Pese a todos sus esfuerzos, se vio impulsado hacia delante, hacia el pórtico norte donde la lucha era más encarnizada. Y se dio cuenta de que lo mismo le estaba ocurriendo al ladrón de la barba negra. El hombre intentaba huir con su botín, apretando contra su pecho la estatua de madera igual que Jack hacía con Tommy. Pero también él se veía obligado a seguir donde estaba debido a la presión de la muchedumbre.
De repente, a Jack se le ocurrió una idea. Hizo que Aliena cogiera a Tommy.
—Sigue pegada a mí —le dijo.
Luego, agarrando al ladrón, intentó quitarle la estatua. El hombre se resistió por un instante, pero Jack era más grande y, además, al ladrón le interesaba ya más salvar el pellejo que robar la estatua. Así que, al cabo de un momento, soltó su presa.
Jack alzó la estatuilla sobre la cabeza.
—¡Reverenciad a la Madonna!
En un principio nadie le prestó atención. Pero luego dos personas lo miraron.
—¡No tocar a la Virgen Santa! —gritó con todas sus fuerzas.
La gente que le rodeaba retrocedió supersticiosa, dejando un hueco en derredor de Jack, el cual empezó a enfervorizarse con el tema.
—¡Es pecado profanar la imagen de Nuestra Señora!
Manteniendo la estatua bien alta sobre su cabeza, siguió caminando hacia delante, en dirección a la iglesia.
Es posible que esto resulte
, se dijo sintiendo renacer la esperanza. La mayoría de la gente dejó de pelear para averiguar lo que estaba ocurriendo. Jack volvió la cabeza para mirar detrás de sí. Aliena le seguía. Por otra parte, no podía dejar de hacerlo debido al empuje de la gente. Sin embargo la lucha empezaba a decaer rápidamente. El gentío cambió de dirección hacia Jack y entre ellos se empezaban a repetir sus palabras con un murmullo maravillado.
—Es la Madre de Dios... Salve, Regina... Abrid paso a la Santísima Virgen...
Todo cuanto la gente quería era espectáculo y, ahora que Jack les ofrecía uno, dejaron de luchar casi por completo y sólo dos o tres grupitos seguían peleándose en los extremos. Jack continuaba avanzando con toda solemnidad. Se hallaba un tanto atónito por la facilidad con que había cortado el motín. La muchedumbre le siguió hasta el pórtico norte de la iglesia. Allí, depositó la estatua en el suelo, con gran reverencia, bajo la sombra fresca del umbral de la puerta. Medía algo más de dos pies de altura y, sobre el suelo parecía menos impresionante.
La gente se agolpó ante la puerta a la expectativa. Jack no sabía qué podía hacer. Probablemente esperaban oír un sermón. Se había comportado como un eclesiástico, llevando en alto la estatua y pronunciando sonoras advertencias; pero con ella había llegado al límite de sus habilidades sacerdotales. Se sentía temeroso. ¿Qué haría toda aquella gente si ahora les decepcionaba?
De repente se escuchó una general exclamación entrecortada.
Jack miró hacia atrás. Algunos de los nobles de la congregación formaban un grupo en el crucero norte, mirando hacia fuera. Pero Jack no veía nada que justificara el aparente asombro de la gente.
—¡Un milagro! —gritó alguien y otros repitieron su grito.
—¡Un milagro!
—¡Un milagro!
Jack miró la estatua y al punto lo comprendió todo. De sus ojos brotaba agua. En un principio quedó maravillado como el resto de la gente, pero un instante después recordó su teoría de que la dama lloraba cuando se producía un cambio súbito del calor al frío, como sucedía en las regiones del sur al caer la noche. La estatua acababa de ser trasladada de la calina del día al pórtico norte. Ello explicaría las lágrimas. Pero claro, la gente no sabía eso. Todo cuanto veían era una estatua que lloraba, lo cual los tenía maravillados.
Una mujer que se encontraba delante, arrojó una pequeña moneda de plata francesa equivalente al penique, a los pies de la imagen.
Jack hubo de contenerse para no echarse a reír. ¿De qué servía arrojar dinero a un pedazo de madera? Pero la gente había sido adoctrinada por la Iglesia hasta tal punto que su reacción automática ante algo sagrado era la de dar dinero. Otros muchos entre la multitud siguieron el ejemplo de la mujer.
A Jack nunca se le ocurrió que el juguete de Raschid pudiera producir dinero. En realidad no podía hacerlo para Jack. La gente no lo daría si creyese que su destino final era su bolsa particular. Pero representaría una fortuna para cualquier iglesia.
Al comprenderlo así, vio de súbito lo que tenía que hacer.
Fue como un fogonazo y empezó a hablar antes siquiera que él mismo hubiera comprendido las complicaciones. Las palabras acudieron a su boca al propio tiempo que los pensamientos.
—La Madonna de las Lágrimas no me pertenece a mí, sino a Dios —empezó diciendo.
Se hizo el silencio entre las gentes. Aquél era el sermón que habían esperado. Detrás de Jack los obispos estaban cantando dentro de la iglesia; pero ya nadie se interesaba por ellos. Jack continuó:
—Durante centenares de años ha languidecido en tierras de los sarracenos.
