Tan pronto como entraron, Tom vio al mayordomo y al conde. Sabía quiénes eran por sus ropajes. El conde Bartholomew vestía una túnica larga con puños acampanados en las mangas y bordados en el orillo. La túnica de Matthew Steward era corta, del mismo estilo que la que llevaba Tom, pero de un tejido más suave, y se tocaba con una pequeña gorra redonda. Se encontraban junto a la chimenea; el Conde sentado y el mayordomo de pie. Tom se acercó a los dos hombres, manteniéndose fuera del alcance de su conversación, esperando que se dieran cuenta de su presencia. El conde Bartholomew era un hombre alto, de unos cincuenta años, con el pelo blanco y un rostro enjuto, pálido y altivo. No tenía el aspecto de un hombre de espíritu generoso. El mayordomo era más joven. Mantenía una postura que recordó a Tom la observación del centinela. Parecía femenina; Tom no estaba seguro de cómo catalogarle.
En el salón también se encontraban algunas personas, pero ninguna prestó atención a Tom. Él aguardaba sintiéndose a ratos esperanzado y a ratos temeroso. La conversación del conde con su mayordomo parecía eternizarse. Al fin terminó y el mayordomo se apartó después de hacer una inclinación. Fue entonces cuando Tom se adelantó con el corazón en la boca.
—¿Eres Matthew? —preguntó.
—Sí.
—Me llamo Tom. Soy maestro albañil y un buen artesano. Mis hijos están hambrientos. He oído decir que tenéis una cantera. —Contuvo el aliento.
—Tenemos una cantera pero no creo que necesitemos más canteros —dijo Matthew. Volvió la cabeza para mirar al conde quien sacudió negativamente la cabeza de manera imperceptible—. No —dijo Matthew—. No podemos contratarte.
Fue la rapidez de aquella decisión lo que hirió a Tom. Si la gente adoptaba una actitud solemne y reflexionaba profundamente sobre ello dándole finalmente una pesarosa negativa, le resultaba más fácil soportarlo. Tom pudo darse cuenta de que Matthew no era un hombre cruel, pero estaba muy ocupado y él y su hambrienta familia eran tan sólo otra cuestión que debía resolver al momento.
—Puedo hacer algunas reparaciones aquí, en el castillo.
—Tenemos un trabajador que se ocupa de todos esos trabajos —dijo Matthew.
Era el tipo de trabajador aprendiz de todo y maestro de nada, por lo general adiestrado en carpintería.
—Yo soy albañil —dijo Tom—. Mis muros son sólidos.
Matthew estaba irritado por discutir con él y pareció a punto de decir algo desagradable. Pero miró a los niños y su expresión se suavizó de nuevo.
—Me gustaría darte trabajo, pero no te necesitamos.
Tom hizo un gesto de aquiescencia. Ahora debería aceptar humildemente lo que el mayordomo había dicho y adoptar una expresión lastimera suplicando que les dieran de comer y un sitio para dormir una noche. Pero Ellen estaba con él y Tom temía que se fuera, así que lo intentó de nuevo.
—Tan sólo espero que no tengan en puertas una batalla —dijo con voz lo bastante fuerte para que el conde le oyera.
El efecto fue mucho más rotundo de lo que él esperara. Matthew pareció sobresaltarse y el conde se puso en pie.
—¿Por qué dices eso? —preguntó tajante.
—Porque vuestras defensas están en pésimas condiciones —repuso él.
—¿En qué sentido? —preguntó el conde—. ¡Explícate!
Tom respiró hondo. El conde estaba irritado aunque atento. Tom no encontraría otra ocasión como aquella.
—La argamasa en los muros de la casa de la guardia se ha desprendido en algunos sitios. Así que queda una abertura para una palanca. Un enemigo puede desprender fácilmente una o dos piedras y cuando haya un agujero resultará fácil derribar el muro. Además tienen desperfectos —siguió diciendo presuroso casi sin respirar, antes de que alguien pudiera hacer un comentario o poner sus palabras en tela de juicio—. En algunos sitios están a nivel. Ello deja a sus arqueros y caballeros desprotegidos de...
