Jack bajó la cabeza para dar un descanso a su cuello. Se sentía tan jubiloso como si le hubieran coronado rey. Así es como construiré mi catedral, se dijo.
Dirigió la mirada al cuerpo central de la iglesia. La nave propiamente dicha era a todas luces muy vieja, pero relativamente larga y ancha. Había sido edificada hacía muchísimos años, por un constructor diferente del actual y era convencional por completo. Pero luego, en la crujía, parecía como si hubiera escalones hacia abajo, que sin duda conducían a la cripta y a las sepulturas reales, mientras que otros se dirigían hacia arriba, hacia el presbiterio. Daba la impresión de que éste se hallara flotando un poco, a cierta distancia del suelo. Desde el ángulo en que él estaba, la estructura quedaba oscurecida por la deslumbrante luz del sol que entraba por las ventanas del ala este, hasta el punto de que Jack pensó que los muros no estarían terminados y que el sol entraría por los huecos. Cuando Jack salió de la nave al crucero, vio que el sol entraba a través de hileras de ventanas altas, algunas con vidrieras de colores y los rayos del sol parecía inundar toda la inmensa estructura de la iglesia con luz y calor. Jack no alcanzaba a comprender cómo se las habían arreglado para disponer de un espacio tan grande de ventanas. Parecía haber más ventanas que muro. Estaba maravillado. ¿Cómo habían logrado hacerlo de no ser por magia?
Mientras subía los peldaños que conducían al presbiterio, sintió un estremecimiento de temor supersticioso. Se detuvo al final de ellos y atisbó en la confusión de haces de luces de colores y de piedras que tenía ante sí. Poco a poco, fue abriéndose paso la idea de haber visto ya algo semejante. Pero en su imaginación. Ésa era la iglesia que había soñado construir, con sus amplias ventanas y onduladas bóvedas, una estructura de luz y aire que semejara mantenerse por arte de encantamiento.
Un instante después, lo vio desde un prisma diferente. De repente todo encajó y, en un destello de revelación, Jack vio lo que habían hecho el abad Suger y su constructor.
El principio de la bóveda de nervios consistía en hacer un techo con algunas nervaduras fuertes, rellenando con material los huecos entre ellas. Habían aplicado ese principio a toda la construcción. El muro del presbiterio consistía en algunos pilares fuertes unidos por ventanas. La arcada que separaba el presbiterio de sus naves laterales no era un muro sino una hilera de pilares unidos por arcos ojivales, dejando amplios espacios a través de los que la luz de las ventanas podía penetrar hasta el centro de la iglesia. La propia nave se hallaba dividida en dos por una hilera de columnas.
Allí se habían combinado arcos ojivales y bóvedas de nervio al igual que en el nartex. Pero ahora ya se hacía evidente que éste había sido un cauteloso ensayo de la nueva técnica. En comparación con lo que tenía delante el nartex era más bien recio, con sus nervios y molduras demasiado pesados y sus arcos en exceso pequeños. Aquí todo era delgado, ligero, delicado y airoso. Incluso lo sencillos boceles eran todos estrechos y las columnillas largas y esbeltas.
Hubiera dado la sensación de ser demasiado frágil salvo por el hecho de que la nervadura demostraba con toda claridad que el peso de la construcción lo soportaban los estribos y las columnas. Aquello era una demostración irrefutable de que un gran edificio no necesitaba muros gruesos con ventanas minúsculas y estribos macizos. A condición de que el peso se hallara distribuido con precisión exacta sobre un armazón capaz de soportar peso, el resto de la construcción podía ser un trabajo ligero en piedra, cristal o, incluso, un espacio vacío. Jack se sentía hechizado. Era casi como enamorarse. Euclides había sido una revelación, pero eso era algo más que una revelación, porque también era bello. Jack había tenido visiones de una iglesia como aquélla y, en esos momentos, la estaba contemplando en la realidad, tocándola, en pie debajo de su bóveda que parecía alcanzar el cielo.
Dio vuelta al extremo oriental, el ábside, mirando el abovedado de la nave doble. Los nervios se arqueaban sobre su cabeza semejantes a las ramas en un bosque de árboles de piedra perfectos. Allí, al igual que en el nartex, el relleno entre los nervios del techo consistía en piedra cortada unida con argamasa en lugar de la utilización más fácil, aunque más pesada, de argamasa y mampuesto. El muro exterior de la nave tenía parejas de grandes ventanas con la parte superior en ojiva, acoplándose así a los arcos ojivales. Aquella arquitectura revolucionaria hallaba un complemento perfecto en los ventanales de vidrieras de colores. Jack jamás había visto en Inglaterra cristales de color, si bien en Francia los encontró con frecuencia. Sin embargo, en las ventanas pequeñas de las iglesias al viejo estilo, no adquirían toda su belleza. Allí, el efecto del sol matinal derramándose a través de ventanas con muchos y prodigiosos colores, era algo más que hermoso. Era como un encantamiento.
Como la iglesia era redondeada, las naves laterales se curvaban alrededor de ella para encontrarse en el extremo oriental, formando una galería circular o pasarela. Jack recorrió todo aquel semicírculo y luego, dando media vuelta, volvió al punto de partida todavía maravillado.
