Cuthbert asintió.
—Pero a lo que no está dispuesto es a pagar por ello. Ya te habrás dado cuenta de que los monjes están haciendo todo el trabajo. No contratará ningún trabajador, dice que el priorato tiene ya demasiados servidores.
Aquellas eran malas noticias.
—¿Qué piensan los monjes de ello? —preguntó Tom con tiento.
Cuthbert se echó a reír, arrugando todavía más su ya arrugado rostro.
—Eres un hombre con tacto, Tom Builder. Estás pensando que no ves con frecuencia a los monjes trabajando tan duro. Bueno, el nuevo prior no obliga a nadie. Pero interpreta la regla de san Benito de tal forma que quienes hacen trabajos físicos pueden comer carne roja y beber vino, en tanto que los que se limiten a estudiar y a orar tienen que vivir con pescado en salazón y cerveza floja; también puedo darte una justificación teórica en extremo minuciosa pero el resultado es que tiene un gran número de voluntarios para el trabajo duro, especialmente entre los jóvenes.
Cuthbert no parecía desaprobador, tan sólo confundido.
—Pero los monjes no pueden construir muros de piedra por muy bien que coman.
Mientras hablaba, oyó el llanto de un niño. Aquel sonido le llegó al corazón. Al instante se dio cuenta de la extraña circunstancia de que hubiera un bebé en un monasterio.
—Preguntaremos al prior —estaba diciendo Cuthbert, pero Tom apenas le escuchaba; parecía el llanto de un niño muy pequeño, apenas de una o dos semanas, e iba acercándose. Tom se encontró con la mirada de Ellen, que también parecía sobresaltada. Luego se vio una sombra en la puerta. Tom tenía un nudo en la garganta. Entró un monje con un bebé en los brazos. Tom le miró a la cara. Era su hijo.
Tom tragó saliva. El niño tenía la cara congestionada, los puños apretados y la boca abierta mostrando sus encías desdentadas. Su llanto no era de dolor o enfermedad, tan sólo estaba exigiendo comida, era la protesta saludable y ansiosa de un bebé normal, y a Tom se le quitó un peso de encima, respirando aliviado al ver que su hijo estaba bien. El monje que lo llevaba era un muchacho de aspecto alegre, de unos veinte años, con el pelo alborotado y una amplia sonrisa más bien bobalicona. A diferencia de la mayoría de los monjes, permaneció imperturbable ante la presencia de una mujer. Sonrió a todo el mundo, dirigiéndose luego a Cuthbert.
—Jonathan necesita más leche.
Tom ansiaba coger en los brazos al niño. Intentó mantener el rostro impávido para no revelar sus emociones. Miró de soslayo a los niños. Todo cuanto ellos sabían era que el niño abandonado lo había recogido un sacerdote que iba de viaje. Ni siquiera sabían si lo había llevado consigo al pequeño monasterio del bosque. En aquellos momentos sus rostros sólo revelaban una ligera curiosidad. No habían relacionado a ese bebé con el que ellos habían dejado atrás.
Cuthbert cogió un cazo y una pequeña jarra y la llenó con la leche que había en un balde.
—¿Puedo coger al bebé? —dijo Ellen al monje joven.
Extendió los brazos y el monje le entregó al niño. Tom la envidió. Anhelaba apretar contra su corazón al pequeño y cálido bulto. Ellen acunó al bebé, que quedó callado por un momento.
—Johnny Eightpence es una buena niñera pero no tiene el toque de la mujer —dijo Cuthbert levantando la mirada.
Ellen sonrió al muchacho.
—¿Por qué te llaman Johnny Eightpence?
Cuthbert contestó por él.
—Porque sólo es ocho peniques del chelín —dijo llevándole la mano a la sien para indicar que era bobalicón—. Pero parece comprender mejor las necesidades de las pobres y pequeñas criaturas mejor que nosotros, los listos. Estoy seguro de que todo ello responde a los amplios fines de Dios —dijo expresándose de forma vaga.
