Los Pilares de la Tierra (75 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

BOOK: Los Pilares de la Tierra
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—De manera que lo más que podemos hacer es que atienda favorablemente nuestro caso. ¿Y cuál es nuestro caso? —dijo madre en actitud reflexiva.

—Que Philip no puede construir una catedral y nosotros sí.

—¿Y cómo podemos convencerle de ello?

—¿Habéis estado últimamente en Kingsbridge?

—No.

—Yo estuve en Pascua —Waleran sonrió—. Ni siquiera habían empezado a construir. Todo cuanto tenían era una extensión llana de tierra con unas cuantas estacas clavadas en el suelo y algunas cuerdas marcando el lugar donde esperan construir. Habían empezado cavar para los cimientos, pero sólo tenían unos cuantos pies de profundidad, allí tienen trabajando a un albañil con su aprendiz y al carpintero del priorato. Y de vez en cuando también trabaja algún que otro monje. Es un panorama poco impresionante, sobre todo bajo la lluvia. Me gustaría que el obispo Henry lo viera.

Madre asintió comprensiva. William pudo darse cuenta de que el plan era bueno, aunque le fastidiara la idea de colaborar con el odioso Waleran Bigod.

Waleran siguió con su exposición:

—Primero pondremos al corriente a Henry sobre el lugar tan pequeño e insignificante que es Kingsbridge y lo pobre que es el monasterio. Le enseñaremos el enclave donde les ha costado más de un año cavar algunos hoyos poco profundos. Luego le llevaremos Shiring y le impresionaremos con la rapidez con la que allí puede levantarse una catedral, con el obispo, el conde y los ciudadanos contribuyendo conjuntamente en el proyecto con las máximas energías.

—¿Vendrá Henry? —preguntó con ansiedad madre.

—Todo cuanto podemos hacer es pedírselo —contestó Waleran—. En su calidad de arzobispo, le invitaré a visitarnos en Pentecostés. Le halagará el que le consideremos ya como arzobispo.

—Tenemos que mantener esto en secreto para que no se entere el prior Philip —dijo padre.

—No creo que sea posible —repuso Waleran—. El obispo no puede hacer una visita por sorpresa a Kingsbridge, resultaría demasiado extraño.

—Pero si Philip sabe de antemano que va a visitarle el obispo Henry, es posible que haga un gran esfuerzo para adelantar el programa de construcción.

—¿Cómo? No tiene dinero, sobre todo ahora que ha contratado todos vuestros canteros. Los canteros no pueden construir muros —Waleran movió de un lado a otro la cabeza con sonrisa satisfecha—. De hecho, no puede hacer absolutamente nada, salvo esperar a que el sol brille en Pentecostés.

Al principio Philip se sintió complacido de que el obispo de Winchester acudiera a Kingsbridge. Naturalmente el oficio se celebraría al aire libre, pero eso estaba bien. Lo harían en el lugar donde estuvo la antigua catedral. En el caso de que lloviera, el carpintero del priorato construiría una protección provisional sobre el altar y todo el espacio en derredor, para que el obispo no se mojara. La congregación podía soportar la lluvia. La visita parecía un acto de fe por parte del obispo Henry, como si quisiera significar que todavía seguía considerando Kingsbridge como una catedral, y que la carencia de una iglesia auténtica sólo era un problema temporal. Sin embargo, se le ocurrió preguntarse qué motivo pudiera haber impulsado a Henry. La razón habitual para que un obispo visitara un monasterio era la de obtener comida, bebida y alojamiento gratis para él y su séquito. Pero Kingsbridge era famoso, por no decir escandaloso, por la sencillez de su comida y la austeridad de sus acomodos, y las reformas de Philip apenas habían conseguido elevar su desastroso nivel al de más o menos adecuado, además Henry era el clérigo más rico del reino, por lo que con toda certeza no acudía a Kingsbridge en busca de comida y bebida. Pero a Philip también le parecía un hombre que no hacía nada sin un motivo determinado.

Cuanto más pensaba en ello mayor era su sospecha de que el obispo Waleran tenía algo que ver con aquella visita; había esperado que Waleran se presentara en Kingsbridge uno o dos días después de recibir la carta, para discutir las medidas a tomar para el servicio y la hospitalidad a Henry y asegurarse de que éste se sintiera complacido e impresionado por Kingsbridge, pero a medida que pasaban los días sin que apareciera Waleran fueron afirmándose las sospechas de Philip.

Sin embargo, incluso en los momentos de mayor suspicacia jamás había soñado por un momento en la traición que, diez días antes de Pentecostés, le había sido revelada por el prior de la catedral de Canterbury. Al igual que Kingsbridge, Canterbury estaba a cargo de monjes benedictinos y éstos se ayudaban entre sí, siempre que les era posible. El prior de Canterbury, que trabajaba en estrecha relación con el arzobispo en funciones, se había enterado de que Waleran había invitado a Henry a Kingsbridge con el propósito expreso de convencerle de que trasladara la diócesis y la nueva catedral a Shiring.

