Los Pilares de la Tierra (37 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

BOOK: Los Pilares de la Tierra
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Tom miró hacia atrás, al recinto del castillo. ¿Por qué nadie más podía escuchar la llegada de aquel ejército? Porque el ruido de los cascos quedaba ahogado por los muros del castillo y fundido con el ruido producido por el pánico dentro del recinto. ¿Por qué los centinelas no habían visto nada? Porque todos habían abandonado sus puestos para combatir el fuego. Ese ataque había sido concebido por alguien inteligente. Ahora correspondía a Tom dar la voz de alarma. ¿Y dónde estaba Ellen?

Recorrió con la mirada el recinto mientras los atacantes seguían acercándose. Todo estaba oscurecido por el denso humo blanco de las cuadras incendiadas. No veía a Ellen por ninguna parte.

Descubrió al conde Bartholomew junto al pozo, intentando organizar la conducción del agua al fuego. Tom bajó presuroso al terraplén y atravesó corriendo el recinto hasta llegar al pozo; cogió sin miramientos al Conde por el hombro y le gritó al oído para hacerse oír por encima del estrépito.

—¡Es un ataque!

—¿Qué?

—¡Que nos están atacando!

El conde pensaba en el fuego.

—¿Que nos están atacando? ¿Quién?

—¡Escuchad! —le gritó Tom— ¡Un centenar de caballos!

El conde ladeó la cabeza; Tom vio en el rostro aristocrático y rudo que en su mente se había hecho la luz.

—¡Por la Cruz que tienes razón! —De repente pareció atemorizado— ¿Los has visto?

—Sí.

—¿Quién...? ¡Poco importa quién! ¡Un centenar de caballos!

—Sí.

—¡Peter! ¡Ralph! —El conde se volvió de espaldas a Tom y llamó a sus lugartenientes—. Se trata de una incursión. El fuego ha sido provocado para distraer la atención. ¡Nos están atacando! —Al igual que el conde, al principio se mostraron desconcertados, luego escucharon y finalmente dieron muestras de temor.

El conde gritaba:

—Decid a los hombres que cojan las espadas... ¡Rápido, rápido! —Luego se volvió hacia Tom—. Ven conmigo, cantero, tú eres fuerte, podremos cerrar las puertas. —Atravesó corriendo el recinto seguido de Tom. Si conseguían cerrar las puertas y alzar a tiempo el puente levadizo podrían resistir a un centenar de hombres.

Llegaron a la casa de la guardia. A través del arco podían ver al ejército. Tom se dio cuenta de que ya estaban a menos de una milla y desplegándose. Algunos han estado ya aquí, se dijo. Los caballos más rápidos delante y los rezagados detrás.

—Mira las puertas —vociferó el conde.

Tom miró. Las dos grandes puertas zunchadas de roble estaban en el suelo. Habían arrancado los goznes de la muralla. Pensó que algunos enemigos ya habían estado allí. Sintió el estómago atenazado por el temor.

Volvió a mirar hacia el recinto buscando una vez más a Ellen. No la veía. ¿Qué le habría pasado? En esos momentos podía pasar cualquier cosa. Necesitaba estar con ella y protegerla.

—¡El puente levadizo! —dijo el conde.

Tom comprendió que la mejor forma de proteger a Ellen era manteniendo a raya a los atacantes. El conde subió corriendo la escalera de caracol que conducía al cuarto desde el que se enrollaba la maroma y Tom se obligó a seguirle haciendo un esfuerzo. Si pudieran alzar el puente levadizo, unos cuantos hombres podrían resistir en la casa de guardia. Pero al entrar en el cuarto el mundo se le vino abajo. Habían cortado la maroma y no había manera de levantar el puente.

El conde maldijo con amargura.

—El que haya planeado esto es tan astuto como Lucifer —dijo.

De repente, a Tom se le ocurrió que quienquiera que hubiera arrancado las puertas, cortado la maroma del puente levadizo e iniciado el fuego debía encontrarse todavía dentro del castillo, en alguna parte. Miró temeroso en derredor preguntándose dónde podrían estar los intrusos.

El conde miró por una de las ventanas, prácticamente rendijas.

—¡Santo Dios! ¡Casi están aquí!

Bajó corriendo las escaleras.

Tom le iba pisando los talones. En el pórtico varios caballeros se abrochaban presurosos los cinturones de sus armas y se ponían los cascos. El conde Bartholomew empezó a dar órdenes.

—Vosotros, Ralph y John, enviad algunos caballos sueltos al puente para entorpecer la marcha del enemigo. Richard, Peter, Robin. Coged algunos otros y presentad resistencia aquí.

El pórtico era angosto y unos cuantos hombres podrían contener a los asaltantes, al menos por un rato.

—Tú, cantero, lleva a los servidores y a los niños a través del puente hasta el recinto superior.

Tom se sintió contento de tener una excusa para buscar a Ellen. Primero corrió a la capilla. Alfred y Martha se encontraban donde los dejara momentos antes y parecían asustados.