No tenía idea de cuál sería la historia de la estatua; pero eso no parecía importar. Los propios sacerdotes jamás indagaban demasiado a fondo la verdad sobre las historias de milagros y reliquias sagradas.
—Ha recorrido muchas millas —siguió diciendo Jack—, pero su viaje todavía no ha terminado. Su destino es la iglesia catedral de Kingsbridge, en Inglaterra.
Se encontró con la mirada de Aliena que le escuchaba asombrada.
No resistió la tentación de guiñarle el ojo para que supiera que lo estaba inventando a medida que hablaba.
—Yo tengo la misión sagrada de llevarla a Kingsbridge. Allí encontrará al fin la paz. —Mientras miraba a Aliena se le ocurrió la inspiración más brillante y definitiva, y agregó—: He sido designado maestro de obras de la nueva iglesia en Kingsbridge.
Aliena se quedó con la boca abierta. Jack miró hacia otro lado.
—La Madonna de las Lágrimas ha ordenado que se construya en su honor, en Kingsbridge, una iglesia nueva y más gloriosa y, con su ayuda, construiré para ella una capilla como el nuevo presbiterio que ha sido erigido aquí para los sagrados restos de Saint-Denis.
Bajó la vista y el dinero del suelo le dio la idea para el toque final.
—Vuestras monedas se utilizarán para la construcción de la nueva iglesia —dijo—. La Madonna da su bendición a todo hombre, mujer y niño que ofrezca un donativo para ayudar a la construcción de su nuevo hogar.
Hubo un momento de silencio. Luego, los que allí se encontraban empezaron a arrojar monedas al suelo alrededor de la base de la estatua. Algunos exclamaban "Aleluya" o "Alabado sea Dios", mientras que otros pedían una bendición e incluso algunos un favor específico: "Haced que Robert se ponga bien" o "Permitid que Anne conciba" e incluso "Dadnos una buena cosecha". Jack estudiaba los rostros. Aquellas personas se sentían excitadas, transportadas y felices. Empujaban hacia delante, dándose codazos unas a otras en su empeño por entregar sus peniques a la Madonna de las Lágrimas. Jack bajó de nuevo los ojos contemplando maravillado cómo se amontonaba el dinero a sus pies semejante a la nieve arrastrada por la ventisca.
La Madonna de las Lágrimas produjo el mismo efecto en todas las ciudades y aldeas de camino hacia Cherburgo. Solía acudir una multitud mientras atravesaban en procesión la calle mayor y luego una vez que se detenían ante la fachada de la iglesia para dar tiempo a que acudiera toda la población, conducían la estatua al interior de la iglesia donde empezaba a llorar. A partir de ese momento las gentes tropezaban unas con otras en su ansia de dar dinero para la construcción de la Catedral de Kingsbridge.
En un principio casi estuvieron a punto de perderla. Los obispos y arzobispos examinaron la estatua y la proclamaron genuinamente milagrosa. El abad Suger quiso quedársela para Saint-Denis; ofreció a Jack una libra, luego diez y, finalmente, cincuenta. Cuando comprendió que a Jack no le interesaba el dinero amenazó con quedarse con la estatua por la fuerza. Pero el arzobispo Theobald de Canterbury se lo impidió. Theobald intuyó también el potencial económico de la estatua y quería que fuese a Kingsbridge, que pertenecía a su diócesis. Suger cedió de mala gana, expresando groseras reservas sobre la realidad del milagro.
En Saint-Denis, Jack había dicho a los artesanos que contrataría a cualquiera de ellos que quisiera seguirle hasta Kingsbridge. Tampoco aquello le gustó demasiado a Suger. De hecho la mayoría de ellos se quedarían dónde estaban, por aquello de que más vale pájaro en mano que ciento volando, pero había algunos que habían ido allí desde Inglaterra, y acaso se sintieran tentados de regresar. Y finalmente otros harían correr la voz, porque era deber de todo albañil hacer saber a sus hermanos la existencia de nuevos enclaves en construcción. En cuestión de semanas, artesanos de toda la cristiandad empezarían a afluir a Kingsbridge, tal como Jack hizo en los seis o siete enclaves en los que había trabajado durante los dos últimos años. Aliena preguntó a Jack qué haría si el priorato de Kingsbridge no le nombrara maestro de obras. Jack no tenía idea. Había hecho aquel anuncio de sopetón, pero no poseía planes alternativos para el caso de que las cosas salieran mal.
El arzobispo Theobald, después de haber reclamado a la Madonna de las Lágrimas para Inglaterra, no estaba dispuesto a que Jack se la llevara sin más. Envió a dos sacerdotes de su séquito, Reynold y Edward, para que lo acompañaran, a él y a Aliena, durante su viaje.
