Los Pilares de la Tierra (20 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

BOOK: Los Pilares de la Tierra
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Miró de nuevo en derredor. Ahora ya todos se mostraban cautos, porque ninguno quería ese trabajo. Detuvo la mirada en Peter de Wareham. Peter comprendió lo que se le venía encima y el rostro se le descompuso.

—Fue Peter quien atrajo nuestra atención sobre nuestras deficiencias en esa área —siguió diciendo Philip con parsimonia—, de manera que he decidido que sea él quien tenga el honor de ser nuestro limosnero —Sonrió—. Puedes empezar hoy.

La expresión de Peter era tan sombría como un cielo encapotado.

Estarás demasiado tiempo fuera para crear problemas,
pensó Philip.
Y un estrecho contacto con los pobres piojosos y detestables de los apestosos callejones de Winchester atemperarán tu desdén hacia la vida tranquila.

Sin embargo, Peter consideró aquello, a todas luces, como un castigo puro y simple, y miró a Philip con tal expresión de aborrecimiento que por un momento Philip se amedrentó.

Apartó los ojos y miró a los otros.

—Después de la muerte de un rey siempre hay peligro e incertidumbre —les dijo—. Rezad por mí mientras esté fuera.

2

Hacia el mediodía de la segunda jornada de viaje, el prior Philip se encontraba a pocas millas del palacio del obispo. A medida que se iba acercando sentía un extraño hormigueo en el estómago; había urdido una historia para justificar su conocimiento de la conjura planeada. Pero era más que posible que el obispo no la creyera y que, de creerla, pidiera pruebas. Y lo que aún era peor, —y semejante posibilidad no se le había ocurrido hasta después de separarse de Francis—, era posible, aunque poco probable, que el obispo fuera uno de los conspiradores y apoyara la rebelión; podía ser compinche del conde de Shiring. No era infrecuente encontrar obispos que antepusieron sus propios intereses a los de la Iglesia.

El obispo podía torturar a Philip para lograr que revelara su fuente de información. Naturalmente no tenía derecho a hacerlo, pero tampoco lo tenía de conjurar contra el rey. Philip recordaba los instrumentos de tortura que aparecían en las pinturas del infierno. Tales pinturas estaban inspiradas en lo que ocurría en las mazmorras de barones y obispos. Philip no creía poseer la fortaleza suficiente para morir martirizado.

Al avistar a un grupo de gente que viajaba a pie por el camino delante de él, su primer impulso fue el de frenar el caballo para evitar pasarlos, porque había muchos caminantes que no tenían escrúpulos en robar a un monje. Luego vio que dos de aquellas figuras eran niños y otra una mujer. Por lo general un grupo familiar era seguro; puso el caballo al trote para alcanzarlos.

A medida que se acercaba los distinguió con mayor claridad. Estaba formado por un hombre alto, una mujer pequeña, un adolescente casi tan grande como el hombre, y dos niños. Evidentemente eran pobres. No llevaban pequeños fardos con sus más caras pertenencias, y vestían harapos. El hombre tenía una gran osamenta aunque estaba demacrado, como a punto de morir de una enfermedad incurable, o simplemente de hambre. Miró con cautela a Philip, atrajo más hacia sí a los niños con un ademán y un murmullo. Al principio, Philip pensó que tendría unos cincuenta años, pero al verle más de cerca se dio cuenta de que estaba en la treintena, aunque tenía el rostro lleno de arrugas por las preocupaciones.

—Hola, monje —dijo la mujer.

Philip la miró inquisitivo. No era frecuente que una mujer hablara antes que su marido, y aunque la interpelación de
monje
no fuera exactamente descortés, hubiera sido más respetuoso decir
hermano
o
padre
. La mujer sería unos diez años más joven que el hombre, y tenía los ojos hundidos de un color dorado claro poco corriente que le daba un aspecto impresionante. A Philip le pareció peligrosa.

—Buenos días, padre —dijo el hombre, como excusándose por la brusquedad de su mujer.

—Dios te bendiga —dijo Philip, frenando el paso de su yegua—. ¿Quién eres?

—Tom, maestro constructor en busca de trabajo.

—Y supongo que sin encontrarlo.

—Así es.

Philip asintió. Era una historia corriente. Los artesanos constructores iban por lo general en busca de trabajo, y a veces no lo encontraban, bien por mala suerte o porque no era mucha la gente que construía. Aquellos hombres se acogían a menudo a la hospitalidad de los monasterios. Si habían estado trabajando hasta época reciente, al irse daban donativos generosos; aunque si hacía algún tiempo que recorrían los caminos era posible que no tuvieran nada que ofrecer. El dar una bienvenida igualmente cálida a ambos constituía a veces una prueba de caridad monástica.

Ese constructor era, a todas luces, de los que no tenían dinero aunque su mujer parecía bien equipada.

—Bueno —dijo Philip—, llevo comida en mis alforjas y es hora de almorzar. La caridad es una obligación sagrada. De manera que si tu familia quiere comer conmigo, obtendré una recompensa en el cielo y también compañía mientras almuerzo.