—Sé perfectamente para qué sirven las almenas —le interrumpió el conde malhumorado—. ¿Algo más?.
—Sí. La torre del homenaje tiene una planta baja con una puerta de madera. Si yo me dispusiera a atacar la torre del homenaje atravesaría esa puerta y prendería fuego a los almacenes.
—Y si tú fueras el conde, ¿cómo evitarías eso?
—Tendría preparado un montón de piedras debidamente modeladas y abundante cantidad de arena y cal para argamasa y un albañil dispuesto a bloquear la entrada en momentos de peligro.
El conde Bartholomew miraba fijamente a Tom. Tenía entornados los ojos azul claro y fruncida la blanca frente. ¿Estaba furioso con Tom por su crítica de las defensas del castillo? Nunca se sabe cómo un señor puede reaccionar ante las críticas. En cualquier caso lo mejor era dejarles que cometieran sus propios errores. Pero Tom era un hombre desesperado.
Finalmente el conde pareció llegar a una conclusión.
—Contrata a este hombre —dijo volviéndose hacia Matthew.
Un grito de júbilo pugnó por salir de la garganta de Tom, que hubo de contenerlo con esfuerzo. Apenas podía creerlo. Miró a Ellen y ambos sonrieron felices.
—¡Hurra! —gritó Martha que no padecía de las inhibiciones de los adultos.
El conde Bartholomew dio media vuelta y se dirigió a un caballero que se encontraba cerca. Matthew sonrió a Tom.
—¿Habéis comido hoy? —le preguntó.
Tom tragó saliva. Se sentía tan feliz que casi se le saltaban las lágrimas.
—No, no hemos comido.
—Os llevaré a la cocina.
Siguieron ansiosos al mayordomo que atravesó el salón y cruzó el puente hasta el recinto inferior. La cocina era un gran edificio de madera con rodapié de piedra. Matthew les dijo que esperaran fuera. Había un delicioso aroma en el aire; debían estar haciendo pastas. Tom sintió el ruido que le hacían las tripas y la boca se le hizo agua hasta el punto de que casi le dolía. Al cabo de un momento Matthew salió con una gran jarra de cerveza y se la dio a Tom.
—Dentro de un momento os traerán pan y bacón frío —dijo, alejándose seguidamente.
Tom bebió un sorbo de cerveza y le pasó la jarra a Ellen. Ella dio un poco a Martha y luego se la pasó a Jack. Alfred trató de agarrarla antes de que Jack pudiera beber, pero éste dio media vuelta manteniendo la jarra fuera del alcance de Alfred. Tom no quería otra riña entre los niños, sobre todo cuando al final parecía que las cosas iban bien. Estaba a punto de intervenir, quebrantando así su propia regla de no interferir en las peleas infantiles, cuando Jack se volvió de nuevo y entregó sumiso la jarra a Alfred.
Alfred se la llevó a la boca y empezó a beber. Tom sólo había tomado un sorbo, pensando que la jarra llegaría de nuevo a él después de que todos hubieran bebido, pero Alfred parecía dispuesto a apurarla. Mientras empinaba la jarra para beber hasta la última gota, algo parecido a un pequeño animal le cayó en la cara. Alfred lanzó un grito asustado y dejó caer la jarra. Se quitó de la cara aquella cosa emplumada y retrocedió de un salto.
—¿Qué es esto? —chilló. Aquella cosa cayó al suelo. Se la quedó mirando, lívido y temblando de asco. Todos la miraron. Era el chochin muerto.
Tom se encontró con la mirada de Ellen y ambos la dirigieron a Jack. Éste había cogido la jarra que le había dado Ellen y por un instante se había vuelto de espaldas, como intentando evitar a Alfred. Seguidamente había entregado la jarra a éste con evidente buena voluntad...
