Un fuerte chasquido le hizo levantar la vista. Exactamente encima de él una enorme viga se movía con lentitud de lado. Le iba a caer encima. Se precipitó hacia el crucero sur, donde estaba Cuthbert con aspecto atemorizado.
Toda una sección del tejado, tres triángulos de vigas y cabrios, más las planchas clavadas en ellos, caían lentamente. Philip y Cuthbert lo contemplaron, pasmados, olvidándose completamente de su propia seguridad. El tejado cayó sobre uno de los grandes arcos redondeados del cruce. El enorme peso de la madera y la plancha hendió el trabajo en piedra del arco con un estruendo prolongado, semejante al trueno. Todo sucedía con lentitud. Las vigas cayeron lentamente, el arco se rompió lentamente y la mampostería destrozada cayó lentamente por los aires. Se soltaron otras vigas del tejado y de repente, con un ruido semejante a un trueno largo y lento, toda una sección del muro norte del presbiterio se estremeció, deslizándose de costado hasta el crucero norte.
Philip estaba aterrado. El panorama de la destrucción de una construcción tan poderosa resultaba extrañamente asombroso. Era como ver derrumbarse una montaña o quedarse seco un río. En realidad nunca pensó que aquello pudiera ocurrir. Apenas podía creer lo que estaban viendo sus ojos. Se sentía desorientado y sin saber qué hacer.
Cuthbert le tiraba de la manga.
—¡Vamos afuera! —le gritó.
Philip no podía apartarse de allí. Recordaba que había estado calculando diez años de austeridad y duro trabajo para que el monasterio volviera a disfrutar de una situación económica próspera. Y ahora, de súbito, tendría que construir un nuevo tejado y un nuevo muro norte y quizás todavía más si la destrucción seguía adelante.
Esto es obra del demonio
, se dijo ¿Cómo era posible que el tejado ardiera en una noche glacial como aquella?
—¡Vamos a morir! —le gritó Cuthbert, y la nota de miedo humano en su voz conmovió a Philip. Dio media vuelta y ambos salieron corriendo de la iglesia hasta el claustro. Se había avisado a los monjes y empezaban a salir del dormitorio.
A medida que iban saliendo se detenían para mirar la iglesia. Milius Kitchener se encontraba en pie junto a la puerta, haciéndoles apresurarse para evitar la aglomeración, indicándoles que se alejaran de la iglesia y siguieran por el paseo sur de los claustros. A medio camino de él se encontraba Tom Builder, diciéndoles que al llegar al arco dieran la vuelta y escaparan por allí. Philip oyó decir a Tom:
—Id a la casa de invitados. ¡Manteneos lo más lejos posible de la iglesia!
Se está excediendo,
se dijo Philip,
es de suponer que aquí, en el claustro estarán seguros. Pero no había mal en ello y quizás fuera una precaución prudente. De hecho,
siguió reflexionando,
probablemente debiera haberlo pensado yo.
Pero la cautela de Tom le hizo preguntarse hasta qué punto podía llegar la destrucción. Si el claustro no era del todo seguro, ¿qué pasaría con la sala capitular? Allí, en una pequeña habitación lateral de gruesos muros de piedra y sin ventanas, guardaban el poco dinero que tenían en un hermético cofre de roble, además de los vasos incrustados con piedras preciosas del sacristán y todas las valiosas cartas de privilegio y escrituras de propiedad. Un instante después vio al tesorero Alan, un joven monje que trabajaba con el sacristán y se ocupaba de los ornamentos. Philip le llamó.
—Tenemos que sacar el tesoro de la sala capitular. ¿Dónde está el sacristán?
—Se ha ido, padre.
—Vete a buscarle y coge las llaves. Luego saca el tesoro de la sala capitular y llévalo a la casa de invitados. ¡Corre!
Alan echó a correr. Philip se volvió hacia Cuthbert.
—Más vale que te asegures de que lo hace.
