Los Pilares de la Tierra (23 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

BOOK: Los Pilares de la Tierra
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Pese a su resolución, Philip no pudo evitar que su mente vagara hacia el futuro. El prior James, indeciso, ansioso y falto de voluntad, había dirigido el monasterio con mano inerte. Ahora habría alguien nuevo, alguien que impondría disciplina a los sirvientes haraganes, repararía la iglesia en ruinas y sacaría rendimiento de la gran riqueza de la propiedad convirtiendo el priorato en una fuerza poderosa para Dios. Philip se sentía demasiado excitado para permanecer tranquilo.

Se levantó y caminó con paso más ligero y decidido hasta el coro y ocupó un lugar vacío en los bancos de atrás.

El oficio religioso lo celebraba el sacristán, Andrew de York, un hombre irascible, de rostro congestionado que siempre parecía estar a punto de sufrir una apoplejía. Era uno de los dignatarios antiguos del monasterio. Todo cuanto había de sagrado era responsabilidad suya: los servicios religiosos, los libros, las reliquias sagradas, las vestiduras y los ornamentos, así como la mayor parte de lo que constituía el inventario del edificio de la iglesia. Bajo sus órdenes trabajaban un cantor, para supervisar la música, y un tesorero para cuidar de los candelabros, los cálices y otros vasos sagrados de oro y plata engastados con piedras preciosas. Por encima del sacristán no había más autoridad que la del prior y el sub-prior, Remigius, que era un gran compañero de Andrew.

Andrew leía el oficio divino con su tono habitual de ira contenida; había una tremenda confusión en la mente de Philip y hubo de pasar algún tiempo antes de darse cuenta de que el oficio divino no se estaba celebrando de manera decorosa. Un grupo de monjes jóvenes hacían ruido, hablando y riendo. Se dio cuenta de que se estaban burlando de un anciano maestro de novicios que se había quedado dormido en su asiento. Los jóvenes monjes, que en su mayoría habían sido novicios hasta fecha muy reciente bajo la instrucción del viejo maestro y que probablemente aún les escocían los palmetazos de su vara, le estaban lanzando bolitas de porquería a la cara. Cada vez que una de ellas daba en el blanco, el monje se movía y agitaba, pero sin despertarse. Andrew parecía no darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. Philip miró en derredor buscando al circuitor, el monje responsable de la disciplina. Se encontraba en el otro extremo del coro, enfrascado en conversar con otro monje, sin prestar atención al servicio religioso ni al comportamiento de los jovenzuelos.

Philip siguió observando un poco más. En el mejor de los casos aquellas cosas acababan con su paciencia. Uno de los monjes parecía ser un cabecilla, un muchacho de buena planta, de unos veintiún años, con sonrisa maliciosa. Philip le vio aplicar la punta de su cuchillo de comer en la parte superior de una vela encendida y lanzar la cera derretida y caliente a la coronilla del maestro de novicios. Al recibir el viejo monje la cera ardiente se despertó con un alarido y los jovenzuelos se partieron de risa.

Con un suspiro, Philip se levantó de su asiento. Se acercó por detrás al jovenzuelo, le cogió por la oreja, le sacó rápidamente del coro y le condujo hasta el crucero sur. Andrew levantó la mirada del misal y frunció el ceño cuando les vio alejarse. No se había enterado de lo ocurrido.

Cuando se encontraron fuera del alcance del oído de los monjes, Philip se detuvo y soltó la oreja del muchacho.

—¿Nombre? —le preguntó.

—William Beauvis.

—¿Y puede saberse qué diablo te ha poseído durante la misa mayor?

William parecía malhumorado

—Estaba cansado del oficio divino.

Philip jamás había simpatizado con los monjes que se quejaban de sus obligaciones.

—¿Cansado? —dijo levantando ligeramente la voz— ¿Qué has hecho hoy?

—Maitines y laudes en plena noche, prima antes del desayuno; luego tercia sexta, estudio y ahora misa mayor.

—¿Has comido?

