—Bien, bien, William Hamleigh —dijo ella—. Demasiado tarde, como de costumbre.
—¡Vaca insolente! Te arrancaré la lengua por eso —vociferó William.
—No me tocarás —repuso ella con calma—. He maldecido a mejores hombres que tú.
Se llevó tres dedos a la cara, como una bruja. Los caballeros retrocedieron y William se santiguó a fin de protegerse. La mujer lo miró sin temor alguno con un par de extraños ojos dorados:
—¿No me reconoces, William? —le preguntó—. En una ocasión intentaste comprarme por una libra. —Se echó a reír—. Fuiste afortunado al no lograrlo.
William recordó aquellos ojos. Era la viuda de Tom Builder, la madre de Jack Jackson, la bruja que vivía en el bosque. Se sentía desde luego muy satisfecho de no haberla comprado. Y ansiaba alejarse de ella lo más deprisa posible, pero antes tenía que interrogarla.
—Muy bien, bruja —le dijo—. ¿Estaba aquí Richard Kingsbridge?
—Hasta hace dos días.
—¿Y puedes decirme a dónde se fue?
—Sí, claro que puedo —contestó ella—. Él y sus proscritos se han ido a luchar por Henry.
—¿Henry? —repitió William como un eco. Tenía la horrible sensación de saber a qué Henry se refería—. ¿El hijo de Maud?
—Sí.
William se quedó helado. Era posible que el joven y enérgico duque de Normandía tuviera éxito donde su madre había fracasado y, si en esta ocasión Stephen era derrotado, William podía caer con él.
—¿Qué ha pasado? —indagó con tono apremiante—. ¿Qué ha hecho Henry?
—Ha cruzado las aguas con treinta y seis barcos y ha desembarcado en Wareham. Según dicen, ha traído con él un ejército de tres mil hombres. Nos han invadido.
La ciudad de Winchester se hallaba atestada. La situación era tensa y peligrosa. Allí se encontraban los dos ejércitos. Las fuerzas del rey Stephen estaban guarecidas en el castillo. Los rebeldes del duque Henry, incluidos Richard y sus proscritos, se encontraban acampados fuera de las murallas de la ciudad en Saint Gile's Hill, lugar donde se celebraba la feria anual. A los soldados de ambas partes les estaba vedado entrar en la población; pero muchos de ellos, desafiando la prohibición, pasaban las noches en las cervecerías, los reñideros de gallos y los burdeles, donde se emborrachaban, abusaban de las mujeres, luchaban y se mataban entre sí durante partidas de dados y
Nine-Men's Morris
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El rey había perdido todo espíritu combativo en el verano, cuando murió su hijo mayor. En aquellos momentos, Stephen moraba en el castillo real, y el duque Henry se alojaba en el palacio del obispo. Sus representantes, el arzobispo Theobald de Canterbury, en nombre del rey, y el viejo desfacedor de poderíos, el obispo Henry de Winchester por parte del duque Henry, estaban celebrando conversaciones de paz. Cada mañana, el arzobispo Theobald y el obispo Henry se reunían en el palacio episcopal. A mediodía, el duque Henry solía atravesar las calles de Winchester con sus lugartenientes, incluido Richard, para ir a almorzar al castillo.
La primera vez que Aliena vio al duque Henry no pudo creer que fuera el hombre que gobernaba un imperio tan grande como Inglaterra. Tendría unos veinte años y su rostro estaba atezado y lleno de pecas como el de un campesino. Vestía una sencilla túnica oscura sin bordado alguno y llevaba muy corto el pelo rojizo. Ofrecía el aspecto del laborioso hijo de un hacendado próspero. Sin embargo, percibió, al cabo de un tiempo, que tenía una especie de magnetismo de poder. Era de baja estatura y musculoso, con hombros anchos y una gran cabeza. Pero la impresión de gran fuerza física quedaba compensada por unos ojos grises penetrantes y observadores. La gente que le rodeaba jamás se acercaba a él demasiado, sino que lo trataba con una familiaridad cautelosa, como si temieran que fuese a montar en cólera en cualquier momento.
Aliena pensaba que, en el castillo, los comensales debían sufrir una desagradable tensión al tener a los jefes de ambos ejércitos comiendo juntos. Se preguntaba cómo soportaría Richard sentarse a la misma mesa con el conde William. Ella le habría amenazado con el cuchillo de trinchar en lugar de pasarle el venado asado. Por su parte, sólo veía a William desde cierta distancia y en breves ocasiones. Parecía inquieto y malhumorado, lo cual constituía una buena señal.
Mientras los condes, obispos y abates se reunían en la torre del homenaje, la pequeña nobleza lo hacía en el patio del castillo, tales como los caballeros, los sheriffs, los barones de menor importancia, los funcionarios de justicia y los habitantes del castillo. Gentes que no podían estar lejos de la ciudad capital mientras se estaba decidiendo su futuro y el del reino. Casi todas las mañanas, Aliena encontraba allí al prior Philip. Corrían docenas de rumores distintos. Un día se decía que todos los condes que apoyaban a Stephen serían privados del título, lo que significaría el fin de William. Al día siguiente, todos ellos iban a conservar el Condado, lo que arruinaría las esperanzas de Richard. Se derribarían todos los castillos de Stephen. Luego los de los rebeldes. El siguiente rumor aseguraba que los del uno y los del otro. Después ninguno. Una voz insistía en que todos los partidarios de Henry recibirían el título de caballeros y un centenar de acres. Richard no quería aquello, quería el Condado.