Cuthbert asintió con la cabeza y siguió a Alan.
Philip volvió a mirar a la iglesia. En los escasos minutos que su atención había estado en otras cosas el fuego había arreciado y el fulgor de las llamas brillaba ya con fuerza detrás de todas las ventanas. El sacristán debió de haber pensado en el tesoro antes de poner tan apresuradamente a salvo su propio pellejo. ¿Algo más se les había pasado por alto? A Philip le resultaba difícil pensar de manera sistemática cuando todo estaba ocurriendo de forma vertiginosa. Los monjes estaban a salvo, se estaban ocupando del tesoro... había olvidado al santo.
En la parte más alejada del extremo este de la iglesia, más allá del trono del obispo, se encontraba la tumba en piedra de Saint Adolphus, uno de los primeros mártires ingleses. Dentro de aquella tumba había un ataúd de madera conteniendo los restos del santo. La tapa de la tumba se alzaba periódicamente para mostrar el ataúd. Por entonces Adolphus no era tan popular como tiempo atrás lo había sido, pero antiguamente hubo enfermos que se curaron con sólo tocar la tumba. Los restos de un santo podían atraer la atención hacia una iglesia, fomentando la devoción y los peregrinajes. Se obtenía tanto dinero que, pese a ser vergonzoso, se sabía de monjes que llegaban a robar las reliquias sagradas de otras iglesias. Philip había pensado en reavivar el interés del Adolphus. Tenía que poner a salvo sus restos.
Necesitaría ayuda para levantar la tapa de la tumba y sacar el ataúd. También debiera haber pensado en ello el sacristán. Pero no se le encontraba por parte alguna. El siguiente monje que salió del dormitorio fue Remigius, el altanero sub-prior. No tenía elección.
Philip le llamó.
—Ayúdame a poner a salvo los huesos del santo —le dijo.
Los ojos de Remigius, de un verde claro, se clavaron temerosos en la iglesia en llamas, pero tras un instante de vacilación siguió a Philip a lo largo del paseo del este y a través de la puerta. Una vez dentro, Philip se detuvo. Hacía tan sólo unos momentos que había huido de allí, pero el fuego había avanzado velozmente. El olor le recordaba el alquitrán quemado y pensó que las vigas del tejado debían de haberlas cubierto con brea para evitar que se pudrieran. A pesar de las llamas, se sentía un viento frío. El humo se escapaba a través de las brechas en el tejado y el fuego introducía el viento helado en la iglesia a través de las ventanas. Llovían sobre el suelo de la iglesia ascuas ardiendo y algunas vigas grandes que ardían en el tejado parecía que fueran a caer de un momento a otro. Hasta aquel momento se había preocupado primero por los monjes y luego por las propiedades del priorato. En aquellos momentos y por primera vez, temía por sí mismo y vaciló antes de seguir avanzando hacia aquel infierno.
Cuanto más esperara, mayor sería el riesgo, y si pensaba demasiado en ello perdería completamente el valor. Se levantó el borde del hábito gritando:
¡Sígueme!
, y corrió hacia el crucero. Fue esquivando las pequeñas hogueras en el suelo, esperando que de un momento a otro le cayera encima una de las vigas del tejado y le aplastara.
Corría con el corazón en la boca con enormes ansias de lanzar gritos para aliviar su tensión. Y de repente se encontró en la zona segura del pasillo del otro lado. Allí se detuvo un momento. Los pasillos eran de piedra, abovedados, y en ellos no había fuego. Remigius se encontraba a su lado. Philip jadeó y tosió al tragar humo. Para atravesar el crucero sólo habían necesitado unos momentos, pero le pareció más largo que una misa de medianoche.
—Moriremos —dijo Remigius.
—Dios nos protegerá —le amonestó Philip al tiempo que decía para sus adentros:
Entonces, ¿por qué estoy tan asustado?