Ellen se había ido acercando a Tom y en aquel momento le alargó el niño. Le había leído los pensamientos. Tom la miró con una profunda gratitud y cogió a la pequeña criatura en sus brazos; podía sentir los latidos del corazón del niño a través de la manta en la que estaba envuelto. El material era excelente. Por un instante se preguntó en su fuero interno de dónde habrían sacado los monjes una lana tan suave. Apretó al niño contra su pecho y lo meció. Su técnica no era tan buena como la de Ellen y el niño empezó a llorar de nuevo, pero a Tom no le importó. Aquel grito fuerte e insistente era música celestial para sus oídos porque ello significaba que el niño que él había abandonado gozaba de buena salud y estaba fuerte. Por duro que fuera, tenía la sensación de que había tomado la decisión acertada al dejar al niño en el monasterio.
—¿Dónde duerme? —preguntó Ellen a Johnny.
Esta vez contestó el propio Johnny.
—Tiene una cuna en el dormitorio con todos nosotros.
—Debe despertaros a todos por la noche.
—De todas maneras nos levantamos a medianoche para maitines —dijo Johnny.
—Claro. Olvidaba que los monjes duermen de noche tan poco como las madres.
Cuthbert alargó la jarra de leche a Johnny y éste cogió el bebé a Tom con un experimentado movimiento de brazo. Tom no estaba preparado para renunciar al bebé, pero a los ojos de los monjes él no tenía el más mínimo derecho, así que lo dejó ir. Al cabo de un momento, Johnny se fue con el bebé y Tom hubo de dominar su impulso de ir y decir:
Espera, detente, es mi hijo, devuélvemelo
. Ellen permanecía junto a él y le apretó el brazo con un discreto gesto de afecto.
Tom se dio cuenta de que ahora tenía un motivo más para la esperanza. Si lograba encontrar trabajo allí podría ver siempre a Jonathan, y casi sería como si nunca le hubiera abandonado; parecía demasiado bueno para ser verdad y ni siquiera se atrevía a desearlo. Cuthbert miró perspicaz a Martha y Jack, que habían quedado deslumbrados al ver la jarra de cremosa leche que Johnny se había llevado.
—¿Se tomarían los niños un poco de leche? —preguntó.
—Si, por favor, padre. ¡Claro que se la tomarían! —contestó Tom. Él también se la tomaría.
Cuthbert vertió leche en dos boles de madera y se los dio a Martha y a Jack. Ambos los apuraron rápidamente, dejando unos grandes círculos blancos alrededor de la boca.
—¿Un poco más? —les ofreció Cuthbert.
—Sí, por favor —respondieron al unísono.
Tom miró a Ellen convencido de que debía sentirse como él, profundamente agradecida de ver que los pequeños al final se alimentaban.
—¿De dónde venís? —preguntó Cuthbert como al azar, mientras llenaba de nuevo los boles.
—De Earlcastle, cerca de Shiring —dijo Tom—. Salimos ayer por la mañana.
—¿Habéis comido desde entonces?
—No —repuso Tom lacónico.
Sabía que la pregunta era un gesto amable por parte de Cuthbert, pero le molestaba tener que admitir que había sido incapaz de dar de comer a sus hijos.
—Entonces tomad unas manzanas para matar el gusanillo antes de la cena —dijo Cuthbert, señalando un barril que había cerca de la puerta.
Alfred, Ellen y Tom se acercaron al barril mientras Martha y Jack bebían su segundo bol de leche. Alfred intentó coger cuantas manzanas abarcaba con sus brazos, pero Tom se las quitó de un papirotazo de las manos.
—Coge dos o tres —le advirtió en voz baja. Él cogió tres.
Tom comió con gusto sus manzanas y sintió algo más tranquilo su estómago, pero no pudo evitar preguntarse a qué hora servirían la cena. Y recordó contento que los monjes solían cenar antes de que oscureciera para así ahorrar velas.
Cuthbert miraba fijamente a Ellen.
—¿Te conozco? —dijo finalmente.
