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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Los Pilares de la Tierra (43 page)

BOOK: Los Pilares de la Tierra
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Pero aquellos últimos temblores debían de haber perturbado el sueño de alguien, y en cualquier momento algún monje legañoso saldría medio dormido del dormitorio preguntándose si el terremoto que había sentido era real, o tan sólo una pesadilla. Jack había pegado fuego a la iglesia, un crimen atroz a los ojos de los monjes. Tenía que largarse rápidamente.

Atravesó corriendo el césped hasta la casa de invitados. Todo seguía tranquilo y silencioso. Se detuvo jadeante delante de ella. Si seguía respirando de aquel modo despertaría a todo el mundo. Intentó hacerlo con calma, pero resultó peor. Había que quedarse allí hasta que volviera a respirar con normalidad. El tañido de una campana rompió el silencio y siguió sonando apremiante en inconfundible alarma. Jack se quedó helado. Si entraba en ese momento se darían cuenta. Pero si no lo hacía...

Se abrió la puerta de la casa y apareció Martha. Jack se la quedó mirando aterrado.

—¿Dónde has estado? —le preguntó la niña con voz muy queda—. Hueles a humo.

A Jack se le ocurrió una mentira plausible.

—Sólo he salido un momento —dijo desesperado—. Oí la campana.

—Mentiroso —dijo Martha—. Has estado fuera un montón de tiempo. Lo sé porque estaba despierta.

Jack se dio cuenta que era inútil querer engañarla.

—¿Estaba alguien más despierto? —preguntó temeroso.

—No, sólo yo.

—No les digas que he salido. ¿Querrás?

La niña percibió el miedo en su voz y trató de tranquilizarle.

—Bueno. Será un secreto. No te preocupes.

—¡Gracias!

En aquel momento apareció Tom, rascándose la cabeza.

Jack estaba asustado. ¿Qué pensaría Tom?

—¿Qué pasa? —preguntó Tom somnoliento. Husmeó el aire—. Huele a humo.

Jack señaló la catedral con un dedo tembloroso.

—Creo... —empezó a decir y luego tragó saliva. Se dio cuenta con una sensación de alivio que todo iba a salir bien. Tom daría por sentado que Jack acababa de levantarse como Martha. Así que habló de nuevo, esa vez con tono más tranquilo—. Mira la iglesia. Creo que está ardiendo.

2

Philip todavía no se había acostumbrado a dormir solo. Echaba de menos la atmósfera cargada del dormitorio, el ruido de los demás moviéndose y roncando, el alboroto cuando uno de los monjes de más edad había de levantarse para ir a la letrina, seguido habitualmente por los demás monjes de edad, una procesión normal que siempre divertía a los más jóvenes. Estar solo al anochecer no le molestaba porque se encontraba cansado hasta el agotamiento, pero en plena noche, después de haber asistido completamente despierto al servicio divino, le resultaba difícil conciliar el sueño. En lugar de volver a meterse en el inmenso y suave lecho (resultaba algo embarazoso lo pronto que se había acostumbrado a eso), encendía el fuego y leía a la luz de la vela o se arrodillaba para orar, o se sentaba a pensar.

Tenía mucho en qué pensar. Las finanzas del priorato estaban en peores condiciones de lo que había pensado. El principal motivo era, con toda probabilidad, que la organización en su conjunto generaba muy poco dinero. Poseían vastas extensiones de terreno, pero muchas de las granjas estaban alquiladas a precios muy bajos y a muy largo plazo, y algunas pagaban el alquiler en especies... tantos sacos de harina, tantos barriles de manzanas, tantas carretas de nabos. Las granjas que no estaban alquiladas las llevaban los monjes, pero nunca parecían capaces de producir un excedente de artículos para la venta.