—Es muy bondadoso por vuestra parte —dijo Tom. Miró a la mujer, que se encogió levemente de hombros y luego asintió apenas con la cabeza. Casi de inmediato el hombre dijo—: Aceptaremos vuestra caridad y os damos las gracias.

—Agradecédselo a Dios, no a mí —dijo Philip de manera automática.

—Las gracias a los campesinos cuyos diezmos suministran la comida —dijo la mujer.

Una mujer muy mordaz
, pensó Philip. Pero no dijo palabra. Se detuvieron en un pequeño calvero donde el pony de Philip podía pastar la rendida hierba invernal. En su fuero interno, Philip se sentía contento de aquella excusa para retrasar su llegada al palacio y la temida entrevista con el obispo. El albañil había dicho que él también se dirigía al palacio del obispo, con la esperanza de que éste tuviera que hacer reparaciones o incluso construir una ampliación. Mientras hablaban, Philip observaba de manera subrepticia a la familia. La mujer parecía demasiado joven para ser la madre del muchacho mayor. Éste era como un ternero, fuerte, desmañado y de expresión poco inteligente. El otro muchacho era pequeño y extraño, con el pelo de color zanahoria, la tez blanca como la nieve y los ojos saltones de un verde brillante. Tenía una manera peculiar de fijarse en las cosas, con una expresión ausente que a Philip le recordaba al pobre Johnny Eightpence, aunque la mirada del muchacho era adulta y avispada. Philip descubrió que a su manera resultaba tan perturbador como su madre. El tercero de los hijos era una niña de unos seis años. Lloraba de manera intermitente y su padre la observaba constantemente con afectuosa preocupación, dándole una alentadora palmada de vez en cuando, aunque sin decirle nada. Era evidente que le tenía un gran cariño; también en una ocasión tocó a su mujer y Philip pudo darse cuenta de la mirada de ardiente deseo entre ellos.

La mujer envió a los niños en busca de hojas anchas para que les sirvieran de fuentes. Philip abrió sus alforjas.

—¿Dónde está el monasterio, padre? —le preguntó Tom.

—En el bosque, a un día de viaje de aquí. Hacia el oeste —La mujer alzó rápida la mirada y Tom enarcó las cejas—. ¿Lo conocéis? —preguntó Philip.

Por algún motivo, Tom parecía violento.

—Debemos de haber pasado cerca de él de camino desde Salisbury —dijo finalmente.

—Sí, claro. Posiblemente. Pero está a mucha distancia del camino principal, así que no hubierais podido verlo, a menos de saber dónde estaba y que fuerais en su busca.

—Comprendo —dijo Tom, pero sus pensamientos parecían estar en otra parte.

A Philip se le ocurrió una idea.

—Decidme una cosa ¿tropezasteis con una mujer en la carretera, posiblemente muy joven, sola y embarazada?

—No —repuso Tom. Su tono era indiferente, pero Philip tuvo la sensación de que estaba profundamente interesado—. ¿Por qué lo pregunta?

Philip sonrió.

—Porque ayer a primera hora encontraron un recién nacido en el bosque. Y lo trajeron a mi monasterio. Es un chico y no creo que tuviera siquiera un día. Debió nacer esa noche. Así que la madre debía de encontrarse en la zona al mismo tiempo que vosotros.

—No vimos a nadie —repitió Tom—. ¿Qué hicisteis con el recién nacido?

—Le dimos leche de cabra. Parece que le sentó bien.

Ambos miraban con fijeza a Philip. Éste pensó que era una historia capaz de conmover a cualquiera.

—¿Y estáis buscando a la madre? —preguntó Tom al cabo de un momento.

—No, no. Mi pregunta era casual. Si me encontrara con ella naturalmente que le devolvería a su hijo. Pero es evidente que no lo quiere y se asegurará que no la encuentren.

—¿Y qué pasará con el niño?

—Lo criaremos en el monasterio. Será un hijo de Dios. Así es como mi hermano y yo fuimos criados. Nos arrebataron a nuestros padres cuando éramos muy jóvenes, y desde entonces el abad fue nuestro padre y los monjes nuestra familia. Comíamos, estábamos calientes, nos instruíamos.

—Y los dos se hicieron monjes —dijo la mujer. En su tono había un atisbo de ironía, como si hubiera demostrado que en definitiva la caridad del monasterio era interesada.

Philip se sintió contento de poder contradecirla.

—No, mi hermano dejó la Orden.

Volvieron los niños. No habían encontrado hojas anchas porque en invierno no era cosa fácil, de manera que comerían sin platos. Philip les dio todo el pan y el queso. Atacaron voraces la comida como animales hambrientos.

—Este queso lo hacemos en mi monasterio —dijo Philip—. A mucha gente le gusta así, tierno, pero aún es mejor si se le deja madurar.

Estaban demasiado hambrientos para que aquello les importara.

Terminaron el pan y el queso en un santiamén. Philip tenía tres peras. Las sacó después de hurgar en sus alforjas y se las dio a Tom. Éste dio una a cada niño.

Philip se puso en pie.

—Rezaré para que encuentres trabajo.