Aquél no era el momento para teología. Recorrió el crucero y dio vuelta a la esquina entrando en el presbiterio, manteniéndose siempre en el pasillo lateral. Podía sentir el calor de los asientos de madera, que ardían alegremente en medio del coro, y Philip lamentó la pérdida. Los asientos estaban hechos con todo lujo y cubiertos de hermosas tallas. Apartó todo aquello de su cabeza y se concentró en la tarea que tenía entre manos. Recorrió corriendo el presbiterio hasta el extremo este.
La tumba del santo se encontraba a medio camino de la iglesia. Era una gran caja de piedra instalada sobre un plinto bajo. Philip y Remigius habrían de levantar la tapa de piedra, ponerla a un lado, sacar el ataúd de la tumba, y llevarlo hasta el pasillo, mientras se desintegraba el tejado sobre sus cabezas. Philip miró a Remigius. El sub-prior tenía desorbitados por el miedo sus saltones ojos verdes. Philip disimuló su propio miedo para tranquilizar a Remigius.
—Coge la losa por ese lado y yo la cogeré por éste —dijo señalándola, y sin esperar la respuesta se acercó a la tumba.
Remigius le siguió.
Se colocaron a cada lado y agarraron la tapa de piedra. Ambos hicieron un esfuerzo al unísono.
La losa no se movió.
Philip comprendió que debiera haber llevado más monjes. No se había detenido a pensar. Pero ya era demasiado tarde. Si salía afuera para pedir ayuda, era posible que el crucero estuviera intransitable cuando intentara volver. Pero no podía dejar así los restos del santo. Podía desplomarse una viga y destrozar la tumba. Entonces se prendería fuego al ataúd de madera y las cenizas serían aventadas, lo que resultaría un espantoso sacrilegio y una terrible pérdida para la catedral.
Se le ocurrió una idea. Avanzó hasta colocarse a un costado de la tumba e indicó a Remigius que se pusiera junto a él. Se arrodilló, puso ambas manos en el borde de la losa y empujó con todas sus fuerzas. Al imitarle Remigius, la losa se levantó. La fueron alzando lentamente, Philip levantó una rodilla y Remigius le imitó. Luego se pusieron en pie. Cuando la losa se encontraba en posición vertical le dieron otro empujón, cayendo al suelo del otro lado de la tumba y partiéndose en dos.
Philip miró al interior de la tumba. El ataúd se encontraba en buenas condiciones; la madera, al parecer, incólume y las asas de hierro enmohecidas en la superficie. Philip se situó en un extremo y agarró dos asas; Remigius hizo lo mismo en el otro lado. Levantaron el ataúd unas pulgadas, pero era mucho más pesado de lo que Philip esperaba, y al cabo de unos minutos Remigius lo dejó caer por su lado.
—No puedo, soy más viejo que tú —dijo.
Philip contuvo una furibunda réplica. Era posible que el ataúd estuviera forrado de chapa. Pero al estar rota la losa de la tumba, el ataúd era todavía más vulnerable que antes.
—Ven aquí —gritó Philip a Remigius—. Intentaremos ponerlo de pie sobre un extremo.
Remigius dio vuelta a la tumba y se colocó junto a Philip. Cada uno de ellos cogió una de las manijas de hierro que sobresalían y tiraron. El extremo subió con relativa facilidad. Lograron alzarlo sobre el nivel superior de la tumba y luego ambos caminaron hacia delante, uno por cada lado, levantando el ataúd a medida que avanzaban, hasta colocarlo en pie sobre uno de sus extremos. Se detuvieron un instante. Philip se dio cuenta entonces de que habían levantado el féretro por su parte inferior de tal manera que el santo había quedado cabeza abajo. Philip le pidió perdón en su fuero interno. Alrededor de ellos caían constantemente fragmentos de madera ardiendo. Cada vez que algunas chispas caían sobre el hábito de Remigius, éste se las sacudía con ademanes frenéticos y siempre que le era posible echaba una ojeada aterrada al tejado ardiendo. Philip se dio cuenta de que el hombre estaba perdiendo el valor por momentos.