En un principio a Jack le molestó; pero pronto simpatizó con ellos. Reynold era un joven de rostro fresco, dado a la polémica y de mente viva. Estaba muy interesado en las matemáticas que Jack había aprendido en Toledo. Edward era un hombre de más edad, de modales tranquilos, y algo tragaldabas. Su principal tarea consistía como era natural, en asegurarse de que nada del dinero recaudado con las donaciones fuera a parar a la bolsa de Jack. De hecho los sacerdotes utilizaron aquellas donaciones para pagar sus gastos de viaje, en tanto que Aliena y Jack se pagaron los suyos propios, de manera que el arzobispo hubiera hecho mucho mejor en confiar en Jack.
Fueron a Cherburgo de camino hacia Barfleur, donde habían de tomar el barco para Wareham. Jack supo que algo andaba mal mucho antes de que llegaran al centro del pequeño pueblo costero. La gente no miraba a la Madonna. A quien miraban era a Jack.
Los sacerdotes se dieron cuenta al cabo de un rato. Llevaban la estatua sobre unas pequeñas andas de madera, como hacían siempre que entraban en una ciudad.
—¿Qué pasa? —preguntó Reynold a Jack, cuando las gentes, en número cada vez mayor, empezaron a seguirles.
—No lo sé.
—Están más interesados en ti que en la estatua. ¿Has estado aquí?
—Nunca.
—Son los de más edad quienes se fijan en Jack. Los jóvenes miran la estatua —observó Aliena.
Tenía razón. Los niños y los jóvenes reaccionaban con curiosidad ante la estatua. Era la gente de mediana edad quien miraba a Jack. Éste intentó devolverles la mirada y se dio cuenta de que estaban atemorizados. Uno, al verle, llegó a hacer la señal de la Cruz.
—¿Qué tienen contra mí? —se preguntó en voz alta.
No obstante, su procesión atraía seguidores con la misma rapidez de siempre y llegaron a la plaza del mercado con un gran gentío a la zaga.
Colocaron a la Madonna en el suelo, delante de la iglesia. El aire olía a agua salada y a pescado fresco. Varias personas entraron en el templo.
Lo que solía ocurrir a continuación era que salía el párroco y hablaba con Reynold y Edward. Se discutía y se daban explicaciones y luego se entraba la estatua en la iglesia donde pudiera llorar. La Madonna sólo les había fallado en una ocasión, en un día frío cuando Reynold insistió en realizar el proceso pese a la advertencia de Jack de que era posible que no ocurriera nada. Ahora ya aceptaban su consejo.
Ese día el tiempo era perfecto pero algo andaba mal. En los rostros atezados y curtidos de los marineros y pescadores que les rodeaban, se reflejaba un temor supersticioso. Los jóvenes percibían la inquietud de sus mayores y todo el mundo se mostraba suspicaz y un poco hostil. Nadie se acercó al pequeño grupo para hacer preguntas acerca de la imagen. Permanecían a cierta distancia, hablando en voz baja y a la espera de que ocurriera algo.
Al final apareció el sacerdote. En las otras ciudades el cura se había acercado con cautelosa curiosidad. El de Cherburgo llegó al modo de un exorcista, con la cruz alzada delante de él como un escudo, y llevando un cáliz con agua bendita en la otra mano.
—¿Qué cree que va a tener que hacer... ahuyentar a los demonios? —preguntó Reynold.
El sacerdote avanzó, entonando algo en latín y se acercó a Jack.
Luego, le dijo en francés:
—Te ordeno a ti, espíritu diabólico, que vuelvas al lugar de los Fantasmas. En el nombre del...
—¡Yo no soy un espíritu, condenado loco! —estalló Jack, que se sentía irritado.
—...Padre, del Hijo y del Espíritu Santo... —siguió diciendo el sacerdote.
—Viajamos con una misión del arzobispo de Canterbury —protestó Reynold—. Él mismo nos ha bendecido.
—No es un espíritu. Le conozco desde los doce años —alegó Aliena.
El sacerdote empezó a mostrarse inseguro.
—Sois el espíritu de un hombre de este pueblo que murió hace veinticuatro años —alegó.
Varias personas entre aquel gentío vocearon su acuerdo y el sacerdote empezó de nuevo con su conjuro.
—No tengo más que veinte años —protestó Jack—. Tal vez me parezca al hombre que murió.
Alguien salió de entre la muchedumbre.
—No es sólo que te parezcas —dijo—. Tú eres él..., idéntico desde el día que moriste.
La multitud murmuraba con temor supersticioso. Jack, ya muy nervioso, miró a quien así hablaba. Era un hombre de unos cuarenta años, de barba gris, vistiendo las ropas de un artesano con buena fortuna o de un pequeño mercader. No era uno de esos tipos histéricos. Jack se dirigió a él con voz algo quebrada.
—Mis compañeros me conocen —dijo—. Dos son sacerdotes. La mujer es mi esposa. El chiquillo, mi hijo. ¿Son ellos también espíritus?
El hombre pareció vacilar.
Entonces habló una mujer de pelo blanco, en pie junto a él.
—¿No me conoces, Jack?
Jack dio un salto como si le hubieran pinchado. Ahora ya estaba asustado, de verdad.
—¿Cómo sabes mi nombre? —le preguntó.