En aquellos momentos permanecía en pie quieto, mirando al horrorizado Alfred con una leve sonrisa satisfecha en su inteligente y juvenil rostro aunque de expresión madura. Jack sabía que le harían pagar aquello. Como quiera que fuese, Alfred se tomaría venganza. Cuando los demás no le vieran, Alfred tal vez le daría un puñetazo en el estómago. Ése era su golpe favorito, porque eran de los que más dolían, sin dejar señales. Jack había visto varias veces cómo se lo hacía a Martha.
Pero merecía la pena un puñetazo en el estómago sólo por ver reflejados en la cara de Alfred el sobresalto y el miedo al caerle de la cerveza el pájaro muerto.
Alfred aborrecía a Jack, y eso constituía una nueva experiencia para él. Su madre siempre le había querido y los demás no albergaban sentimiento alguno hacia él. No existía un motivo aparente para la hostilidad de Alfred. Parecía tener el mismo sentimiento que con respecto a Martha. Siempre estaba pellizcándola, tirándole del pelo y poniéndole la zancadilla, y aprovechaba cualquier oportunidad para estropear algo a lo que ella tuviera cariño. La madre de Jack se daba cuenta de lo que ocurría y lo encontraba aborrecible, pero el padre de Alfred parecía pensar que todo estaba bien aunque fuera un hombre afectuoso y quisiera mucho a Martha. Todo aquello resultaba desconcertante sin dejar de ser fascinante.
Todo era fascinante. Jack nunca había pasado una época tan excitante en toda su vida. A pesar de Alfred, a pesar de estar hambriento casi todo el tiempo, a pesar de estar dolido porque su madre prestaba más atención a Tom que a él, Jack estaba hechizado ante la constante sucesión de hechos extraños y de nuevas experiencias.
Había oído hablar de castillos. Durante los largos atardeceres de invierno en el bosque, su madre le había enseñado a recitar
chansons
, poemas narrativos en francés sobre caballeros y magos, casi todos de millares de líneas. Y en esas historias los castillos aparecían como lugares de refugio y novelescos. Al no haber visto jamás un castillo, se imaginaba que sería una versión algo más grande que la cueva en que vivía. El verdadero castillo resultaba asombroso. Era tan grande, con tanta gente, con tantos edificios, todos ellos ocupados... herrando caballos, sacando agua, dando de comer a las gallinas, cociendo pan y llevando cosas de un lado a otro, siempre llevando cosas, paja para los suelos, leña para los hogares, sacos de harina, fardos de tela, armas, sillas de montar y cotas de malla. Tom le había dicho que el foso y la muralla no formaban parte natural del paisaje, sino que en realidad los habían cavado y construido docenas de hombres trabajando juntos. Jack no desconfiaba de la palabra de Tom, pero le resultaba imposible imaginar cómo pudieron hacerlo.
Al anochecer, cuando se hizo demasiado oscuro para trabajar, toda aquella gente afanosa convergió en el gran salón de la torre del homenaje. Se encendieron velas de junco, se alimentó el fuego de las hogueras y todos los perros acudieron para resguardarse del frío. Algunos hombres y mujeres cogieron tablas y caballetes de un montón apilado en un lado del salón e instalaron mesas formando una T, colocando luego sillas en la cabecera y bancos a cada lado de la parte central. Jack nunca había visto a tantas personas trabajando juntas y quedó asombrado ante lo mucho que disfrutaban. Sonreían y reían mientras levantaban pesadas tablas exclamando ¡
Arriba
! y ¡
Para mí, para mí
!, ¡
Ahora, bajadla con cuidado
!. Jack envidiaba aquella camaradería y se preguntaba si algún día podría compartirla. Al cabo de un rato todo el mundo se sentó en los bancos. Uno de los sirvientes del castillo fue repartiendo grandes boles y cucharas de madera, contando en voz alta a medida que los entregaba. Luego hizo de nuevo el recorrido poniendo una gruesa rebanada de pan moreno y duro en el fondo de cada bol. Otro de los sirvientes llevó tazas de madera llenándolas de cerveza de una serie de grandes jarros. Jack, Martha y Alfred estaban sentados juntos en la parte final de la T, y cada uno de ellos recibió una taza de cerveza, por lo que no hubo motivo de pelea. Jack cogió su taza y se disponía a beber, pero su madre le dijo que esperara un momento.
