Los Pilares de la Tierra (130 page)

Read Los Pilares de la Tierra Online

Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

BOOK: Los Pilares de la Tierra
6.41Mb size Format: txt, pdf, ePub

Philip miró a Jack con afecto mezclado de exasperación.
¡Ese muchacho!,
se dijo.
El primer día que llegó aquí ardió la vieja catedral y desde entonces nada de lo relacionado con él ha sido normal.
Pero Philip se sentía más complacido que irritado con la entrada de Jack. Pese a todas las dificultades que creó, hacía la vida interesante. ¡Muchacho! Philip volvió a mirarle. Jack no era ya un muchacho. Había estado fuera dos años pero había envejecido diez y su mirada era fatigada y experimentada. ¿Dónde había estado? ¿Y cómo lo había encontrado Aliena?

La procesión avanzó hacia el centro de la iglesia. Philip decidió no hacer nada y esperar acontecimientos. Se escuchó un murmullo excitado al reconocer la gente a Jack y Aliena. Luego, se oyó algo diferente, como un murmullo maravillado y alguien dijo:

—¡Está llorando!

Otras voces lo repitieron a modo de letanía:

—¡Está llorando, está llorando!

Philip escrutó la imagen. En efecto, de los ojos le brotaba agua. De repente recordó la misteriosa carta del arzobispo sobre la milagrosa Madonna de las Lágrimas. Así que se trataba de esto. En cuanto a que el llanto fuera un milagro Philip se reservaría por el momento su juicio. Podía ver que los ojos parecían estar hechos de piedra, o acaso alguna clase de cristal, en tanto que el resto de la estatua era de madera. Tal vez tuviera que ver algo con eso.

Los sacerdotes, dando media vuelta, colocaron la tabla en el suelo, de manera que la Madonna quedaba de cara a los fieles. Fue entonces cuando Jack empezó a hablar.

—La Madonna de las Lágrimas vino a mí en un país muy, muy lejano —empezó a decir.

A Philip no le gustó que Jack se apropiara el oficio divino, pero decidió no actuar de modo precipitado. Dejaría que dijera lo que se proponía. De cualquier forma estaba intrigado.

—Me la dio un sarraceno converso —siguió diciendo Jack.

Entre los fieles se produjo un murmullo de sorpresa. En tales historias, los sarracenos eran, por lo general, el enemigo bárbaro de rostro negro y muy pocos eran los que sabían que algunos de ellos se habían convertido al cristianismo.

—Al principio me pregunté por qué me la habrían dado a mí. Sin embargo la llevé conmigo, durante muchas millas.

Jack tenía a los fieles pendientes de sus labios.
Es un predicador de sermones mucho mejor que yo
, se dijo Philip tristemente.
Puedo darme cuenta de la tensión que se está formando.

Jack prosiguió:

—Hasta que al fin empecé a darme cuenta de que lo que ella quería era ir a casa. ¿Pero dónde estaba su casa? Finalmente lo descubrí. Quería venir a Kingsbridge.

Por la congregación corrió un murmullo de asombro. Philip se sentía escéptico. Había una diferencia entre la manera en que Dios actuaba y la forma en que lo hacía Jack. Y ésta llevaba sin duda la marca de Jack. Sin embargo Philip permaneció en silencio.

—Pero entonces me dije: ¿A dónde puedo llevarla? ¿Qué capilla tendrá en Kingsbridge? ¿En qué iglesia encontrará al fin reposo? —miró en derredor al sencillo interior enjalbegado de la iglesia parroquial como diciendo: "Ésta desde luego no sirve"—. Y fue como si ella hubiera hablado y me dijera: "Tú, Jack Jackson, harás una capilla para mí y me construirás una iglesia."

Philip empezó a comprender lo que maquinaba Jack. La Madonna era la chispa que prendería de nuevo el entusiasmo del pueblo por la construcción de una nueva catedral. Lograría lo que el sermón de Philip sobre Job no había conseguido. A pesar de ello, Philip seguía preguntándose:
¿Es la Voluntad de Dios o sólo la de Jack?