—Id a la torre del homenaje —les gritó—. Y decid a todas las mujeres y niños con los que os encontréis que vayan allí con vosotros... órdenes del conde. ¡Corred!

Los niños se pusieron en movimiento de inmediato.

Tom miró en derredor suyo. Pronto les seguiría él, estaba decidido a que no le cogieran en el recinto inferior. Pero todavía disponía de algunos momentos para cumplir la orden del conde. Corrió a las cuadras donde la gente seguía arrojando baldes de agua al fuego.

—Olvidaos del fuego. Están atacando el castillo —les gritó—. Llevad a vuestros hijos a la torre del homenaje.

El humo se le metió en los ojos empañando su visión al saltársele las lágrimas. Se frotó los ojos y corrió hacia un pequeño grupo que permanecía allí en pie viendo cómo el fuego devoraba las cuadras.

Les repitió el mensaje y también a un grupo de mozos de cuadra que habían reunido a algunos de los caballos desperdigados. A Ellen no se la veía por ninguna parte.

El humo le hizo toser. Sofocándose, cruzó de nuevo el recinto en dirección al puente que conducía al círculo superior. Allí se detuvo intentando recuperar el aliento y miró hacia atrás. La gente atravesaba en riadas el puente. Casi estaba seguro de que Ellen y Jack se encontraban ya en la torre del homenaje, pero se sentía aterrado ante la idea de que quizás no los hubiera visto. Pudo ver un apretado grupo de caballeros enzarzados en una brutal lucha cuerpo a cuerpo junto a la casa de guardia inferior. Aparte de eso no podía verse otra cosa que humo. De repente, el conde Bartholomew apareció a su lado con su espada ensangrentada y cayéndole las lágrimas debido al humo.

—¡Ponte a salvo! —gritó el conde a Tom.

En aquel preciso momento los atacantes irrumpieron a través del arco de la casa de guardia de abajo, dispersando a los caballeros que la defendían. Tom dio media vuelta y atravesó corriendo el puente.

En la segunda casa de guardia se mantenían quince o veinte hombres del conde, prestos a defender el recinto superior. Abrieron camino para dejar pasar al conde y a Tom. Al cerrar de nuevo filas, Tom oyó cascos golpeando sobre el puente de madera a sus espaldas. Los defensores ya no tenían posibilidad alguna. Tom comprendió que aquélla había sido una incursión astutamente planeada y perfectamente ejecutada. Pero su principal preocupación era el miedo por la suerte de Ellen y los niños. Sobre ellos iban a caer un centenar de hombres armados sedientos de sangre. Atravesó corriendo el recinto superior en dirección a la torre del homenaje.

A medio camino de los escalones de madera que conducían al gran salón, miró hacia atrás. Los defensores de la segunda casa de guardia habían sido casi inmediatamente superados por los atacantes a caballo. El conde Bartholomew estaba en los escalones detrás de Tom. Ambos tuvieron el tiempo justo de entrar en la torre y levantar la escalera al interior. Tom subió corriendo el resto de los escalones, irrumpiendo en el salón... para descubrir que los atacantes se habían mostrado todavía más astutos.

La avanzadilla del enemigo que había derribado las puertas, cortado la maroma del puente levadizo y pegado fuego a las cuadras, había llevado a cabo otra acción. Había entrado en la torre del homenaje, tendiendo una emboscada a todo aquel que buscaba refugio en ella.

Ahora se encontraban en pie, a la entrada del gran salón, cuatro hombres de cara feroz vestidos con cota de malla. Por todas partes había cuerpos ensangrentados de los caballeros del conde muertos o heridos que fueron ferozmente atacados al entrar. Y Tom descubrió sobresaltado que el líder de aquella avanzadilla era William Hamleigh.

Tom miraba petrificado por la sorpresa. William tenía los ojos muy abiertos e inyectados en sangre. Tom pensó que William iba a matarle, pero antes de que tuviera tiempo de sentir miedo, uno de los secuaces de William le agarró por el brazo y le hizo entrar, apartándole violentamente a un lado.

De manera que eran los Hamleigh quienes atacaban el castillo del conde Bartholomew, pero ¿por qué?

Todos los servidores y los niños se encontraban formando un grupo aterrado en el extremo más alejado del salón. Así que únicamente iban a matar a los hombres armados. Tom recorrió las caras de los que se encontraban en el salón, sintiendo un inmenso alivio al ver a Alfred, Martha, Ellen y Jack, todos juntos con aspecto aterrado aunque vivos, y al parecer indemnes.

Antes de que pudiera reunirse con ellos se inició una lucha en la entrada. El conde Bartholomew y dos de sus caballeros se lanzaron a la carga, siendo sorprendidos por los caballeros de Hamleigh que los esperaban. Uno de los hombres del conde fue abatido de inmediato, pero el otro protegió al conde empuñando su espada. Varios caballeros de Bartholomew se situaron detrás del conde, y de repente se produjo una tremenda escaramuza cuerpo a cuerpo, utilizando cuchillos y puños porque no había espacio para enarbolar las largas espadas. Por un momento pareció como si los hombres del conde fueran a vencer a los de William. Pero algunos dieron media vuelta y empezaron a defenderse al ser atacados por detrás. Era evidente que el ejército atacante había penetrado en el recinto superior y que en aquellos momentos subían los escalones y atacaban la torre del homenaje.