Y entonces vio a una mujer.
La reconoció. Ella sonrió. Jack sintió que se le paraba el corazón.
Aliena se protegió los ojos con la mano. La luz del sol que entraba por las ventanas del extremo oriental de la iglesia la cegaba. Semejante a una visión, avanzaba hacia ella una figura saliendo del centelleo de la luz del sol coloreada. Parecía como si su pelo estuviera ardiendo. Se acercó más. Era Jack.
Aliena creyó desmayarse.
Se acercó y se paró delante de ella. Estaba delgado, terriblemente delgado, pero en sus ojos brillaba una emoción intensa. Por un instante, se miraron en silencio. Cuando Jack habló al fin, su voz era ronca.
—¿Eres realmente tú?
—Sí —respondió Aliena apenas en un susurro—. Soy yo misma.
La tensión fue excesiva y rompió a llorar. Jack la rodeó con los brazos y la apretó con fuerza contra sí. Entre ellos estaba el niño que Aliena llevaba en brazos.
—Vamos, vamos —le dijo dándole unas palmaditas en la espalda como si fuera una chiquilla.
Se apoyó contra él, respirando su polvoriento olor familiar, escuchando su entrañable voz mientras la tranquilizaba y dejando que sus lágrimas cayeran sobre su huesudo hombro.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Jack mirándola a la cara.
—Buscándote —contestó Aliena.
—¿Buscándome? —repitió él incrédulo—. ¿Entonces...? ¿Y cómo me has encontrado?
Aliena se limpió sus ojos y sorbió.
—Te he seguido.
—¿De qué manera?
—Preguntaba a las gentes si te habían visto. Sobre todo a albañiles, pero también a algunos monjes y posaderos.
Jack abrió los ojos asombrado.
—¿Quieres decir... que has estado en España?
Ella asintió.
—Compostela y luego Salamanca. Finalmente Toledo.
—¿Cuánto hace que estás viajando?
—Las tres cuartas partes de un año.
—Pero... ¿por qué?
—Porque te quiero.
Jack parecía confundido. Se le saltaron las lágrimas.
—Yo también te quiero —musitó.
—¿De veras? ¿Me quieres todavía?
—Sí, sí.
Aliena estaba convencida de que lo decía de corazón. Levantó la cara. Jack se inclinó por encima del bebé y la besó suavemente. El roce de sus labios la hizo sentir una especie de vértigo.
El niño rompió a llorar.
Aliena interrumpió el beso y lo meció un poco. En seguida se tranquilizó.
—¿Cómo se llama el bebé? —preguntó Jack.
—Todavía no le he puesto nombre.
—¿Por qué no? Debe de tener ya un año.
—Quería consultarlo antes contigo.
—¿Conmigo? —Se extrañó Jack—. ¿Y qué hay de Alfred? Es el padre quien... —dejó la frase sin terminar—. ¿Acaso es...? ¿Acaso es mío?
—Míralo —se limitó a decir Aliena.
—Pelo rojo... Debe de haber pasado un año y tres cuartos desde...
Aliena hizo un ademán de asentimiento.
—¡Dios mío! —exclamó Jack desconcertado—. ¡Mi hijo!
Tragó saliva.
Aliena observaba ansiosa su cara mientras él trataba de asimilar la noticia. ¿Debía considerar aquello como el fin de su juventud y su libertad? Su expresión se hizo solemne. Habitualmente un hombre tiene nueve meses por delante para habituarse a la idea de ser padre.
Pero él se veía en la circunstancia de tener que asumirlo de inmediato. Miró de nuevo al bebé y por fin sonrió.
—Nuestro hijo —dijo—. Estoy muy contento.
Aliena suspiró complacida. Al fin todo estaba saliendo bien.
A Jack se le ocurrió algo más.
—¿Y qué me dices de Alfred? ¿Sabe que...?
—Claro. Sólo tenía que mirar al niño. Además... —parecía incómoda—. Además tu madre maldijo el matrimonio y Alfred no fue nunca capaz de... ya sabes, de hacer algo.
Jack rió con dureza.
—Eso sí que es verdadera justicia —declaró.
A Aliena no le gustó la fruición con que lo dijo.
—Para mí resultó muy duro —aseguró con tono de leve reproche.
Jack cambió en seguida de expresión.
—Lo siento —se disculpó—. ¿Qué hizo Alfred?
—Cuando vio al niño me echó de la casa.
Jack parecía furioso.
—¿Te hizo daño?
—No.
—De todas maneras es un cerdo.
—Me alegro de que me echara. Debido a eso salí en tu busca. Y ahora te he encontrado. Soy tan feliz que no sé qué hacer.
—Fuiste muy valiente —elogió Jack—. Aún no puedo creerlo. ¡Me seguiste a todo lo largo del camino!
—¡Volvería a hacerlo! —afirmó Aliena con fervor.
Jack la besó otra vez.
—Si insistís en comportaros de manera impúdica en la iglesia permaneced en la nave, por favor —dijo una voz en francés.
Era un monje joven.