Philip se sintió sobrecogido. El corazón le palpitó con fuerza y le tembló la mano que sostenía la carta. Era una maniobra diabólicamente inteligente por parte de Waleran, que Philip no había previsto. Ni siquiera se le pasó por la imaginación algo semejante. Lo que en realidad le sobresaltaba era su falta de percepción.

Sabía lo traicionero que era Waleran. Hacía un año que el obispo había intentado engañarle en lo referente al condado de Shiring. Y jamás olvidaría lo furioso que se había mostrado Waleran cuando Philip le ganó por la mano. Aún podía ver el rostro de Waleran contraído por la ira cuando le dijo:
Juro por todo cuanto hay de sagrado que jamás construirás tu iglesia
. Pero a medida que pasaba el tempo fue perdiendo fuerza la amenaza de aquel juramento. Philip había bajado la guardia y ahora se encontraba con el brutal recordatorio de la larga memoria de Waleran.

El obispo Waleran dice que no tienes dinero y que en quince meses no has construido nada
, escribía el prior de Canterbury.
Dice que el obispo Henry comprobará por sí mismo que la catedral jamás llegará a construirse si se deja en manos del priorato de Kingsbridge. Alega que ahora es el momento de actuar antes de que haya algún progreso real.

Waleran era demasiado astuto para dejarse coger en un embuste patente, de manera que formulaba una enorme exageración. De hecho, Philip había llevado a cabo una gran tarea, había despejado las ruinas, aprobado los planos, establecido el nuevo extremo oriental, comenzado la cimentación y también el talado de árboles y el almacenamiento de piedras. Pero no tenía mucho más que mostrar al visitante y para lograr sólo aquello había tenido que superar enormes obstáculos: la reforma de la administración del priorato, obtener del rey una importante concesión de tierras y derrotar al conde Percy en la explotación de la cantera. ¡No era justo!

Con la carta en la mano, se acercó a la ventana y miró hacia el lugar donde iba a construirse la iglesia. Las lluvias primaverales lo habían convertido en un lodazal. Dos monjes jóvenes, cubiertos con sus capuchas, se encontraban trasladando madera desde la orilla de río. Tom Builder había construido un artilugio con una cuerda y una polea para sacar cubas de tierra del hoyo de los cimientos y estaba manejando el torno de enrollar mientras su hijo Alfred, dentro del hoyo, llenaba las cubas con el barro. Parecía como si fuera a seguir trabajando a ese ritmo durante toda una vida sin que se notara la diferencia. Al ver aquella escena, cualquiera que no fuera profesional llegaría a la conclusión de que allí no se concluiría catedral alguna hasta el día del Juicio Final.

Philip se apartó de la ventana y volvió a su escritorio. ¿Qué podía hacerse? De momento se sintió tentado de no hacer nada. Pensó que lo mejor sería dejar que les visitara el obispo Henry, que echara un vistazo y tomara su propia decisión. Si la catedral hubiera de construirse en Shiring, que así fuera. Dejaría que el obispo Waleran se hiciera con el control y lo utilizara para sus propios fines. Dejaría que llevaran la prosperidad a la ciudad de Shiring y a la perversa dinastía Hamleigh. Que se hiciera la voluntad de Dios.

Sabía desde luego que aquello no tendría validez. Tener fe en Dios no consistía en sentarse sin hacer nada. Significaba creer que uno podía lograr lo que se proponía, haciéndolo lo mejor que pudiera con honradez y energía. La obligación sagrada de Philip era hacer cuanto pudiera para evitar que la catedral cayera en manos de gentes cínicas e inmorales que la explotarían para su propio engrandecimiento. Ello significaba mostrar al obispo Henry que su programa de construcción estaba bien en marcha y que Kingsbridge tenía la energía y la decisión de llevarlo a cabo hasta el fin.

¿Era eso verdad? El hecho era que a Philip le iba a resultar extraordinariamente difícil construir allí una catedral. Casi se había visto obligado a abandonar el proyecto porque el conde se negaba a permitirle el acceso a la cantera. Pero sabía que al final lo lograría con la ayuda de Dios. Pero su propia convicción no sería suficiente para persuadir al obispo Henry.

Decidió hacer cuanto pudiera para que aquel lugar resultara lo más impresionante dentro de su capacidad. Pondría a trabajar a todos los monjes durante los diez días que quedaban hasta Pentecostés. Tal vez pudieran ahondar parte de la zanja de la cimentación hasta la profundidad necesaria de manera que a Tom y Alfred les fuera posible empezar a colocar las piedras de los cimientos. Quizás pudiera completarse una parte de los cimientos hasta el nivel del suelo de forma que Tom estuviera en condiciones de empezar a construir un muro. Aquello sería algo mejor que el panorama actual, pero no mucho más. Lo que Philip necesitaba realmente era un centenar de trabajadores, pero ni siquiera tenía dinero para diez.

