recomendó Philip—. Ya lo intenté en su día. Y no es probable que resulte más fácil ahora, al cabo de tantos años.
Jonathan no estaba dispuesto a dejarse desalentar.
—¿No hubo indicio alguno sobre mi origen?
—Me temo que ninguno.
Philip se sentía preocupado por haber dado a Jonathan esperanzas; lo más seguro era que no llegaran a cumplirse. Aunque el muchacho no podía acordarse de sus padres, siempre le había perturbado el hecho de que le abandonaran. Ahora creía que podría resolver el misterio y encontrar alguna explicación que demostrara que en realidad había tenido su cariño. Philip estaba seguro de que ello sólo provocaría frustración.
—¿Preguntasteis a las gentes que vivían en las cercanías? —inquirió Jonathan.
—Nadie vivía en las cercanías. La célula se encuentra en el corazón del bosque. Tus padres debieron llegar a través de muchas millas, tal vez desde Winchester. Ya he analizado minuciosamente esa cuestión.
—Por aquel tiempo ¿no visteis viajero alguno en el bosque? —insistió Jonathan.
—No —repuso Philip.
Luego frunció el entrecejo. ¿Era eso verdad? Algo acudió a su memoria. El día en que se encontró al niño, Philip había dejado el priorato para acudir al palacio del obispo y durante el camino había hablado con alguien. De repente se acordó.
—Bueno, sí. Me encontré con Tom Builder y su familia.
Jonathan estaba asombrado.
—¡Nunca me lo habíais dicho!
—Nunca me pareció importante. Y sigo pensando lo mismo. Me los encontré un día o dos después. Les pregunté y me respondieron que no habían visto a nadie que pudiera ser la madre o el padre de la criatura abandonada.
Jonathan se mostró cabizbajo. Philip temía que la investigación resultara para él una doble decepción, la de no averiguar quiénes fueron sus padres y la de fracasar en la demostración de su inocencia.
Pero ya no había forma de pararle.
—De todos modos, ¿qué hacía en el bosque? —insistió.
—Tom iba camino del palacio el obispo. Buscaba trabajo. Así fue como recalaron aquí.
—Quiero volver a interrogarles.
—Bien. Tom y Alfred han muerto. Ellen vive en el bosque y sólo Dios sabe cuándo reaparecerá. Pero puedes hablar con Jack y Martha.
—Merece la pena intentarlo.
Acaso Jonathan tuviera razón. Poseía la energía de la juventud.
Philip se había mostrado pesimista y desalentado.
—Adelante —dijo al joven monje—. Yo me siento viejo y cansado. De lo contrario se me habría ocurrido a mí. Habla con Jack. Es un hilo muy sutil del que colgarse. Pero también es nuestra única esperanza.
El dibujo de la ventana había sido trazado y pintado sobre una gran mesa de madera lavada previamente con cerveza, para evitar que se corrieran los colores. El dibujo representaba una genealogía de Cristo en forma de imágenes. Sally cogió un pedazo grueso de cristal coloreado de rubí y lo colocó en el dibujo, sobre el cuerpo de uno de los reyes de Israel. Jack nunca estuvo seguro de cuál de ellos, ya que nunca había sido capaz de recordar el enrevesado simbolismo de las imágenes teológicas. Sally sumergió un pincel fino en un cuenco con greda triturada y disuelta en agua, y pintó el contorno del cuerpo sobre el cristal. Hombros, brazos y la falda del ropaje. En la lumbre que ardía en el suelo junto a su mesa había una varilla de hierro con mango de madera. La sacó del fuego y, con rapidez aunque con minucioso cuidado, la pasó a lo largo del perfil que había pintado. El cristal se rompió limpiamente alrededor de todo el contorno. Su aprendiz cogió el trozo de cristal y empezó a pulir los bordes con un hierro limador.
A Jack le encantaba contemplar cómo trabajaba su hija. Era rápida, precisa y parca en movimientos. De niña siempre se había sentido fascinada por el trabajo de los vidrieros que Jack hizo venir de París.