—He desayunado.

—¿Y esperas que te den de comer?

—Sí.

—La mayoría de los muchachos que tienen tu edad trabajan en los campos hasta deslomarse, desde el alba hasta ponerse el sol para poder desayunar y comer, y además darte a ti parte de su pan. ¿Sabes por qué lo hacen?

—Sí —repuso William cambiando de pie y mirando al suelo.

—¿Por qué?

—Lo hacen porque quieren que los monjes canten para ellos los oficios divinos.

—Exactamente. Los trabajadores campesinos te dan pan, carne y un dormitorio construido en piedra con un buen fuego en invierno y tú estás tan cansado que no puedes permanecer sentado y quieto durante la misa mayor para ellos.

—Lo siento, hermano.

Philip se quedó mirando aún un momento a William. Su falta no era grave. La verdadera culpa era imputable a sus superiores, que con su negligencia permitían payasadas en la iglesia.

—Si los oficios divinos te cansan, ¿por qué te has hecho monje?

—Soy el quinto hijo de mi padre.

Philip hizo un gesto de asentimiento.

—Y, sin duda, donó alguna tierra al priorato a condición de que te admitiéramos.

—Sí, una granja.

Era una historia corriente. Un hombre que tuviera un exceso de hijos daba uno de ellos a Dios, y para asegurarse de que Dios no iba a rechazar el regalo, daban al propio tiempo una parte de tierra suficiente para mantener al hijo en pobreza monástica. De esa manera, muchos hombres que no tenían vocación se convertían en monjes desobedientes.

—Si fueras trasladado, digamos a una granja, o a mi pequeña celda de St-John-in-the-Forest, donde hay mucho trabajo por hacer al aire libre y más bien poco tiempo para pasarlo rezando, ¿crees que ello te ayudaría a participar en los oficios divinos con la adecuada devoción?

A William se le iluminó el rostro.

—Sí, hermano. Creo que sí.

—Eso pensaba. Veré qué puede hacerse. Pero no te alegres demasiado. Quizás tengas que esperar hasta que tengamos un nuevo prior y le pida que te traslade.

—De todas maneras, muchas gracias.

Había terminado el oficio y los monjes empezaban a abandonar la iglesia en procesión. Philip se llevó un dedo a los labios para poner fin a la conversación. Mientras los monjes desfilaban por el crucero sur, Philip y William se incorporaron a la fila y entraron en los claustros, el cuadrángulo abovedado adyacente al lado sur de la nave; allí se disolvió la procesión. Philip se dirigió hacia la cocina, pero se vio interceptado por el sacristán, que se plantó en actitud agresiva ante él, con los pies apartados y las manos en las caderas.

—Hermano Philip —dijo.

—Hermano Andrew —dijo a su vez Philip, pensando qué mosca le había picado.

—¿Qué pretendes, interrumpiendo la celebración de la misa mayor?

Philip se quedó estupefacto.

—¿Interrumpiendo el servicio? —repitió incrédulo— El muchacho se estaba portando mal y...

—Soy perfectamente capaz de ocuparme de los malos comportamientos en mis propios servicios —dijo Andrew levantando la voz.

Los monjes, que habían empezado a dispersarse, se quedaron por los alrededores para escuchar lo que discutían.

Philip no podía entender todo aquel jaleo. De vez en cuando, los monjes jóvenes y los novicios debían ser reprendidos por sus hermanos mayores durante los oficios, y no había regla alguna que estableciera que sólo podía hacerlo el sacristán.

—Pero si no viste lo que estaba ocurriendo —alegó Philip.

—O quizás lo vi y decidí ocuparme de ello más tarde.

Philip estaba completamente seguro de que no había visto nada.

—Entonces, ¿qué viste? —preguntó desafiante.

—¡No pretendas interrogarme! —gritó Andrew. Su rostro pasó del color rojo al morado—. Podrás ser prior de una pequeña celda en el bosque, pero yo hace doce años que soy sacristán y llevaré los servicios de la catedral como crea conveniente, sin la ayuda de forasteros a los que doblo la edad.