—Si os acordáis, padre, habladle de mí al obispo. Conocéis nuestra necesidad y os habéis dado cuenta de que somos honrados —dijo Tom.

—Lo haré.

Tom sujetó al caballo mientras Philip montaba.

—Sois un buen hombre, padre —le dijo, y Philip observó sorprendido que Tom tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Que Dios sea con vosotros —dijo Philip.

Tom siguió sujetando por un instante al caballo.

—El recién nacido del que nos habéis hablado..., el que encontrasteis —hablaba con voz queda como si no quisiera que los niños le oyeran—, ¿le habéis puesto ya nombre?

—Sí, le llamamos Jonathan, que significa regalo de Dios.

—Jonathan. Me gusta. —Tom soltó al caballo.

Por un instante, Philip le miró con curiosidad. Luego espoleó a su caballo y se alejó al trote.

El obispo de Kingsbridge no vivía en Kingsbridge. Su palacio se alzaba en la cima de una colina orientada hacia el sur, en un valle exuberante, a un día entero de viaje de la fría catedral de piedra y sus tristes monjes. Lo prefería así ya que una asistencia excesiva a la iglesia entorpecería sus otras obligaciones de cobrar rentas, administrar justicia y maniobrar en la corte real. Y a los monjes también les venía como anillo al dedo ya que cuanto más lejos estuviera el obispo menos interferiría en lo que hacían.

Hacía frío como para nevar la tarde que Philip llegó allí. En el valle del obispo soplaba un viento glacial y unas nubes grises y bajas se cernían sobre la casa señorial de la colina. No era propiamente un castillo, aunque estaba igualmente defendida. Se habían aclarado cien yardas de bosque a todo su alrededor. La mansión estaba rodeada por una vigorosa cerca de madera de la altura de un hombre, con una acequia de agua de lluvia al exterior. El centinela, junto a la puerta, mostraba una actitud descuidada, pero su espada era de cuidado.

El palacio era una hermosa mansión de piedra construida en forma de letra E. La planta baja tenía gruesos muros con varias puertas sólidas y pesadas pero sin ninguna ventana. Una de las puertas estaba abierta y Philip pudo ver en la penumbra del interior toneles y sacos. Las otras puertas estaban cerradas con cadenas.

Philip se preguntó qué habría detrás de ellas. Cuando el obispo tenía prisioneros, allí era donde languidecían.

El trazo corto de la E lo formaba una escalera exterior que conducía a la zona habitable encima de la planta baja. La pieza principal que era el trazo largo de la E sería el salón. Y las dos habitaciones que formaban la parte superior e inferior de la E serían una capilla y un dormitorio. Así se lo imaginaba Philip. Había pequeñas ventanas con contraventanas como ojos brillantes contemplando desconfiados el mundo.

Dentro del recinto había una cocina, una tahona de piedra, establos y un granero de madera. Todos los edificios se encontraban en buen estado, circunstancia desafortunada para Tom, se dijo Philip.

En el establo había buenos caballos, incluida una pareja de corceles, y un puñado de hombres de armas vagaban por allí matando el tiempo. Quizá tuviera visitantes el obispo.

Philip dejó su caballo a un mozo de cuadra y subió las escaleras con sensación de abatimiento. En todo aquel lugar palpitaba un penoso ambiente militar. ¿Dónde estaban las colas de suplicantes de agravios, de madres que llevaban a bendecir a sus infantes? Entraba en un mundo que no le era familiar y estaba en posesión de un peligroso secreto.
Es posible que transcurra mucho tiempo antes de que pueda salir de aquí,
se dijo temeroso.
Desearía que Francis no hubiera acudido a mí.

Terminó de subir la escalera.
Un pensamiento indigno,
se dijo.
Se me presenta una oportunidad de servir a Dios y a la Iglesia y sólo me preocupo de mi propia seguridad. Algunos hombres se enfrentan diariamente al peligro, en el campo de batalla, en el mar y en peregrinaciones arriesgadas o en las cruzadas. Incluso un monje ha de sufrir a veces un pequeño temor y temblar.

Respiró hondo y entró.

El zaguán estaba en penumbra y lleno de humo. Philip cerró la puerta rápidamente para evitar que entrase el aire helado y luego atisbó entre las sombras. En el otro extremo de la habitación ardía un gran fuego que junto con unas ventanas pequeñas era toda la luz que recibía. Alrededor de la chimenea había un grupo de hombres, unos con indumentaria clerical y otros con los costosos trajes de la pequeña nobleza. Estaban enfrascados en una grave discusión y hablaban en voz baja y seria. Sus asientos estaban distribuidos al azar pero todos ellos miraban y hablaban a un sacerdote sentado en el centro del grupo, como una araña en su tela. Era un hombre delgado, y por la manera en que mantenía separadas sus largas piernas y sus largos brazos apoyados en los del sillón daba la impresión de que estuviese a punto de saltar. Tenía el pelo lacio y negro como el azabache, rostro pálido y la nariz afilada. Todo ello, unido a sus ropajes negros, le hacía parecer a un tiempo apuesto y amenazador.

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