—Así que le pregunté: "¿Con qué? No tengo dinero." Y ella dijo: "Yo os proveeré de él." Bien. Nos pusimos en camino con la bendición del arzobispo Theobald de Canterbury. —Al nombrar al arzobispo Jack miró de reojo a Philip.

Me está diciendo algo
, pensó el prior.
Está diciendo que tiene un respaldo poderoso para esto.

Jack volvió a dirigir la mirada a los fieles.

—Y, a lo largo de todo el camino, desde París a través de Normandía, cruzando la mar y luego en la ruta hasta Kingsbridge, cristianos devotos han venido dando dinero para la construcción de la capilla de la Madonna de las Lágrimas.

A continuación, Jack hizo una seña a alguien que se encontraba en el exterior.

Un instante después, dos sarracenos tocados con un turbante entraron solemnemente en la iglesia llevando sobre los hombros un cofre zunchado.

Los aldeanos retrocedieron atemorizados. Incluso Philip estaba asombrado. Sabía que, en teoría, los sarracenos tenían la tez morena pero jamás había visto uno y la realidad resultaba asombrosa. Sus ropajes ondulantes y multicolores resultaban también muy llamativos. Avanzaron entre los maravillados fieles y se arrodillaron delante de la Madonna. Con ademán reverente, depositaron el cofre en el suelo.

Se escuchó un ruido como el de una cascada y del cofre brotó un chorro de peniques de plata, centenares, miles. La gente se agolpaba para mirarlos. Ninguno de ellos había visto en su vida tanto dinero junto.

Jack alzó la voz para que pudieran oírle a través de sus exclamaciones.

—La he traído a casa y ahora la entrego para la construcción de la nueva catedral.

Se volvió y clavó los ojos en los de Philip, al tiempo que hacía una leve inclinación de cabeza como diciendo:
Ahora os toca a vos.

Philip aborrecía que le manipularan de aquella manera; aunque, al mismo tiempo, no tenía más remedio que reconocer que todo aquello se había llevado con maestría inigualable. No obstante; eso no significaba que fuera a admitirlo sin más. La gente podría aclamar a la Madonna de las Lágrimas; pero a Philip correspondía decidir si debía permanecer en la catedral de Kingsbridge junto con los huesos de san Adolphus. Y todavía no estaba convencido.

Algunos fieles empezaron a hacer preguntas a los sarracenos.

Philip, bajando de su púlpito se acercó más para escuchar.

—Vengo de un país muy, muy lejano —estaba diciendo uno de ellos.

El prior quedó sorprendido al oír que hablaba inglés exactamente igual que un pescador de Dorset; pero la gran mayoría de los aldeanos ni siquiera sabían que los sarracenos tenían lengua propia.

—¿Cómo se llama tu país? —le preguntó alguien.

—Mi país se llama África —contestó el sarraceno.

Claro que, como Philip bien sabía, aunque no así la casi totalidad de los ciudadanos, en África había más de un país, y Philip se preguntaba a cuál de ellos pertenecería aquel sarraceno. Resultaría en extremo excitante que fuera de algunos de los que mencionaba la Biblia, como Egipto o Etiopía.

Una chiquilla alargó tímidamente un dedo y tocó la mano morena. El sarraceno le sonrió. Aparte del color, su aspecto no era diferente del de cualquier otro, se dijo Philip.

—¿Cómo es África? —preguntó la niña, ya un poco lanzada.

—Hay grandes desiertos y árboles que dan higos.

—¿Qué son higos?

—Es... es una fruta, que se parece a la fresa y sabe como la pera.

De repente asaltó a Philip una terrible sospecha.

—Dime, sarraceno, ¿en qué ciudad has nacido? —le preguntó.

—En Damasco —respondió el hombre.

Philip vio confirmada su sospecha. Estaba furioso. Cogió a Jack del brazo y se lo llevó a un lado.

—¿A qué estás jugando? —inquirió con tono iracundo aunque mesurado.