—No lo creo —contestó Ellen, que parecía incómoda.
—Me resultas familiar —dijo inseguro.
—He vivido cerca de aquí cuando era pequeña —dijo Ellen.
—Eso será —dijo Cuthbert—. Por eso tengo la sensación de que pareces mayor de lo que debieras.
—Debe de tener una memoria muy buena.
La miró con el entrecejo fruncido.
—No muy buena —dijo—. Estoy seguro de que hay algo más... Poco importa. ¿Por qué dejasteis Earlcastle?
—Ayer con el alba lo atacaron y lo tomaron —repuso Tom—. El conde Bartholomew está acusado de traición.
Cuthbert quedó escandalizado.
—¡Que los santos nos protejan! —exclamó, y de repente pareció una vieja solterona atacada por un macho—. ¡Traición!
Se oyeron unos pasos afuera. Al volverse Tom vio que entraba otro monje.
—Éste es nuestro nuevo prior —anunció Cuthbert.
Tom reconoció al prior. Era Philip. El monje que se encontraron de camino al palacio del obispo, el que les había dado aquel delicioso queso. Ahora todo encajaba. El nuevo prior de Kingsbridge era el antiguo prior de la pequeña celda en el bosque y cuando se trasladó a Kingsbridge, había llevado consigo a Jonathan. A Tom le latió el corazón con optimismo. Philip era un hombre bondadoso y parecía que Tom le inspiraba confianza y simpatía. Seguramente le daría un trabajo.
Philip le reconoció.
—Hola, maestro constructor —dijo—. Así que no encontraste trabajo en el palacio del obispo.
—No, padre. El arcediano no quiso contratarme y el obispo no estaba allí.
—¡Claro que no estaba! Estaba en el cielo, aunque entonces aún no lo sabíamos.
—¿Ha muerto el obispo?
—Sí.
—Eso es ya noticia antigua —dijo impaciente Cuthbert—. Tom y su familia acaban de llegar de Earlcastle. El conde Bartholomew ha sido capturado y su castillo asaltado.
Philip se quedó muy quieto.
—¡Ya! —murmuró.
—¿Ya? —repitió Cuthbert—. ¿Qué quieres decir con "ya"? —parecía sentir afecto por Philip, pero a un tiempo se mostraba con él como un padre cuyo hijo hubiera estado en la guerra y hubiera regresado a casa con un arma en el ceñidor y una mirada ligeramente peligrosa—. ¿Sabías que esto iba a suceder?
Philip se mostró algo confuso.
—No, no exactamente —dijo con tono inseguro—. Oí el rumor de que el conde Bartholomew era contrario al rey Stephen —recuperó su compostura—. Todos debemos estar agradecidos por ello. Stephen ha prometido proteger a la Iglesia, en tanto que Maud posiblemente nos hubiera oprimido tanto como hizo su difunto padre. Sí, en realidad son buenas noticias —parecía tan complacido, como si lo hubiera hecho él mismo.
Tom no quería hablar del conde Bartholomew.
—Para mí no son buenas noticias. El conde me había contratado el día anterior para fortalecer las defensas del castillo. No recibí siquiera un día de paga —dijo.
—¡Qué lástima! —dijo Philip—. ¿Quién atacó el castillo?
—Lord Percy Hamleigh.
—¡Ah! —Philip asintió y de nuevo Tom tuvo la impresión de que sus noticias no hacían más que confirmar lo que Philip esperaba.
—Así que estáis haciendo algunas mejoras aquí —dijo Tom tratando de encauzar la conversación a su propio interés.
—Lo estoy intentando —dijo Philip.
—Estoy seguro de que querréis reconstruir la torre.
—Reconstruir la torre, reparar el tejado, pavimentar el suelo... sí, quiero hacer todo eso. Y tú naturalmente quieres el trabajo —añadió habiéndose dado cuenta al parecer del motivo de la presencia de Tom allí—. No se me había ocurrido. Desearía poder contratarte, pero me temo que no podría pagarte. Este monasterio está sin un penique.