Richard no tenía ni idea de qué rumores eran veraces, en el caso de que lo fuera alguno. A pesar de ser uno de los lugartenientes en los que más confiaba Henry en el campo de batalla, no se le consultaba sobre los detalles de las negociaciones políticas. Sin embargo, Philip parecía saber lo que estaba ocurriendo. No quería decir quién le facilitaba aquella información. Pero Aliena recordaba que tenía un hermano que visitaba Kingsbridge de cuando en cuando y que había trabajado para Robert de Gloucester y la emperatriz Maud. Teniendo en cuenta que Robert y Maud ya habían muerto, era posible que trabajase para el duque Henry.
Philip declaró que los negociadores estaban a punto de firmar un acuerdo. El trato era que Stephen seguiría en el trono hasta su muerte. Pero que su sucesor sería Henry. Aquello inquietó a Aliena.
Stephen podía vivir otros diez años. ¿Qué pasaría entretanto? Era indudable que los condes de Stephen no serían desposeídos mientras éste siguiera gobernando. Y entonces, ¿qué recompensas obtendrían los partidarios de Henry como Richard? ¿Se suponía que habían de esperar?
Philip supo la respuesta un día, a última hora de la tarde, cuando ya hacía una semana que estaban todos en Winchester. Envió como mensajero a un novicio para que llevara ante él a Aliena y Richard.
Mientras caminaban por las viejas calles del recinto de la catedral, Richard sentía un anhelo frenético y Aliena apenas podía contener el nerviosismo.
Philip estaba esperándolos en el cementerio. Hablaron entre las tumbas, en tanto que se iba poniendo el sol.
—Han llegado a un acuerdo —informó Philip sin preámbulo alguno—. Pero es algo embrollado.
Aliena no pudo soportar por más tiempo la tensión.
—¿Será Richard conde? —preguntó con tono apremiante.
Philip agitó la mano de un lado a otro como queriendo decir tal vez sí o tal vez no.
—Resulta complicado. Han llegado a un acuerdo. Las tierras de las que se hayan apoderado usurpadores serán devueltas a las gentes que las poseían en tiempos del viejo rey Henry.
—Es cuanto necesito —contestó Richard al punto—. Mi padre era conde en tiempos del viejo rey Henry.
—¡Cállate, Richard! —le conminó Aliena, y volviéndose hacia Philip le preguntó—: ¿Dónde está la complicación?
—En el acuerdo no hay nada que estipule que Stephen haya de ponerlo en vigor. Probablemente no habrá cambio alguno hasta su muerte, cuando Henry sea rey.
—¡Pero eso lo deja sin efecto! —exclamó Richard abatido.
—No del todo —puntualizó Philip—. Significa que tú eres el conde legítimo.
—Pero he de vivir como un proscrito hasta la muerte de Stephen, en tanto que ese animal de William ocupa mi castillo —exclamó Richard furioso.
—No hables tan alto —le reconvino Philip al pasar cerca de ellos un sacerdote—. Todo esto todavía es secreto.
Aliena se hallaba irritadísima.
—No estoy dispuesta a aceptar tal cosa —dijo—. No pienso esperar a que Stephen muera. He estado aguardando durante diecisiete años y ya estoy harta.
—¿Y qué puedes hacer? —preguntó Philip.
Aliena se encaró con Richard.
—La mayoría del país te aclama como el legítimo conde. Stephen y Henry han reconocido ahora que lo eres. Debes apoderarte del castillo y gobernar como el conde legítimo.
—¿Cómo voy a apoderarme? William lo habrá dejado sin duda bien protegido.
—Dispones de un ejército, ¿no es así? —dijo Aliena impulsada por su propia ira y frustración—. Tienes derecho al castillo y tienes fuerza para apoderarte de él.
Richard meneó la cabeza.
—Durante quince años de guerra civil, ¿sabes cuántas veces he visto tomar un castillo mediante ataque frontal? Ninguna. —Como siempre que se abordaban cuestiones militares, Richard mostraba autoridad y madurez—. Casi nunca se logra. A veces se toma una ciudad pero jamás un castillo. Pueden rendirse al cabo de un asedio o recibir refuerzos para continuar la lucha. También he visto que los han tomado debido a la cobardía, mediante estratagemas o traición. Pero en ningún caso por la fuerza.
Aliena seguía sin estar dispuesta a aceptar aquello. Era un dictamen desalentador. Le resultaba imposible resignarse a pasar más años de paciente expectación.
—Así pues, ¿qué ocurriría si condujeras a tu ejército hasta el castillo de William?