—¡Deteneos! —vociferó una voz potente.

Los hombres de ambos bandos adoptaron posiciones defensivas y la lucha se detuvo.

—Bartholomew de Shiring, ¿os rendís? —gritó la misma voz.

Tom vio al conde volverse y mirar a través de la puerta. Los caballeros se hicieron a un lado para quedar fuera de su línea de visión.

—Hamleigh —murmuró en tono bajo e incrédulo. Luego, levantando la voz, dijo:

—¿Dejaréis marchar a mi familia y a mis servidores sin hacerles daño?

—Sí.

—¿Lo juráis?

—Lo juro por la Cruz si os rendís.

—Me rindo.

Del exterior llegó un gran vítor.

Tom dio media vuelta. Martha atravesó corriendo el salón hasta llegar junto a él, que la cogió en brazos. Luego abrazó a Ellen.

—Estamos salvados —dijo Ellen con los ojos llenos de lágrimas—. Todos nosotros... nos hemos salvado.

—Sí, estamos a salvo pero de nuevo en la miseria —dijo Tom con amargura.

De súbito, William dejó de dar vítores. Era el hijo de Lord Percy y no era digno de él gritar y vociferar como los hombres de armas. Su rostro adoptó una expresión de satisfacción altiva.

Habían ganado. Llevó adelante el plan no sin algunos contratiempos, pero había dado resultado y el ataque había resultado un gran éxito gracias a su trabajo previo. Había perdido la cuenta de los hombres que había matado y herido, y sin embargo él estaba indemne. Algo le llamó la atención: tenía mucha sangre en la cara para no haber sufrido herida alguna. Se la limpió pero volvió a caerle. Debía ser la suya. Se llevó la mano a la cara y luego a la cabeza. Había perdido algo de pelo y le dolió al tocarse el cuero cabelludo. Le dolía terriblemente. No había llevado casco porque hubiera resultado sospechoso. Empezó a dolerle ahora que ya sabía que estaba herido. No le importó. Una herida era señal de valor.

Su padre subió los escalones y se enfrentó con el conde Bartholomew en el umbral de la puerta. Bartholomew sostenía su espada presentando la empuñadura en actitud de rendición. Percy la cogió y sus hombres volvieron a lanzar vítores.

—¿Por qué habéis hecho esto? —oyó que decía Bartholomew a padre, cuando se hubo apagado el ruido.

—Habéis conspirado contra el rey —contestó padre.

Bartholomew estaba asombrado de que padre supiera eso y en su rostro se reveló el sobresalto. William contuvo el aliento preguntándose si Bartholomew, con la desesperación de la derrota, admitiría la conspiración delante de toda aquella gente. Sin embargo recuperó su compostura y se irguió cuan alto era.

—Defenderé mi honor delante del rey, no aquí —dijo.

Padre hizo un ademán de aquiescencia.

—Como queráis. Decid a vuestros hombres que entreguen las armas y que abandonen el castillo.

El conde murmuró una orden a sus caballeros y uno a uno fueron acercándose a padre y dejando caer al suelo sus espadas, delante de él. William disfrutaba viendo todo aquello. Ahí están todos ellos, humillados ante mi padre, se dijo con orgullo.

—Reunid los caballos sueltos y metedlos en la cuadra. Haz que algunos hombres lo recorran todo y desarmen a los muertos y a los heridos —estaba diciendo padre a uno de sus caballeros.

Las armas y los caballos de los vencidos pertenecían naturalmente a los vencedores. Los caballeros de Bartholomew habían de dispersarse a pie y desarmados. Los hombres de Hamleigh vaciarían también los almacenes del castillo. Se cargarían las mercancías en los caballos confiscados y serían conducidos a Hamleigh, la aldea que daba su nombre a la familia. Padre llamó a otro de sus caballeros.

—Reúne a los sirvientes de cocina y que hagan la comida. El resto de ellos que se vayan —le dijo.

Después de la batalla, los hombres estaban hambrientos. Se celebraría una fiesta por la victoria. Comerían y beberían los mejores manjares y vinos del Conde Bartholomew antes de que el ejército victorioso volviera a casa.

Un momento después los caballeros que rodeaban a padre y a Bartholomew se dividieron para dejar paso a madre.

Parecía muy pequeña entre todos aquellos fornidos luchadores, pero cuando se retiró el chal que le cubría la cara, aquellos que no la habían visto antes retrocedían sobresaltados, como siempre hacía la gente ante su rostro desfigurado. Miró a padre.

—Un gran triunfo —dijo con tono satisfecho.

William hubiera querido decir:
Y debido a un excelente trabajo previo ¿no crees, madre?

Sin embargo se mordió la lengua. Pero su padre habló por él.

—Ha sido William quien nos ha despejado la entrada.

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