Colocaron el ataúd de manera que quedara apoyado contra el interior de la tumba, luego lo empujaron un poco más. Un extremo se alzó del suelo y el otro se despegó del mismo de manera que el ataúd quedó en equilibrio inestable sobre el borde de la tumba. Seguidamente lo fueron inclinando hasta que el otro extremo dio contra el suelo. Lo hicieron girar una vez más de manera que quedara en el suelo de forma correcta. Philip se dijo que los huesos estarían tableteando allí dentro como los dados en un cubilete. Aquello era lo más parecido a un sacrilegio, pero no tenía alternativa. En pie junto a uno de los extremos del ataúd, cada uno de ellos agarró una manija, lo levantaron y empezaron a arrastrarlo a través de la iglesia en dirección a la relativa seguridad del pasillo. Sus esquinas de hierro hacían pequeños surcos en el suelo de tierra batida. Casi habían llegado al pasillo cuando maderas ardiendo y planchas incandescentes se desplomaron con estruendo sobre la mismísima tumba del santo ahora vacía. El ruido fue ensordecedor; el suelo tembló por el impacto y la tumba de piedra quedó hecha trizas.
Una gran viga se desplomó en el interior de la tumba y por unas pulgadas no alcanzó a Remigius y a Philip, aunque les hizo soltar el ataúd. Aquello ya fue demasiado para Remigius.
—¡Esto es obra del demonio! —gritó histérico al tiempo que echaba a correr.
Philip casi estuvo a punto de seguirle. Si esa noche estuviera actuando allí de veras el diablo, nadie sabía lo que podía ocurrir; Philip jamás había visto un demonio, pero había escuchado muchos relatos de gentes que lo habían visto. Philip se dijo con severidad que los monjes estaban hechos para combatir a Satanás, no para huir de él; echó una ojeada ansiosa al refugio que ofrecía el pasillo. Pero en seguida se sobrepuso, agarró las manijas del ataúd y tiró de él.
Logró arrastrarlo de debajo de donde se había desprendido la viga. La madera del ataúd estaba dentada y astillada, pero lo asombroso era que no estaba rota. Lo arrastró un poco más. A su alrededor cayó una lluvia de astillas encendidas. Miró hacia el tejado. ¿Había una figura con dos piernas bailando una danza burlona allá arriba entre las llamas, o era tan sólo una espiral de humo? Miró de nuevo hacia abajo dándose cuenta de que el borde de su hábito se había prendido. Se arrodilló y se sacudió las llamas con las manos, aplastando el tejido encendido contra el suelo, que se apagó en seguida. Luego oyó un ruido que, o bien era el chirrido de la madera atormentada o la enloquecida y burlona risa de un pequeño diablo.
—¡Saint Adolphus, protégeme! —dijo con voz entrecortada al tiempo que volvía a aferrar los asideros del ataúd.
Fue arrastrando por el suelo el ataúd pulgada a pulgada. El diablo le dejó tranquilo por un momento. No levantó los ojos hacia arriba; lo mejor era no mirar al demonio. Finalmente alcanzó la protección del pasillo y se sintió algo más seguro. Su dolorida espalda le obligó a detenerse por un instante y a enderezarse.
Había un largo camino por recorrer hasta la puerta más próxima que estaba en el crucero sur. No estaba seguro de poder arrastrar el ataúd todo aquel trecho antes de que todo el tejado se viniera abajo. Tal vez fuera aquello con lo que contaba el diablo. No pudo evitar dirigir la mirada de nuevo hacia las llamas. La humeante figura de dos piernas se ocultó detrás de una viga ennegrecida en el mismo instante en que Philip la descubrió.
Sabe que no lo lograré
, se dijo Philip.