—Alzarían el puente levadizo y cerrarían las puertas antes de que pudiéramos entrar. Acamparíamos fuera. Entonces llegaría William con su ejército al rescate y atacaría nuestro campamento. Pero, incluso si le derrotásemos, seguiríamos sin tener el castillo. Los castillos son difíciles de atacar y fáciles de defender. Por eso se construyen.
Mientras hablaba, en la mente agitada de Aliena germinaba una idea.
—Cobardía, estratagema o traición —dijo.
—¿Qué?
—Dices que has visto tomar castillo por cobardía o mediante estratagemas o traición.
—Sí, claro.
—¿Cuál de esas fórmulas utilizó William cuando nos quitó el castillo hace tantos años?
Philip la interrumpió.
—Los tiempos eran diferentes. El país había disfrutado de paz durante treinta y cinco años bajo el gobierno del viejo rey Henry. William cogió a vuestro padre por sorpresa.
—Recurrió a una estratagema —explicó Richard—. Entró en el castillo subrepticiamente con algunos hombres, antes de que se diera la alarma. Pero el prior Philip tiene razón. Hoy día esa celada no daría resultado. La gente se ha vuelto mucho más cautelosa.
—Yo puedo entrar —dijo Aliena segura de sí misma, a pesar de que, mientras hablaba, sentía que el temor le atenazaba el corazón.
—Claro que puedes, eres una mujer —asintió Richard—. Pero una vez dentro no te sería posible hacer nada. Eso sería lo que te abriría la entrada. Eres inofensiva.
—No seas tan condenadamente arrogante —le cortó en seco Aliena—. He matado para protegerte, y eso es más de lo que tú has hecho jamás por mí, pedazo de ingrato. Así que no te atrevas a decir que soy inofensiva.
—Muy bien, no eres inofensiva —admitió Richard enfadado—. ¿Y qué harías una vez dentro del castillo?
Se desvaneció el enfado de Aliena.
¿Qué haría?
se dijo temerosa.
¡Al diablo con todo! Tengo al menos tanto valor y recursos como ese cerdo de William.
—¿Qué fue lo que hizo William?
—Mantener echado el puente levadizo y abierta la puerta el tiempo suficiente para que entraran las principales fuerzas de asalto.
—Entonces, eso es lo que haré —aseguró Aliena con el corazón en la boca.
—¿Pero cómo? —preguntó Richard escéptico.
Aliena recordó haber dado valor y consuelo a una jovencita de catorce años, aterrada por la tormenta.
—La condesa me debe un favor —dijo—. Y odia a su marido.
Aliena y Richard, junto con cincuenta de sus mejores hombres, cabalgaron durante la noche y llegaron a las cercanías de Earlcastle con el alba. Se detuvieron en el bosque que había en los campos del castillo. Aliena desmontó, se quitó la capa de lana de Flandes y las botas de piel suave, y los sustituyó por un tosco mantón de campesina y un par de zuecos. Uno de los hombres le entregó un cesto de huevos frescos colocados sobre paja. Aliena se lo colgó del brazo.
Richard la examinó de arriba abajo.
—Perfecto. Una campesina llevando productos para las cocinas del castillo.
Aliena tragaba con dificultad. El día anterior lo pasó rebosante de energía y audacia; pero, en aquellos momentos en que iba a llevar a cabo su plan, se sentía en verdad asustada.
Richard la besó en la mejilla.
—Cuando oiga la campana diré el Padrenuestro despacio y sólo una vez. Entonces, la avanzadilla se pondrá en marcha. Todo cuanto has de hacer es tranquilizar a los guardianes con un falso sentido de seguridad para que diez de mis hombres puedan atravesar los campos y entrar en el castillo sin despertar la alarma —le dijo.
Aliena asintió.
—Pero asegúrate de que el cuerpo principal no se descubra hasta que la avanzadilla haya atravesado el puente levadizo —aconsejó a su hermano.
Richard sonrió.
—Yo iré en cabeza del cuerpo principal. No te preocupes. Buena suerte.
—Y a ti también
Aliena se alejó.
Salió del bosque y atravesó los campos abiertos en dirección al castillo que abandonó aquel aciago día, hacía dieciséis años. Al ver de nuevo el lugar, tuvo un recuerdo vívido y aterrador de aquella otra mañana, el aire húmedo después de la tormenta, y de los dos caballos atravesando veloces la puerta y corriendo por los campos empapados de lluvia, Richard a la grupa del caballo de batalla y ella en el otro más pequeño. Iban muertos de miedo. Se había pasado la vida negando lo ocurrido, empeñándose en olvidar, salmodiando para sí como el ritmo de los cascos del caballo:
No puedo recordar. No puedo recordar, no puedo, no puedo.
Y le había dado resultado. Durante mucho tiempo después, fue incapaz de rememorar la violación, pensando tan sólo que le había pasado algo terrible pero sin poder recordar los detalles. Y sólo cuando se enamoró de Jack le volvieron a la mente. Aquel recuerdo la aterró entonces hasta tal punto que había sido incapaz de corresponder al amor de él. Gracias a Dios, Jack tuvo una paciencia extraordinaria. Así es como Aliena llegó a saber que el amor de Jack era fuerte, al haber tenido que soportar tanto y seguir amándola.