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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Los Pilares de la Tierra (72 page)

BOOK: Los Pilares de la Tierra
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Philip había sufrido algunos momentos de soledad, pero estaba seguro de que los resultados le darían la razón. Su política ya estaba dando unos frutos muy satisfactorios. El precio de la lana había vuelto a subir y Philip había empezado con el esquilado. Ésa era precisamente la razón de que se hubiera permitido contratar leñadores y canteros. A medida que la situación económica fuera mejorando y progresara la construcción de la catedral, su posición como prior llegaría a ser inexpugnable.

Dio una cariñosa palmada en la cabeza de Johnny Eightpence y atravesó el emplazamiento de la construcción. Tom y Alfred habían empezado a cavar los cimientos con alguna ayuda de los servidores del priorato y de los monjes más jóvenes. Pero hasta el momento sólo habían alcanzado cinco o seis pies de profundidad. Tom había dicho a Philip que las zanjas en algunos sitios habían de tener hasta veinticinco pies de profundidad. Necesitaría gran cantidad de peones y alguna maquinaria de elevación para cavar tan hondo.

La nueva iglesia sería más grande que la antigua, pero aún seguiría siendo pequeña para una catedral. Philip quería que fuera la catedral más larga, más alta, más rica y más hermosa de todo el reino, pero logró ahogar ese deseo y se dijo que debía sentirse agradecido con cualquier tipo de iglesia.

Entró en el cobertizo de Tom y contempló el trabajo en madera sobre el banco. El constructor había pasado allí la mayor parte del invierno trabajando con una vara de medición de hierro y una serie de excelentes formones, haciendo lo que él llamaba plantillas, modelos en madera para que los albañiles los utilizaran a manera de guía cuando cortaban la piedra para darle forma. Philip había estado observando admirado mientras Tom, un hombre grande con manos grandes, tallaba la madera de manera exacta y concienzuda, formando curvas perfectas, esquinas escuadradas y ángulos exactos. Philip cogió una de las plantillas y la examinó. Tenía la forma de una margarita, un cuarto de círculo con varios salientes redondeado; semejantes a pétalos. ¿Qué tipo de piedra necesitaba adoptar esa forma? Descubrió que aquellas cosas resultaban difíciles de visualizar y se sentía constantemente impresionado por la poderosa imaginación de Tom. Miró los dibujos de Tom trazados sobre argamasa en marcos de madera y finalmente llegó a la conclusión de que lo que tenía en la mano era una plantilla para los pilares de la arcada, que tendrían el aspecto de grupos de fustes, pero en ese momento se daba cuenta de que sería una ilusión. Los pilares serían sólidas columnas de piedra con decoraciones semejantes a saetas.

Cinco años, había dicho Tom, y la parte este quedaría terminada. Cinco años, y Philip podría celebrar de nuevo oficios sagrados en una catedral. Todo cuanto había de hacer era encontrar el dinero. Había sido una dura tarea reunir ese año el dinero necesario para comenzar modestamente, porque sus reformas eran lentas en dar resultados. Pero al próximo año, una vez que hubiera vendido la lana nueva de primavera, estaría en condiciones de contratar a más artesanos y empezar a construir en serio.

Sonó el tañido de la campana llamando a vísperas. Philip salió del pequeño cobertizo encaminándose hacia la entrada a la cripta. Al mirar por encima de la puerta del priorato quedó asombrado al ver llegar a Tom Builder con todos los canteros. ¿Por qué habían regresado? Tom había dicho que estaría fuera una semana y que los canteros se quedarían allí por tiempo indefinido. Philip se dirigió presuroso a reunirse con ellos.

Al acercarse más notó que su aspecto era de cansancio y desánimo, como si hubiera ocurrido algo terriblemente desalentador.

—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Por qué estáis aquí?

—Malas noticias —dijo Tom Builder.

Durante el oficio de vísperas, Philip se sintió dominado por la ira. Lo que el conde Percy había hecho era indignante. No existía duda alguna sobre quién había obrado bien y quién había obrado mal en aquel caso, y tampoco la más mínima ambigüedad en las instrucciones del rey. El propio conde estuvo presente cuando se hizo el anuncio, y el derecho del priorato a explotar la cantera estaba contenido en una cédula real. El pie derecho de Philip golpeaba sin cesar sobre el suelo de piedra de la cripta con ritmo rápido y exacerbado.

Le estaban robando. Era como si Percy estuviera sustrayendo peniques del cepillo de una iglesia. No existía excusa posible para ello. Percy desafiaba de forma flagrante tanto a Dios como al rey. Pero lo peor de todo era que Philip no podía construir la catedral nueva a menos que sacara piedra gratis de la cantera. Ya estaba trabajando con un mínimo de presupuesto y si tuviera que pagar el precio de mercado para la piedra y transportarla desde una distancia aún mayor, no podría en modo alguno construir. Tendría que esperar otro año o más y luego pasarían seis o siete antes de poder volver a celebrar los oficios en una catedral. La idea le resultaba totalmente insoportable.