Naturalmente el obispo Henry llegaría un domingo, cuando nadie estuviera trabajando a menos que Philip pidiera la cooperación de los fieles. Aquello representaría un centenar de trabajadores. Se imaginaba a sí mismo en pie ante ellos, anunciando un nuevo tipo de oficio sagrado en Pentecostés. En lugar de cantar himnos y decir oraciones, iban a cavar zanjas y acarrear piedras. Se quedarían asombrados. Se...

¿Qué harían en realidad?

Posiblemente cooperarían de todo corazón.

Frunció el ceño.
Una de dos, o soy un demente o es posible que esta idea dé resultado
, se dijo.

Reflexionó algo más sobre ella.
Una vez terminado el oficio, me levantaré y diré que en esta ocasión la penitencia para el perdón de todos los pecados será medio día de trabajo en el lugar donde se está construyendo la catedral. A la hora del almuerzo habrá pan y cerveza. Lo harán. Claro que lo harán.

Consideró que era necesario discutir la idea con alguien más.

Pensó en Milius, pero en seguida desechó la idea. La manera de pensar de Milius era demasiado semejante a la suya. Necesitaba alguien con un enfoque algo diferente. Decidió hablar con Cuthbert Whitehead, el cillerero. Se puso la capa, echándose hacia delante la capucha para protegerse la cara de la lluvia, y salió.

Atravesó presuroso el lugar en construcción totalmente embarrado, saludó a Tom con la mano al pasar y se encaminó al patio de la cocina. Aquella serie de construcciones contaba ya con un gallinero, un cobertizo para vacas y una lechería, ya que a Philip no le gustaba gastar un dinero del que tan escaso andaba en productos corrientes que podían aportar los propios monjes, como huevos y mantequilla. Entró en el almacén del cillerero en la cripta, debajo de la cocina. Aspiró el aire fresco y fragante, aromatizado por las hierbas y especias que Cuthbert almacenaba. Éste se encontraba contando ajos, escudriñando las ristras de cabezas y farfullando números en voz baja. Philip observó ligeramente sobresaltado que Cuthbert se estaba haciendo viejo. Parecía como si por debajo de la piel le estuviera desapareciendo la carne.

—Treinta y siete —dijo Cuthbert en voz alta—. ¿Quieres un vaso de vino?

—No, gracias. —Philip había descubierto que si tomaba vino durante el día le provocaba pereza y mal humor. Sin duda, ése era el motivo por el que San Benito aconsejaba a los monjes que bebieran con moderación—. Necesito tu consejo, no tus vituallas. Ven y siéntate.

Abriéndose paso entre cajas y barriles, Cuthbert tropezó con un saco y a punto estuvo de caer antes de sentarse en un taburete de tres patas frente a Philip. Éste se dio cuenta de que el almacén no estaba tan ordenado como tiempo atrás. Algo le vino a la mente.

—¿Andas mal de la vista, Cuthbert?

—Ya no es lo que era, pero me las compongo bien —dijo Cuthbert con brusquedad.

Posiblemente haría ya años que no andaba bien de la vista, incluso tal vez fuera ése el motivo de que no leyera muy bien. Sin embargo era evidente que el tema hería su susceptibilidad, de manera que Philip no dijo una palabra más, pero tomó nota mental para empezar a preparar a un cillerero que le remplazara.

—He recibido una carta muy inquietante del prior de Canterbury —dijo, explicando luego a Cuthbert los manejos del obispo Waleran. Terminó diciendo—: La única manera que se me ocurre de hacer que el terreno donde se está construyendo dé la impresión de un hervidero de actividad es poner a trabajar en él a la congregación. ¿Se te ocurre alguna razón por la que no deba hacerlo?

Cuthbert ni siquiera se detuvo a reflexionar.

—Me parece una idea excelente —dijo de inmediato.

—No es muy ortodoxo, ¿verdad? —insistió Philip.

—Ya se ha hecho antes.

—¿De veras? —Philip se quedó sorprendido a la par que complacido—. ¿Dónde?

—He oído hablar de ello en varios lugares.

Philip se sentía excitado.

—¿Y dio resultado?

—A veces. Probablemente dependerá del tiempo.

—¿Qué sistema se sigue? ¿Hace el anuncio el sacerdote al finalizar el oficio?

—Es algo más organizado. El obispo o el prior envía mensajeros a las iglesias parroquiales anunciando que puede obtenerse el perdón de los pecados si se trabaja en la construcción.

—Es una gran idea —declaró Philip entusiasmado—. Podríamos reunir más fieles de lo habitual, atraídos por la novedad.

—O tal vez menos —dijo Cuthbert—. Algunos preferirían dar dinero al sacerdote o encender una vela a un santo que pasar todo el día pateando por el barro y acarreando piedras pesadas.

—No había pensado en eso —dijo Philip desanimado de pronto—. Después de todo quizás no sea una idea tan buena.

—¿Tienes alguna otra?

—Ninguna.

—Entonces habrás de intentar poner ésta en práctica y confiar en que dé resultado, ¿no te parece?

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