Tom se sintió como si hubiera recibido un fuerte golpe. Había confiado en que en el monasterio encontraría trabajo, todo parecía indicarlo. Apenas podía creer lo que oía. Se quedó mirando a Philip.
En realidad era increíble que el priorato no tuviera dinero. El intendente había dicho que los monjes hacían todo el trabajo extra, pero aún así, un monasterio siempre podía pedir prestado a los judíos. Tom pensó que había llegado al término de su viaje. Lo que quiera que le hubiese mantenido en acción durante todo el invierno estaba agostado, y se sentía débil y sin voluntad.
Ya no puedo seguir,
se dijo,
estoy acabado
.
Philip se dio cuenta de su angustia.
—Puedo ofreceros cena, un lugar para dormir y el desayuno por la mañana —dijo.
Tom sintió una irritación amarga.
—Lo aceptaré, pero preferiría ganármelo —dijo.
Philip enarcó las cejas al percibir el tono irritado, pero habló con tono apacible.
—Pídeselo a Dios. Eso no es mendigar, es rezar.
Seguidamente salió de la habitación.
Los otros parecían algo asustados y Tom se dio cuenta de que debía haber revelado su enfado. Le molestaron todas las miradas fijas en él; salió del almacén unos pasos detrás de Philip, y quedó parado en el patio, mirando la grande y vieja iglesia, intentando dominar sus sentimientos.
Al cabo de un momento le siguieron Ellen y los niños. Ésta le rodeó la cintura con el brazo, con un gesto de consolación, lo que hizo que los novicios empezaran a murmurar entre sí y a darse codazos. Tom les ignoró.
—Rezaré —dijo con aspereza—. Rezaré para que un rayo derribe la iglesia y no deje piedra en pie.
Jack aprendió en los dos últimos días a temer al futuro.
Durante su corta vida jamás había tenido que pensar más allá del día siguiente, pero, de haberlo hecho, hubiera sabido qué podía esperar. En el bosque un día era muy parecido a otro, y las estaciones cambiaban lentamente. Ahora ya no sabía dónde estaría de un día para otro, que haría ni si comería. Lo peor de todo era sentirse hambriento. Jack había estado comiendo a hurtadillas hierba y hojas, para tratar de calmar los retortijones, pero le habían producido un dolor de estómago distinto y le hicieron sentirse raro. Martha lloraba a menudo porque tenía mucha hambre. Jack y Martha siempre caminaban juntos. Ella confiaba en él, cosa que nunca había hecho con nadie. Sentirse inerme para aliviar su sufrimiento era peor que la propia hambre. Si hubieran seguido viviendo en la cueva él habría sabido a dónde ir para cazar patos, encontrar nueces o robar huevos. Pero en los pueblos, en las aldeas y en los caminos poco familiares que las unían Jack estaba perdido. Todo cuanto sabía era que Tom había de encontrar trabajo.
Pasaron la tarde en la casa de invitados. Era un edificio sencillo, de una sola habitación, con un suelo sucio y una chimenea en el centro, como las casas en las que vivían los campesinos, pero para Jack, que siempre había vivido en una cueva, aquello era realmente maravilloso. Tenía curiosidad por saber cómo habían hecho la casa y Tom se lo dijo. Se habían talado dos árboles jóvenes, y después de desbastarlos los habían unido formando ángulo. Luego se había hecho la misma operación con otros dos, colocándolos a cuatro yardas de distancia de los otros, uniendo luego ambos por la parte superior con una parhilera. Luego se fijaban unas tablillas ligeras paralelas a ésta, uniendo los árboles y formando un tejado en declive que llegaba hasta el suelo. Sobre las tablillas se colocaban bastidores rectangulares de juncos tejidos llamados zarzos y los impermeabilizaban con barro. Los aguilones de los extremos se hacían con estacas clavadas en la tierra, rellenando con barro los resquicios. En uno de los extremos había una puerta y no tenía ventanas.