Una vez escanciada la cerveza, se hizo el silencio en el salón. Jack esperaba, fascinado como siempre, a ver qué iba a ocurrir. Al cabo de un momento apareció el conde Bartholomew en el rellano de la escalera que bajaba desde su dormitorio. Descendió al salón seguido de Matthew Steward, tres o cuatro hombres bien vestidos, un muchacho y la criatura más bella que Jack jamás había visto.
No estaba seguro de si era una muchacha o una mujer. Iba vestida de blanco y su túnica tenía unas asombrosas mangas acampanadas que se arrastraban por el suelo mientras ella se deslizaba por la escalera. Su pelo era una masa de bucles oscuros enmarcándole la cara y tenía unos ojos oscuros, muy oscuros. Jack comprendió que eso era a lo que se referían las
chansons
cuando hablaban de una hermosa princesa de un castillo. No era de extrañar que todos los caballeros lloraran cuando la princesa moría.
Cuando hubo bajado la escalera, Jack se dio cuenta de que era muy joven, tan sólo unos años mayor que él, pero mantenía la cabeza erguida y se dirigió a la cabecera de la mesa como una reina. Tomó asiento junto al conde Bartholomew.
—¿Quién es? —susurró Jack.
—Debe ser la hija del conde —repuso Martha.
—¿Cómo se llama?
Martha se encogió de hombros.
—Se llama Aliena —dijo a Jack una muchacha sentada a su lado con la cara sucia—. Es maravillosa.
El conde levantó su copa por Aliena, luego paseó lentamente la mirada alrededor de la mesa y bebió. Fue la señal que todo el mundo estaba esperando. Todos le imitaron, alzando sus copas antes de beber.
La cena fue llevada en calderas inmensas y humeantes. Se sirvió primero al conde, luego a su hija, y después al muchacho y a los hombres que se sentaban con ellos en la cabecera de la mesa. Luego cada uno se fue sirviendo. Era pescado en salazón y un sabroso estofado bien condimentado. Jack llenó su bol y se lo comió todo, y luego siguió con la rebanada de pan que había en el fondo del bol, bien empapada por la salsa. Entre bocado y bocado contemplaba a Aliena, encandilado por todo cuanto ella hacía, desde la delicada manera que tenía de ensartar trocitos de pescado con la punta de su cuchillo y cogerlos delicadamente entre sus blancos dientes hasta la voz autoritaria con que llamaba a los sirvientes y les daba órdenes.
Todos parecían quererla. Acudían rápidamente cuando ella llamaba, sonreían cuando les hablaba y corrían presurosos a cumplir sus deseos. Jack observó que los jóvenes sentados a la mesa la miraban mucho y que algunos se pavoneaban cuando creían que miraba en su dirección. Pero ella parecía preocupada sobre todo de los hombres mayores sentados con su padre, asegurándose de que tuvieran pan y vino suficiente, haciéndoles preguntas y escuchando atenta sus respuestas. Jack se preguntaba cómo sería el que una bella princesa te hablara y luego te mirara con esos inmensos ojos oscuros mientras uno contestaba.
Después de la cena hubo música. Dos hombres y una mujer tocaron canciones con esquilas de ovejas, un tambor y gaitas hechas con huesos de animales y aves. El conde cerró los ojos y pareció sumido en la música, pero a Jack no le gustaron las canciones obsesivas y melancólicas que tocaban. Hubiera preferido las canciones alegres que cantaba su madre. La gente que estaba en el salón parecía pensar lo mismo porque todos se movían y agitaban, y cuando la música terminó se produjo una sensación general de alivio.