Hizo una llamada a capítulo urgente tan pronto como hubieron concluido las vísperas y dio a los monjes la noticia.

Había desarrollado una técnica especial para manejar las reuniones de las llamadas a capítulo. Remigius, el sub-prior, todavía guardaba rencor a Philip por haberle derrotado en la elección y con frecuencia desvelaba su resentimiento cuando se discutían cuestiones del monasterio. Era un hombre conservador, falto de imaginación y pedante, cuyo punto de vista sobre la manera de llevar el priorato chocaba frontalmente con el de Philip. Los hermanos que apoyaron a Remigius en la elección mostraban tendencia a respaldarlo en las sesiones capitulares. Andrew, el sacristán apopléjico, Fierre el admonitor, a quien competía la disciplina y mantenía las actitudes de mira estrecha que parecían inherentes a aquel cargo. Y finalmente, John Small, el tesorero perezoso. De la misma manera, los colegas más cercanos a Philip eran los hombres que habían hecho campaña a su favor: Cuthbert Whitehead, el viejo intendente y el joven Milius, a quien Philip había designado para el cargo de nueva creación de tesorero, controlador de las finanzas del priorato. Philip dejaba siempre que Milius discutiera con Remigius. Habitualmente Philip examinaba todo cuanto fuera importante con Milius antes de la reunión, y cuando no lo hacía se podía esperar que Milius expresara un punto de vista cercano al de Philip. Luego Philip lo resumía todo como árbitro imparcial y, aunque Remigius rara vez se salía con la suya, Philip aceptaba con frecuencia algunos de sus argumentos o adoptaba parte de su proposición para dar la impresión de un gobierno de consenso.

Los monjes estaban furiosos por lo que había hecho el conde Percy. Todos ellos se habían alegrado cuando el rey Stephen dio al priorato madera y piedra gratis, y en esos momentos se sentían escandalizados ante el hecho de que Percy hubiera desafiado la orden del rey.

Sin embargo, al apagarse las protestas, Remigius quiso dejar algo bien sentado.

—Recuerdo haber dicho esto hace un año —empezó a decir—. Siempre fue poco satisfactorio el pacto según el cual la cantera es propiedad del conde aunque nosotros tengamos derecho a su explotación. Deberíamos haber insistido en la propiedad absoluta.

El hecho de que hubiera mucho de cierto en aquella observación no hizo que a Philip le resultara más fácil reconocerlo. La propiedad absoluta era lo que había acordado con Lady Regan, pero en el último momento ella le había hecho la jugarreta. Se sintió tentado de decir que había obtenido el mejor trato que le fue posible y que le hubiera gustado ver a Remigius mejorándolo en el laberinto traicionero de la corte real. Pero se mordió la lengua ya que a fin de cuentas era el prior y tenía que aceptar la responsabilidad cuando las cosas marchaban mal.

Milius acudió en su ayuda.

—Está muy bien todo eso de desear que el rey nos hubiera dado la propiedad absoluta de la cantera, pero no lo hizo, y la cuestión principal es: ¿Qué hacemos ahora?

—Creo que es evidente a todas luces —intervino de inmediato Remigius—. Podemos expulsar a los hombres del conde nosotros mismos o tendremos que lograr que lo haga el rey. Debemos enviarle una delegación para pedir que haga cumplir su carta de privilegio.

Hubo un murmullo de asentimiento.

—Deberíamos enviar a nuestros oradores más prudentes y fáciles de palabra —intervino el sacristán Andrew.

Philip se dio cuenta de que Remigius y Andrew se veían ya encabezando la delegación.

—Una vez que el rey se entere de lo ocurrido, no creo que Percy de Hamleigh sea conde de Shiring por mucho tiempo.

Philip no estaba tan seguro de ello.

—¿Dónde está el rey? —dijo Andrew como si se le ocurriera de pronto— ¿Lo sabe alguien?

Philip había estado recientemente en Winchester y allí se había enterado de los movimientos del rey.

—Ha ido a Normandía —dijo.

—Costará mucho tiempo alcanzarle —se apresuró a decir Milius.

—La búsqueda de la justicia requiere siempre paciencia —dijo Remigius con tono docto.

—Pero cada día que pasa buscando justicia dejamos de construir nuestra nueva catedral —replicó Milius. Por el tono de su voz se notaba que estaba exasperado por la facilidad con que Remigius aceptaba un aplazamiento en el programa de la construcción. Philip compartía ese sentimiento. Milius siguió diciendo—: Y no es ése nuestro único problema. Cuando hayamos encontrado al rey habremos de persuadirle de que nos escuche. Y ello tal vez nos cueste semanas. Luego es posible que conceda a Percy la oportunidad de defenderse y eso representará un nuevo aplazamiento...

—¿Cómo podría defenderse Percy? —inquirió Remigius enojado.

—No lo sé, pero estoy seguro de que ya pensará en algo —le contestó Milius.