La otra partida importante del priorato la constituían las iglesias que tenían en propiedad y de las que recibían los diezmos. Por desgracia, la mayoría de ellas estaban bajo el control directo del sacristán, y a Philip le era difícil averiguar cuánto gastaba exactamente. No había cuentas registradas por escrito. Sin embargo resultaba evidente que el ingreso del sacristán era muy escaso o su administración rematadamente mala para mantener en buen estado la iglesia catedral, aunque al correr de los años el sacristán había logrado obtener una impresionante colección de valiosos ornamentos y vasos incrustados de piedras preciosas.

A Philip le resultaba imposible conocer todos esos detalles hasta que tuviera tiempo de hacer un recorrido por todas las extensas propiedades del monasterio, pero en líneas generales eran de una claridad meridiana. Y el viejo prior había estado recibiendo dinero durante algunos años, de prestamistas de Winchester y Londres, tan sólo para poder hacer frente a los gastos cotidianos. Philip se había sentido enormemente deprimido al comprender la gravedad de la situación.

Pero a medida que reflexionaba y rezaba, la solución fue aclarándose. Había concebido un plan en tres etapas. Empezaría por hacerse cargo personalmente de las finanzas del priorato. En ese momento cada uno de los funcionarios monásticos controlaba parte de la propiedad y cubría con los ingresos de la misma su responsabilidad: el intendente, el sacristán, el maestro de invitados, el maestro de novicios y el enfermero. Todos ellos tenían "sus" granjas e iglesias. Ni que decir tiene que ninguno de ellos confesaría nunca tener demasiado dinero, y si les quedaba algún excedente tenían buen cuidado de gastarlo por temor a que les quitaran algo. Philip había decidido nombrar a un nuevo funcionario, al que se designaría con el título de recaudador, cuya tarea consistiría en recibir todo el dinero a que tenía derecho el priorato, sin excepción alguna, entregando luego a cada uno de los funcionarios exactamente lo que necesitara.

Naturalmente el recaudador había de ser alguien en quien Philip confiara plenamente. Al principio se sintió inclinado a asignar dicho trabajo a Cuthbert Whitehead, el intendente, pero luego recordó la aversión de Cuthbert a hacer nada por escrito. No servía. Porque en adelante todos los ingresos y salidas se inscribirían en un gran libro.

Philip había decidido asignar la tarea al joven encargado de cocina, el hermano Milius. A los demás funcionarios monásticos no les gustaría la idea fuera quien fuese quien desempeñara el cargo, pero Philip era quien mandaba y en cualquier caso, la mayoría de los monjes que sabían o sospechaban que el priorato tenía dificultades, apoyarían la reforma. Una vez que tuviera el control del dinero, pondría en práctica la segunda etapa de su plan.

Todas las granjas que se encontraran alejadas serían arrendadas mediante pago en metálico del arriendo. Había en Horkshire una propiedad del priorato que pagaba un "alquiler" de doce corderos que enviaban religiosamente cada año hasta Kingsbridge, pese a que el costo del transporte era superior al valor de los corderos y además la mitad de ellos morían durante el camino. En el futuro tan sólo las granjas más cercanas producirían alimentos para el priorato. También pensaba cambiar el sistema vigente según el cual cada granja producía de todo un poco: algo de grano, algo de carne, algo de leche y así sucesivamente. Durante años, Philip había considerado un derroche semejante sistema. Con este sistema cada una de las granjas sólo llegaba a producir lo suficiente de cada producto para sus propias necesidades. O acaso fuera mejor decir que cada granja se las arreglaba siempre para consumir casi todo lo producido. Philip quería que cada granja se dedicara a una sola cosa. Todo el grano se cultivaría en un grupo de aldeas, en Somerset, donde el priorato tenía también en propiedad varios molinos. Las exuberantes laderas de Wiltshire proporcionarían pastos para el ganado, que a su vez proporcionaría mantequilla y carne. La pequeña celda de St-John-in-the-Forest criaría cabras y haría queso.

