—¿Qué le ha pasado? —preguntó al escudero—. ¿Qué es lo que le ha ocurrido?
—Sufrió un ataque, señor —contestó el muchacho sollozando.
¡Un ataque!
Empezaba a penetrar en su mente la noticia. Padre estaba muerto. Aquel hombre corpulento, fuerte, jactancioso e irascible, yacía indefenso y helado sobre una losa de piedra en cualquier parte...
—Tengo que ir a casa —dijo de repente William.
—Primero habrás de pedir al rey que te libere —le advirtió Walter en tono cariñoso.
—Sí, así es —asintió William con vaguedad—. Tengo que pedir permiso.
Su mente era un torbellino.
—¿He de pagar a la propietaria del burdel? —le preguntó Walter.
—Sí.
Le entregó una bolsa.
Alguien le echó a William la capa sobre los hombros. Walter murmuró algo a la mujer que dirigía el prostíbulo y le dio algún dinero. Hugh Axe abrió la puerta para que William saliera. Los demás le siguieron.
Caminaban en silencio por las calles de la pequeña ciudad. William experimentaba un peculiar desinterés, como si estuviera viéndolo todo desde arriba. No podía hacerse a la idea de que su padre ya no existiera. Mientras se acercaban al cuartel general, intentó sobreponerse.
El rey Stephen se encontraba celebrando audiencia en la iglesia, ya que por allí no había castillo o casa consistorial. Era una iglesia de piedra, pequeña y sencilla, con los muros pintados por dentro de rojo vivo, de azul y de naranja. En medio del suelo de la nave, había un fuego encendido y junto a él se hallaba el rey. Apuesto, con su cabello leonado, se encontraba sentado en un trono de madera, con las piernas estiradas en su habitual postura de descanso. Vestía como soldado, botas altas y túnica de cuero; pero llevaba corona en lugar de casco. William y Walter se abrieron paso entre los numerosos peticionarios que se encontraban ante la puerta de la iglesia, saludaron a los guardias que mantenían quieto al público y se introdujeron en el círculo interior. Stephen, que estaba hablando con un conde recién llegado, vio aproximarse a William y se interrumpió de inmediato.
—William, amigo mío. Ya te has enterado.
William se inclinó.
—Mi rey y señor.
Stephen se puso en pie.
—Te acompaño en tu dolor —dijo.
Rodeó a William con los brazos y lo retuvo un instante antes de soltarlo.
Sus muestras de afecto hicieron brotar las primeras lágrimas de William.
—Vengo a pediros permiso para ir a casa —dijo.
—Concedido con gusto, aunque no contento —respondió el rey—. Echaremos en falta tu fuerte brazo derecho.
—Gracias, señor.
—También te concedo la custodia del Condado de Shiring y todas las rentas hasta que sea decidida la cuestión de la sucesión. Ve a casa, entierra a tu padre y vuelve con nosotros tan pronto como puedas.
William hizo una nueva inclinación y se retiró. El rey reanudó su conversación con el conde. Los cortesanos se reunieron en torno a William para expresarle su condolencia. Mientras recibía las frases de cada uno de ellos y las agradecía, le vino a la memoria, con sobresalto, el significado de lo que le había dicho el rey. Le había concedido la custodia del Condado hasta que quede decidida la cuestión de la sucesión. ¿Qué cuestión? William era el hijo único de su padre. ¿Cómo podía haber cuestión alguna? Observó los rostros que tenía en derredor y su expresión se animó al ver a un joven sacerdote que era uno de los clérigos del rey, que estaban siempre mejor informados.
Se llevó aparte al sacerdote.
—¿Qué diablos ha querido decir al mencionar la "cuestión" de la sucesión, Joseph?
—Hay otro pretendiente al Condado —repuso Joseph.
—¿Otro pretendiente? —repitió asombrado William, pues no tenía medio hermanos, hermanos ilegítimos, primos ni... —. ¿Quién es?
Joseph señaló hacia una figura en pie, de espaldas a ellos. Se encontraba entre la comitiva del conde recién llegado. Vestía la indumentaria de un escudero.
—Pero si ni siquiera es caballero —exclamó William en voz alta—. ¡Mi padre era el conde de Shiring!
El escudero le oyó y se volvió hacia ellos.
—¡Mi padre también era el conde de Shiring!
En un principio, William no lo reconoció. Sólo vio a un joven de unos dieciocho años, guapo, de hombros anchos, bien vestido para ser escudero y con una espada al cinto. Su actitud revelaba seguridad en sí mismo, incluso arrogancia. Y lo más asombroso fue que se quedó mirando a William con tan profunda expresión de odio que le hizo retroceder.
La cara le resultaba muy familiar, aunque cambiada. Así y todo, a William le era imposible identificarlo. Pero entonces descubrió una fea cicatriz en la oreja derecha del escudero, donde le había sido seccionado el lóbulo. Como un relámpago, le vino a la memoria un pequeño trozo de carne blanca cayendo sobre el pecho palpitante de una virgen aterrada y escuchó a un muchacho gritar de dolor. Aquel era Richard, el hijo del traidor Bartholomew, el hermano de Aliena.