—¿Qué queréis decir? —preguntó Jack intentando hacerse el inocente.

—Esos dos hombres no son sarracenos. Son pescadores de Warehouse con la cara y las manos enmascaradas.

A Jack no parecía preocuparle que se hubiera descubierto su engaño.

—¿Cómo lo adivinó? —preguntó haciendo una mueca.

—No creo que ese hombre haya visto un higo en su vida. Y Damasco no está en África. ¿Qué significa esta falsedad?

—Es un engaño inofensivo —contestó Jack al tiempo que esbozaba su simpática sonrisa.

—No existe eso que tú llamas un engaño inofensivo —repuso con frialdad Philip.

—Muy bien. —Jack se dio cuenta de que Philip estaba enfadado y se puso serio—. Su objetivo es el mismo que un dibujo coloreado en una página de la Biblia. No es la verdad, es una ilustración. Mis hombres de Dorset teñidos de marrón están representando el hecho real de que la Madonna de las Lágrimas procede de tierras sarracenas.

Los dos sacerdotes y Aliena se habían apartado del gentío que se agolpaba alrededor de la Madonna, y se reunieron con Philip y Jack.

—No te asusta dibujar una serpiente. Una ilustración no es un embuste.

—Tus sarracenos no son una ilustración, son sencillamente impostores —replicó Philip haciendo caso omiso de los demás.

—Desde que se incorporaron los sarracenos hemos recogido mucho más dinero —alegó Jack.

Philip miró los peniques amontonados en el suelo.

—Los ciudadanos deben creer que ahí hay suficiente para construir toda una catedral —dijo—. A mí me da la impresión de que habrá un centenar de libras. Tú sabes bien que con eso no se cubre siquiera un año de trabajo.

—El dinero es como los sarracenos —contestó Jack—. Es simbólico. Sabéis que tenéis el dinero para empezar a construir.

Eso era verdad. No había nada que impidiera a Philip construir. La Madonna era tan sólo el incentivo que se necesitaba para hacer volver a la vida a Kingsbridge. Atraería gente a la ciudad, peregrinos y estudiosos, así como curiosos ociosos. Daría nuevo impulso a la vitalidad ciudadana. Se la consideraría como un buen presagio. Philip había estado esperando una señal de Dios y ansiaba realmente creer que estuviera allí. Pero desde luego no daba la impresión de que así fuera. Parecía más bien una trapacería de Jack.

—Soy Reynold y éste es Edward, trabajamos para el arzobispo de Canterbury —dijo el más joven de los sacerdotes—. Él nos envió para acompañar a la Madonna de las Lágrimas.

—Si tenéis la bendición del arzobispo, ¿a qué necesitáis un par de falsos sarracenos para dar legitimidad a la Madonna? —les preguntó Philip.

Edward pareció algo avergonzado.

—Fue idea de Jack. Pero confieso que yo no encontré que hubiera en ello nada de malo. ¿No albergará dudas sobre la Madonna, Philip? —preguntó Reynold.

—Puedes llamarme padre —le contestó el prior con voz tajante—. Que trabajes para el arzobispo no te da derecho a mostrarte confianzudo con tus superiores. La respuesta a tu pregunta es que sí. Siento dudas respecto a la Madonna. No voy a instalar esta estatua en el recinto de la catedral de Kingsbridge hasta tener la convicción de que se trata de una imagen sagrada.

—Una estatua de madera llora —arguyó Reynold—. ¿Qué más milagro queréis?

—El llanto no tiene explicación. Pero ello no lo convierte en milagro. También es inexplicable la transformación del agua líquida en hielo sólido. Sin embargo, no es un milagro.

—El arzobispo se sentirá muy decepcionado si rechazáis a la Madonna. Hubo de librar una auténtica batalla para evitar que el abad Suger ordenara que permaneciera en Saint-Denis.

Philip sabía que le estaban amenazando.
El joven Reynold habrá de esforzarse mucho más si quiere intimidarme
, se dijo.