Pero el proyecto más importante de Philip era el de destinar las granjas de segunda clase, aquellas de terrenos pobres o mediocres, en especial las propiedades en las colinas, a la crianza de ovejas. Había pasado su adolescencia en un monasterio que criaba ovejas. Todo el mundo las criaba en aquella zona de Gales, y había visto cómo el precio de la lana subía despacio aunque de manera constante, año tras año desde que él podía recordar hasta el presente. Llegaría un momento en que las ovejas podrían resolver, de forma permanente, el problema económico del priorato.

Ésa era la etapa segunda del plan. La tercera era la demolición de la iglesia catedral y la construcción de una nueva. La iglesia actual era vieja, fea y poco práctica, y el mero hecho de que la torre noroeste se hubiera desplomado era señal inequívoca de que toda la estructura era deleznable. Las iglesias modernas eran más altas, más largas, y sobre todo tenían más luz. También se las diseñaba para mostrar las tumbas importantes y las reliquias sagradas que los peregrinos acudían a visitar. Además, las catedrales iban teniendo cada vez más, pequeños altares adicionales y capillas especiales dedicadas a santos particulares. Una iglesia bien proyectada, que respondiera a las cada vez más numerosas demandas de las congregaciones actuales, atraería muchos más devotos y peregrinos que los que Kingsbridge atraía en la actualidad. Y al hacerlo así, a la larga, ella misma podría subvenir a sus propias necesidades. Cuando Philip hubiera estabilizado e impulsado la economía del priorato, construiría una nueva iglesia que simbolizaría la regeneración de Kingsbridge.

Sería su realización suprema.

Pensaba que dentro de unos diez años tendría dinero suficiente para empezar a reconstruirla. Era una idea más bien desalentadora. ¡Tendría casi cuarenta años! Sin embargo esperaba que dentro de un año aproximadamente podría permitirse un programa de reparaciones que convirtiera la construcción actual, si no en algo impresionante, al menos respetable, para el Pentecostés siguiente al próximo.

Ahora que ya tenía un plan, se sentía de nuevo alegre y optimista. Distraído con los detalles apenas sí oyó un golpe lejano, como un enorme portazo. Se le ocurrió vagamente que alguien se hubiera levantado y anduviera por el dormitorio o el claustro. Supuso que si había dificultades no tardaría mucho en saberlo y sus pensamientos volvieron a centrarse en los alquileres y en los diezmos. Otra fuente importante de ingresos para los monasterios eran las donaciones de los padres de los muchachos que ingresaban como novicios, pero para atraer al tipo de novicios deseable el monasterio necesitaba una escuela floreciente.

Sus reflexiones se vieron de nuevo interrumpidas por el estruendo, esta vez más fuerte, que hizo temblar ligeramente su casa. Pensó que desde luego aquello no era un portazo. ¿Qué estaba pasando? Se acercó a la ventana y la abrió. La noche fría se coló de rondón y le hizo estremecerse. Miró hacia la iglesia, la sala capitular, el claustro, los edificios del dormitorio y la cocina. Todo parecía tranquilo a la luz de la luna. El viento era tan helado que los dientes le dolían al respirar. Olfateó. Olía a humo.

Frunció el ceño ansioso, pero no pudo ver fuego alguno. Metió la cabeza y olfateó en el interior de la habitación pensando que tal vez estuviera oliendo el humo de su propia chimenea, pero no era así.

Confundido y alarmado se puso rápidamente las botas, cogió la capa y salió corriendo de la casa. El olor a humo se hacía más fuerte mientras atravesaba presuroso la pradera en dirección al claustro. No cabía duda de que en alguna parte del priorato había fuego. Su primera idea fue que se trataba de la cocina; casi todos los fuegos empezaban en las cocinas. Atravesó corriendo el pasaje entre el crucero sur y la sala capitular y cruzó el cuadrado del claustro. Si hubiera sido de día hubiera atravesado el refectorio hasta el patio de la cocina, pero por la noche estaba cerrado con llave, de modo que hubo de atravesar el arco del paseo sur y girar a la derecha hasta la parte trasera de la cocina. Allí no había señal de fuego alguno como tampoco en la cervecería ni en la panadería, y el olor a humo parecía haber disminuido. Corrió un trecho más y desde la esquina de la cervecería miró, a través de la pradera, hacia la casa de invitados y las cuadras. Por allí todo parecía tranquilo.