El chiquillo al que habían obligado a mirar mientras dos hombres violaban a su hermana, se había convertido en un hombre formidable en cuyos ojos, de un azul claro, ardía la llama del deseo de venganza. De repente William se sintió asustadísimo.
—Lo recuerdas, ¿verdad? —preguntó Richard arrastrando un poco las palabras, lo que no llegó a enmascarar del todo la furia glacial que palpitaba en ellas.
William asintió.
—Recuerdo.
—Y yo también, William Hamleigh —dijo Richard—. Y yo también.
William se encontraba sentado en el gran sillón, a la cabecera de la mesa que solía ocupar su padre. Siempre supo que un día le pertenecería aquel asiento. Imaginó que se sentiría muy poderoso cuando lo hiciera; sin embargo, ahora, lo que estaba era bastante atemorizado. Temía que la gente dijera que no era el hombre que su padre había sido, y que no le tuvieran respeto.
Su madre se hallaba a su derecha. La había observado con frecuencia cuando su padre se sentaba en aquel sillón, y se daba cuenta de cómo ella jugaba con sus temores y debilidades para salirse con la suya. Estaba decidido a no dejarla hacer lo mismo con él.
El asiento de su izquierda lo ocupaba Arthur, un hombre carnoso, de modales tranquilos, que fue el juez local del conde Bartholomew.
Al acceder al título de conde, padre había contratado a Arthur, porque tenía buen conocimiento de las propiedades. A William nunca le convenció aquel razonamiento. Los servidores de otras gentes se aferraban a veces a las ideas de sus anteriores amos.
—No es posible que el rey Stephen haga conde a Richard —decía madre furiosa—. ¡No es más que un escudero!
—No entiendo cómo ha logrado siquiera llegar hasta ahí —dijo William con irritación—. Creí que se habían quedado en la miseria.
Pero llevaba ropas estupendas y una buena espada. ¿De dónde ha sacado el dinero?
—Se estableció como mercader de lana —explicó la madre—. Tiene todo el dinero que necesita. O más bien lo tiene su hermana. He oído decir que es Aliena quien lleva el negocio.
Aliena. Así que ella estaba detrás de todo aquello. William nunca la había olvidado del todo. Pero jamás le había vuelto a atormentar tanto desde que estalló la guerra, hasta su encuentro con Richard.
Desde entonces había pensado de continuo en ella, tan fragante y hermosa, tan vulnerable y deseable como siempre. La aborrecía, precisamente por el dominio que tenía sobre él.
—¿De manera que ahora Aliena es rica? —preguntó simulando indiferencia.
—Sí. Pero tú has estado luchando por el rey durante un año. No puede negarte tu herencia.
—Al parecer Richard también ha peleado como un valiente —objetó William—. He hecho algunas averiguaciones. Y, lo que todavía es peor, he oído decir que su valor ha llegado a conocimiento del rey.
La expresión de la madre cambió de furioso desdén a una actitud reflexiva.
—De manera que tiene una oportunidad.
—Mucho me lo temo.
—Muy bien. Hemos de luchar por desbancarlo.
—¿Cómo? —preguntó William de manera automática.
Había decidido no permitir que su madre se hiciera cargo, pero en esos momentos acababa de hacerlo.
—Tienes que volver junto al rey con más caballeros, armas nuevas y mejores caballos. También con muchos escuderos y hombres de armas.
A William le hubiera gustado mostrarse en desacuerdo con ella pero sabía que tenía razón. A la larga, el rey concedería el Condado al hombre que considerase iba a ser su partidario más efectivo, sin importarle lo justo o injusto del caso.
—Y eso no es todo —siguió diciendo la madre—. Has de tener mucho cuidado en presentarte y actuar como un conde. De esa manera, el rey empezará a pensar en el nombramiento como en algo que no admite duda.
—¿Qué aspecto debe tener un conde y cómo ha de actuar? —preguntó intrigado William a pesar suyo.
—Expresa tu pensamiento con la mayor frecuencia. Ten siempre una opinión acerca de todo cuanto acontezca. Cómo debería el rey proseguir con la guerra; cuáles son las mejores tácticas para cada batalla, en qué situación política se halla el norte y, de modo muy especial, comenta la cualidad y lealtad de otros condes. Habla de unos a otros. Di al conde de Huntington que el conde de Wearenne es un gran luchador, di al obispo de Ely que no confías en el sheriff de Lincoln. La gente dirá al rey:
William de Shiring pertenece a la facción de Wearenne
; o
William de Shiring y sus seguidores están en contra del sheriff de Lincoln
. Si te muestras como poderoso, el rey se sentirá a gusto concediéndote un mayor poder.
William tenía escasa fe en aquellas sutilezas.
—Creo que será más efectivo lo poderoso de mi ejército —dijo, y volviéndose al juez local le preguntó—: ¿Cuánto hay en mi tesorería, Arthur?