Aseguró en todo momento que era eso lo que quería hacer cuando fuera mayor. Y siguió en sus trece. Jack reconocía con cierta tristeza que cuando la gente llegaba por primera vez a la catedral de Kingsbridge, se sentía más deslumbrada por los vitrales de Sally que por la arquitectura de su padre.
El aprendiz entregó a la joven el cristal pulido, y ella empezó a pintar sobre la superficie los pliegues de la túnica, utilizando una pintura hecha con ganga de hierro, orina y goma arábiga para que se adhiriera. El cristal liso pronto empezó a tener la apariencia de un tejido suave con pliegues ondulantes. Era en extremo hábil. Terminó en seguida. Luego, colocó el cristal pintado junto a otros, en una gamella de hierro, cuyo fondo estaba cubierto de cal. Una vez llena, la gamella iba al horno. Con el calor, la pintura se fundía con el cristal.
Sally miró a Jack, esbozó una breve y deliciosa sonrisa y cogió otro trozo de cristal.
Jack se alejó. Podría pasarse el día mirando cómo trabajaba; pero había cosas que hacer. Como Aliena siempre decía, estaba encandilado con su hija. Cuando la contemplaba, se sentía a veces como asombrado de haber sido el responsable de la existencia de aquella joven inteligente, independiente y juiciosa. Y le emocionaba que fuese una artesana tan buena.
Lo irónico era que siempre había insistido con Tommy para que se dedicara a la construcción. Incluso le había obligado a trabajar en el enclave durante un par de años. Pero el chico en lo que estaba interesado era en las labores del campo, la equitación, la caza y la esgrima, todas aquellas cosas que dejaban frío a Jack. Finalmente, hubo de aceptar la derrota. Tommy había servido de escudero a uno de los señores locales y no tardó en ser nombrado caballero. Aliena le concedió una pequeña propiedad compuesta por cinco aldeas. Y resultó ser Sally la que tenía talento. Tommy se había casado con la hija del conde de Bedford y tenían tres hijos. Así que Jack era ya abuelo. Sin embargo, Sally seguía soltera a los veinticinco años. Se parecía muchísimo a su abuela Ellen. Era agresivamente independiente.
Jack se dirigió al extremo oeste de la catedral y miró hacia arriba, a las torres gemelas. Estaban casi terminadas. Una gran campana de bronce venía de camino desde la fundición de Londres. Por esos días, a Jack ya no le quedaba mucho por hacer. Mientras en un día llegó a controlar un ejército de musculosos canteros y carpinteros, que colocaban hiladas de piedras cuadradas y construían andamiajes, en aquellos momentos ya sólo tenía a sus órdenes un puñado de tallistas y pintores realizando un trabajo preciso y esmerado en pequeña escala. Realizaban estatuas para hornacinas, construían fastigios y doraban las alas de ángeles de piedra. No había nada que diseñar aparte de algún nuevo edificio ocasional para el priorato. Una biblioteca, una sala capitular, nuevos alojamientos para peregrinos, edificaciones para lavandería o lechería. Entre aquellos trabajos de poca monta, Jack se dedicaba también, por primera vez en muchos años, a tallar algo en piedra. Estaba impaciente por derribar el viejo presbiterio de Tom Builder y alzar un nuevo extremo este con su propio diseño. Pero el prior Philip quería disfrutar durante un año de la iglesia acabada antes de iniciar otra etapa de construcción. Philip empezaba a sentir el peso de los años. Jack temía que el pobre no viviera para ver reconstruido el presbiterio.
Sin embargo, el trabajo proseguiría después de la muerte de Philip, se dijo Jack al divisar la altísima figura del hermano Jonathan que se dirigía hacia él con grandes zancadas desde el patio de la cocina. Sería un excelente prior, quizás casi tan bueno como el propio Philip. Jack se sentía satisfecho de que la sucesión estuviera asegurada, ya que ello le permitía proyectar el futuro.
—Estoy preocupado por ese tribunal eclesiástico, Jack —le dijo Jonathan sin más preámbulos.