¿Y si hubiera fuego en el dormitorio? Era el único edificio que también tenía chimenea. Aquello le horrorizó. Mientras corría de nuevo hacia el claustro tuvo una espantosa visión de todos los monjes en sus lechos, asfixiados por el humo, inconscientes mientras el dormitorio ardía por los cuatro costados. Corrió hacia la parte del dormitorio. Cuando ya alargaba la mano se abrió desde dentro y apareció Cuthbert Whitehead con una vela de junco.

—¿Hueles a humo? —preguntó Cuthbert de inmediato.

—Sí. ¿Están los monjes bien?

—Aquí no hay fuego.

Philip se sintió aliviado. Al menos su rebaño estaba a salvo.

—¿Entonces dónde?

—Tal vez en la cocina —dijo Cuthbert.

—No, ya lo he comprobado.

Una vez tranquilizado al saber que nadie se encontraba en peligro, Philip empezó a preocuparse por su propiedad; había estado reflexionando hacía un momento sobre finanzas y sabía que en la actualidad no podía permitirse hacer reparaciones en los edificios. Miró hacia la iglesia, ¿había un leve destello rojo del otro lado de las ventanas?

—Pide la llave de la iglesia al sacristán, Cuthbert —dijo Philip.

Cuthbert se le había adelantado.

—La tengo aquí.

—¡Hombre previsor!

Se dirigieron presurosos por el paseo este a la puerta del crucero sur. Cuthbert la abrió al momento. Tan pronto como lo hizo salió una humareda.

A Philip se le paró el corazón por un instante. ¿Sería posible que su iglesia estuviera ardiendo?

Entró. Al principio el panorama era confuso. En el suelo de la iglesia, alrededor del altar y allí, en el crucero sur, estaban ardiendo grandes trozos de madera ¿De dónde habían caído? ¿Cómo era posible que hubieran hecho tanto humo? ¿Y qué era ese fragor que parecía proceder de un fuego mucho mayor?

—¡Mira! —gritó Cuthbert.

Philip levantó la vista y todas sus preguntas obtuvieron respuestas. El techo estaba ardiendo furiosamente. Se quedó mirándolo horrorizado, era como las entrañas del infierno; había desaparecido la mayor parte del techo pintado, poniendo al descubierto los triángulos de madera del tejado ennegrecidos y abrasados, las llamas y el humo que ascendían y se contorsionaban en una danza diabólica. Philip permanecía callado, petrificado por la conmoción, hasta que el cuello empezó a dolerle de tanto mirar hacia arriba. Finalmente recuperó su presencia de ánimo. Corrió hasta el centro del crucero, se quedó en pie frente al altar y recorrió con la mirada toda la iglesia. Todo el tejado estaba en llamas, desde la puerta oeste hasta el extremo este, al igual que los dos cruceros. Por un momento le invadió el pánico y se preguntó:
¿Cómo podremos llevar el agua hasta allí?
; imaginó una fila de monjes corriendo a lo largo de la galería con baldes, y al momento se dio cuenta de que era imposible. Incluso si pudiera dedicar a esa tarea un centenar de personas, no podrían llevar hasta el tejado la cantidad de agua necesaria para apagar aquel infierno rugiente. Comprendió desolado que todo el tejado iba a quedar destruido. La lluvia y la nieve caerían dentro de la iglesia hasta que pudiera encontrar dinero para un tejado nuevo.

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