—Estoy seguro de que el arzobispo no querrá que acepte la Madonna sin hacer antes algunas indagaciones de rutina respecto a su legitimidad —respondió con afabilidad.

Se sintió un movimiento en el suelo. Philip miró hacia abajo y vio al tullido en el que ya se había fijado antes. El desgraciado avanzaba penosamente por el suelo, arrastrando tras de sí las piernas paralizadas, intentando acercarse a la estatua. En cualquier dirección que se moviese encontraba el paso cerrado por el gentío. Philip se hizo a un lado de manera automática para dejarle el camino libre. Los sarracenos permanecían vigilantes para que la gente no tocara la estatua. Pero el tullido se les pasó por alto. Philip vio al hombre alargar la mano. En circunstancias normales, el prior hubiera impedido que alguien tocara una reliquia sagrada; pero todavía no había aceptado a aquella imagen como tal, así que le dejó hacer. El tullido tocó el borde de la túnica de madera. De repente lanzó un grito triunfal.

—¡Lo siento! —empezó a clamar—. ¡Lo siento!

Todo el mundo se quedó mirándolo.

—¡Siento que me vuelven las fuerzas! —vociferó.

Philip lo miró incrédulo, sabedor de lo que vendría después. El hombre dobló una pierna, luego la otra.

Hubo un murmullo sobresaltado entre los mirones. El tullido alargó una mano y alguien se la cogió. Con un esfuerzo, el hombre logró ponerse en pie.

La multitud pareció enfervorizada.

—¡Intenta andar! —gritó alguien.

El hombre, sin soltar la mano de quien le había prestado ayuda, trató de dar un paso, luego otro. Se había hecho un silencio mortal. Al dar el tercer paso, el hombre vaciló y estuvo a punto de caer. Hubo un sobresalto general. Pero el hombre, recuperando el equilibrio, empezó a andar.

Hubo una explosión de vítores.

Empezó a andar por el pasillo seguido de la gente. Al cabo de unos cuantos pasos, echó a correr. Los vítores arreciaron al atravesar la puerta de la iglesia y salir a la luz del sol, seguido por la mayoría de los fieles.

Philip miró a los sacerdotes. Reynold estaba maravillado y a Edward le caían lágrimas por las mejillas. Era evidente que no habían tomado parte en aquello.

—¿Cómo has tenido la osadía de recurrir a semejante truco? —preguntó furioso Philip volviéndose hacia Jack.

—¿Truco? ¿Qué truco? —dijo Jack.

—A ese hombre nunca se le ha visto por aquí hasta hace sólo unos días. Dentro de dos o tres desaparecerá con los bolsillos repletos de tu dinero, y jamás se le volverá a ver. Sé cómo se hacen esas cosas Jack. Lamentablemente no eres la primera persona que simula un milagro. A ese hombre no le ha pasado nada en las piernas, ¿verdad? Es otro pescador de Wareham.

La acusación resultó confirmada por la expresión culpable de Jack.

—Ya te dije que no debías hacerlo, Jack —le recordó Aliena.

Los dos sacerdotes se habían quedado petrificados. Lo habían creído de buena fe. Reynold estaba furioso. Se volvió hacia Jack.

—¡No tenías derecho! —dijo con voz entrecortada.

Philip se sentía triste al tiempo que embargado por la ira. En el fondo de su corazón albergaba la esperanza de que la Madonna resultara ser auténtica, porque sabía muy bien que contribuiría a revitalizar el priorato y la ciudad. Pero no estaba de Dios que fuera así. Recorrió con la mirada la pequeña iglesia parroquial. Allí sólo quedaba un puñado de fieles que seguían mirando la estatua.

Other books

Love and Hydrogen by Jim Shepard
El pequeño vampiro en la granja by Angela Sommer-Bodenburg
Archangel by Kathryn Le Veque
Further South by Pruitt, Eryk
Hell Calling II by Enrique Laso
the Mountain Valley War (1978) by L'amour, Louis - Kilkenny 03