—Lo siento, padre —contestó Jack al tiempo que cogía a Aliena por el brazo.
Bajaron los escalones y atravesaron la parte sur del crucero.
—Fui monje durante un tiempo... Sé lo duro que es para ellos ver besándose a unos amantes felices.
Amantes felices
, se dijo Aliena.
Eso es lo que nosotros somos
.
Caminaron a lo largo de la iglesia y salieron a la ajetreada plaza del mercado. Aliena apenas podía creer que se encontrara allí en pie, al sol, con Jack a su lado. Era tal su felicidad que le era difícil soportarla.
—Bien —dijo Jack—. ¿Qué podemos hacer?
—No lo sé —repuso ella sonriente.
—Pues vayamos a buscar una hogaza de pan y una botella de vino y nos iremos al campo a almorzar.
—Parece el paraíso.
Fueron al panadero y al bodeguero y luego compraron un gran trozo de queso a una lechera del mercado. En menos que canta un gallo salieron cabalgando de la aldea en dirección a los campos.
Aliena no apartaba la mirada de Jack para asegurarse de que en realidad estaba allí, cabalgando junto a ella, respirando y sonriendo.
—¿Cómo se las arregla Alfred en el enclave de la construcción? —preguntó Jack.
—No te lo he dicho, claro. —Aliena había olvidado todo el tiempo que Jack había estado fuera—. Se produjo un terrible desastre. El tejado se vino abajo.
—¿Cómo?
La fuerza de la exclamación sobresaltó al caballo de Jack, que dio una ligera espantada. Su amo lo calmó.
—¿Cómo ocurrió eso?
—Nadie lo sabe. Para el domingo de Pentecostés tuvieron abovedados tres intercolumnios, y luego todo se derrumbó durante el oficio. Fue espantoso... Murieron setenta y cinco personas.
—Es terrible. —Jack se sentía impresionado—. ¿Cómo lo tomó el prior Philip?
—Muy mal. Ha renunciado a construir. Parece haber perdido toda energía. Ahora no hace nada.
A Jack le resultaba difícil imaginarse a Philip en semejante estado. Siempre se había mostrado rebosante de entusiasmo y decisión.
—¿Entonces qué ha pasado con los artesanos?
—Todos fueron yéndose. Alfred ahora vive en Shiring y construye casas.
—Kingsbridge debe de estar medio vacío.
—Está volviendo a ser lo que era, una aldea.
—Me pregunto qué fue lo que Alfred hizo mal —dijo Jack casi para sí—. Esa bóveda en piedra jamás figuró en los planos originales de Tom. Pero Alfred hizo más grandes los contrafuertes para que soportaran el peso, de manera que debía de estar bien.
Aquella noticia le había entristecido, así que cabalgaron en silencio. A una milla más o menos de Saint-Denis ataron sus caballos a la sombra de un olmo y se sentaron a la vereda de un verde trigal, junto a un pequeño arroyo, para comer. Jack tomó un trago de vino y chasqueó los labios.
—En Inglaterra no hay nada semejante al vino francés —comentó.
Partió la hogaza y dio un trozo a Aliena.
Ella se desabrochó tímidamente la pechera de encaje de su vestido y dio el pecho al bebé. Al darse cuenta de que Jack la miraba se ruborizó. Carraspeó para aclararse la garganta y habló para ocultar su incomodidad.
—¿Sabes ya qué nombre te gustaría ponerle? —preguntó para disimular su turbación—. ¿Tal vez Jack?
—No sé —parecía pensativo—. Jack fue el padre que nunca conocí. Acaso fuera un mal presagio dar a nuestro hijo el mismo nombre. Quien ha estado más cerca de ser un verdadero padre ha sido Tom Builder.
—¿Te gustaría que se llamase Tom?
—Creo que sí.
—Tom era un hombre tan grande. ¿Qué te parece Tommy?
—Que sea Tommy —aceptó Jack.
Indiferente a la trascendencia de aquel momento, Tommy se había quedado dormido después de tomar su ración. Aliena lo dejó sobre el suelo con un pañuelo doblado a modo de almohada. Luego, miró a Jack. Se sentía incómoda. Ansiaba que le hiciera el amor, allí mismo, sobre la hierba, pero estaba segura de que Jack se escandalizaría si se lo pidiera, de modo que se limitó a mirarlo y a esperar.
—Si te digo una cosa prométeme que no tendrás mala opinión de mí —dijo Jack—. Desde que te he visto, apenas puedo pensar en otra cosa que en tu cuerpo desnudo debajo del vestido —confesó con voz turbada.
Aliena sonrió.
—No tengo mala opinión de ti —le respondió—. Me siento contenta.
Jack se quedó mirándola con avidez.
—Te quiero cuando me miras así —le dijo Aliena.
Jack tragó con dificultad.
Aliena le tendió los brazos y él se acercó y la abrazó.
Habían transcurrido casi dos años desde la única vez que hicieron el amor. Aquella mañana ambos se habían sentido arrebatados por el deseo y el dolor. Pero ahora ya eran tan sólo dos amantes en el campo. De repente a Aliena la embargó la ansiedad. ¿Iría todo bien?