—Nada, señor —contestó éste.
—¿De qué diablos hablas? —inquirió William con aspereza—. Tiene que haber algo. ¿Cuánto?
Arthur mostraba un ligero aire de superioridad como si nada tuviera que temer de William.
—No hay dinero alguno en la tesorería, señor.
A William le habría gustado estrangularlo.
—¡Éste es el Condado de Shiring! —dijo con voz lo bastante alta para hacer levantar la vista a los caballeros y los funcionarios del castillo que comían al otro extremo de la mesa—. ¡Tiene que haber dinero!
—Desde luego entra dinero sin cesar, señor —dijo tranquilamente Arthur—. Pero vuelve a salir, sobre todo en tiempos de guerra.
William estudió el rostro pálido y bien afeitado. Arthur se mostraba demasiado suficiente. ¿Era honrado? No había forma de saberlo.
William habría dado algo porque sus ojos pudieran penetrar en la mente de un hombre.
Madre sabía lo que William estaba pensando.
—Arthur es honrado —respondió sin importarle que el hombre estuviera presente—. Es viejo, perezoso y se halla encastillado en sus ideas, pero es honrado.
William quedó como herido por un rayo. Apenas había tomado asiento en el sillón y su poder empezaba ya a desvanecerse como por arte de magia. Le pareció encontrarse bajo una maldición. Parecía existir una ley según la cual William sería siempre un muchacho entre hombres, cualquiera que fuese la edad que tuviera.
—¿Cómo ha podido ocurrir esto? —preguntó casi sin fuerzas.
—Antes de morir, tu padre estuvo enfermo durante la mayor parte del año —dijo madre—. Me daba cuenta de que estaba dejando que la situación se le escapara de las manos; pero no logré que hiciera nada al respecto.
Fue una novedad para William descubrir que, a fin de cuentas, su madre no era omnipotente. Volvióse hacia Arthur.
—Tenemos algunas de las mejores tierras de cultivo del reino. ¿Cómo es posible que estemos sin dinero?
—Hay granjas que están en dificultades y varios arrendatarios van atrasados en el pago de sus rentas.
—¿Y por qué?
—Una de las razones que escucho con frecuencia es que los jóvenes no quieren trabajar el campo y se van a las ciudades.
—¡Entonces hemos de impedírselo!
Arthur se encogió de hombros.
—Una vez que un siervo ha vivido durante un año en cualquier ciudad se convierte en hombre libre. Es la ley.
—¿Y qué pasa con los arrendatarios que no han pagado? ¿Qué les has hecho?
—¿Qué puede hacérseles? —contestó Arthur—. Si les quitamos su medio de vida, jamás estarán en condiciones de pagar. De modo que hemos de ser pacientes y esperar a que llegue una buena cosecha que les permita ponerse al día.
William pensó, irritado, que Arthur parecía satisfecho de su incapacidad para resolver aquellos problemas. Pero, por un momento, frenó su genio.
—Bien, si todos los jóvenes se van a las ciudades, ¿qué me dices de nuestros alquileres por las propiedades urbanas en Shiring? Con ellos tendría que ingresar algún dinero.
—Aunque parezca extraño no ha sido así —alegó Arthur—. En Shiring hay numerosas casas vacías. Los jóvenes deben irse a cualquier otro sitio.
—O la gente te está mintiendo —replicó William—. Supongo que vas a decirme que los ingresos por el mercado de Shiring y la Feria del Vellón también han caído.
—Sí...
—Entonces, ¿por qué no aumentas las rentas y los impuestos?
—Lo hemos hecho, señor, cumpliendo las órdenes de vuestro difunto padre. Pese a todo, los ingresos han caído.
—Con una propiedad tan poco productiva, ¿cómo era posible que Bartholomew pudiera seguir adelante? —preguntó exasperado.
Incluso para aquello tenía respuesta Arthur.
—Poseía también la cantera. En los viejos tiempos daba mucho dinero.
—Y ahora está en manos de ese condenado monje.
William estaba trastornado. Justo cuando necesitaba hacer un despliegue ostentoso, le decían que estaba sin un céntimo. La situación era muy peligrosa para él. El rey sólo le había concedido la custodia de un Condado. En cierto modo, lo estaba poniendo a prueba. Si volvía a la corte con un ejército reducido, podría parecer ingratitud, incluso deslealtad.
Además, era posible que el panorama que le había presentado Arthur no fuera del todo auténtico. William se hallaba seguro de que la gente le estaba defraudando y que era muy probable que, además, se estuvieran riendo a sus espaldas. La idea le puso furioso. No se encontraba dispuesto a tolerarlo. Ya les enseñaría él. Antes de aceptar la derrota habría derramamiento de sangre.
—Has encontrado una excusa para todo —dijo a Arthur—. Y el hecho es que has dejado que estas propiedades fueran a la deriva durante la enfermedad de mi padre, que es cuando debieras haberte mostrado más vigilante.