—Pero en definitiva el rey está obligado a cumplir su palabra.

—No estéis tan seguros —intervino una nueva voz.

Todo el mundo se volvió a mirar. Quien hablaba era el hermano Timothy, el monje de más edad del priorato. Un hombre pequeño y modesto que raramente hablaba, pero que cuando lo hacía merecía la pena escucharle. Philip pensaba de vez en cuando que Timothy debiera haber sido el prior. Durante el capítulo solía permanecer sentado, al parecer medio dormido, pero en ese momento se inclinaba hacia delante, brillándole los ojos por la convicción.

—Un rey es una criatura del momento —siguió diciendo—. Se encuentra constantemente bajo amenazas de rebeldes dentro de su propio reino y también de los monarcas vecinos. Necesita aliados. El conde Percy es un hombre poderoso con gran número de caballeros. Si el rey necesita de Percy en el momento en que presentemos nuestra petición nos será rechazada sin tener en cuenta lo justo de nuestro caso. El rey no es perfecto. Sólo hay un juez verdadero y es Dios. —Volvió a sentarse, reclinándose contra la pared y entornando los ojos como si no le interesara lo más mínimo cómo eran recibidas sus palabras. Philip disimuló una sonrisa. Timothy había expresado con toda contundencia sus propias dudas en la conveniencia de recurrir al rey en busca de justicia.

Remigius se mostraba reacio a renunciar a la perspectiva de un viaje largo y excitante a Francia y a una estancia en la corte real, pero al propio tiempo no podía discutir la lógica de Timothy.

—¿Qué podemos hacer entonces? —dijo.

Philip no estaba seguro. El sheriff no estaría en condiciones de intervenir en el caso. Percy era demasiado poderoso para que un simple sheriff pudiera controlarlo. Y tampoco se podía confiar en el obispo. Era realmente frustrante. Pero Philip no estaba dispuesto a cruzarse de brazos y a aceptar la derrota. Entraría en aquella cantera aunque hubiera de hacerlo él mismo.

Ello le dio una idea.

—Un momento —dijo.

Implicaría a todos los hermanos sanos del monasterio y tenía que prepararse minuciosamente como si se tratara de una operación militar sin armas. Necesitarían comida para dos días.

—No sé si esto dará resultado, pero vale la pena intentarlo. Escuchad —dijo.

Y enseguida les expuso su plan.

Se pusieron en marcha casi de inmediato: treinta monjes, diez novicios, Otto Blackface y su cuadrilla de canteros. Tom Builder, Alfred, dos caballos y un carro. Cuando oscureció encendieron fanales para que les iluminaran el camino. A medianoche se detuvieron a descansar y a devorar la comida que habían preparado apresuradamente en la cocina. Pollo, pan blanco y vino tinto. Philip siempre estuvo convencido de que el trabajo duro había de ser recompensado con buena comida. Al reanudar la marcha entonaron el oficio sagrado al que debieran estar asistiendo en el priorato.

En un momento dado en que la oscuridad era más intensa, Tom Builder, que iba en cabeza, alzó una mano para detenerles.

—Sólo nos queda una milla hasta la cantera —dijo a Philip.

—Bien —dijo Philip. Luego se volvió hacia los monjes—. Quitaos las galochas y las sandalias y poneos las botas de fieltro. —Él mismo se quitó las sandalias, enfundándose unas botas de fieltro suave que los campesinos llevaban en invierno.

Apartó a dos novicios.

—Edward y Philemon, quedaos aquí con los caballos y el carro. Permaneced callados y esperad a que se haga completamente de día. Entonces reuníos con nosotros. ¿Habéis comprendido?.

—Sí, padre —respondieron al unísono.

—Muy bien —dijo Philip—. Todos los demás seguid a Tom Builder, en silencio absoluto, por favor.

Todos se pusieron en marcha.

Soplaba un ligero viento del oeste y el susurro de los árboles cubría el sonido de la respiración de cincuenta hombres y el arrastre de cincuenta pares de botas de fieltro. Philip empezó a sentirse inquieto. En aquel momento en que iba a poner en marcha su plan, le parecía algo descabellado. Elevó una oración silenciosa para que tuviera el resultado apetecido.

El camino torcía hacia la izquierda, y entonces la luz trémula de los fanales mostró de manera difusa una vivienda de madera, un montón de bloques de piedra a medio terminar, algunas escalas y andamiajes y, al fondo, la oscura ladera de una colina desfigurada por las blancas cicatrices infligidas por los canteros. De repente, a Philip se le ocurrió pensar si los hombres dormidos en la vivienda tendrían perros. Si así fuera, Philip habría perdido el elemento sorpresa haciendo peligrar todo el esquema. Pero ya era demasiado tarde para retroceder.

Todo el grupo se deslizó por el costado de la vivienda. Philip contuvo el aliento esperando oír en cualquier momento una cacofonía de ladridos. Pero no había perros.

Hizo detenerse a su gente alrededor de la base del andamio.

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