Philip empezó a pensar que quizás se hubiera equivocado a juzgar por lo furioso que estaba Andrew. Pero lo más importante era que una discusión en los claustros no era precisamente un espectáculo edificante para los otros monjes, y había que ponerle fin. Así que Philip se tragó su orgullo, apretó los dientes e inclinó sumiso la cabeza.

—Admito la reprimenda, hermano, y suplico humildemente tu perdón —dijo.

Andrew estaba preparado para una discusión a voces, y la pronta retirada de su adversario no le resultó satisfactoria.

—¡Pues que no vuelva a ocurrir! —dijo con descortesía.

Philip no contestó. Andrew se había propuesto decir la última palabra de manera que cualquier otra observación de Philip sólo conseguiría una nueva réplica; permaneció allí de pie, con la mirada clavada en el suelo y mordiéndose la lengua, mientras Andrew permaneció unos momentos mirándole furioso. Finalmente el sacristán dio media vuelta y se alejó con la cabeza erguida.

Los otros monjes se quedaron mirando a Philip, que se sentía verdaderamente molesto por la humillación que le había inferido Andrew, pero tenía que aceptarla porque un monje orgulloso era un mal monje. Abandonó el claustro sin decir palabra.

El alojamiento de los monjes se encontraba al sur de la plaza del claustro, el dormitorio en la esquina sureste y el refectorio en la suroeste. Philip se encaminó hacia el oeste, saliendo una vez más a la zona pública del recinto del priorato, frente a la casa de invitados y los establos. Allí en la esquina suroeste del recinto estaba el patio de la cocina, rodeado en tres de los lados por el refectorio, la propia cocina y la tahona, y la fábrica de cerveza. En medio del patio había un carro cargado de nabos a la espera de que los descargaran. Philip subió los escalones que conducían a la cocina y entró en ella.

La atmósfera era tan densa que fue como un golpe. Hacía mucho calor y todo estaba impregnado con el olor de guisos de pescado. Se escuchaba el ruido estridente de cacerolas y órdenes vociferantes. Tres cocineros, los tres congestionados por el calor y las prisas, estaban preparando la cena con la ayuda de seis o siete pinches jóvenes; había dos inmensas chimeneas, una en cada extremo de la habitación. En cada chimenea ardía un gran fuego en el que se estaban asando veinte o más pescados ensartados en un espetón al que daba vueltas sin cesar un muchacho sudoroso. A Philip se le hizo la boca agua. En unas grandes ollas de hierro llenas de agua y colgadas sobre las llamas, hervían zanahorias enteras. Dos jóvenes se encontraban de pie junto a un tajo cortando finas rebanadas de hogazas de pan blanco de una yarda de largas, para ser utilizadas como tajaderos... fuentes comestibles. Un monje vigilaba todo aquel aparente caos. El hermano Milius, el cocinero del convento, tenía más o menos la misma edad que Philip. Permanecía sentado en un taburete alto observando la frenética actividad que tenía lugar en derredor suyo, con una sonrisa imperturbable, como si todo estuviera en orden y perfectamente organizado... y probablemente así sería bajo su mirada experimentada.

—Gracias por el queso —dijo sonriendo a Philip.

—Ah, sí. —Philip lo había olvidado con todo aquel maremágnum— Está hecho con leche ordeñada sólo por la mañana. Verás que su sabor es sutilmente diferente.

—Ya se me está haciendo la boca agua. Pero pareces taciturno. ¿Algo va mal?

—Nada. He tenido unas palabras con Andrew. —Philip hizo un gesto de indiferencia como dando de lado a Andrew—. ¿Puedo coger una piedra caliente del fuego?

—Naturalmente.

En los fuegos de la cocina siempre había varias piedras preparadas para retirarlas y utilizarlas para calentar rápidamente pequeñas cantidades de agua o de sopa.

—El hermano Paul que está en el puente tiene un sabañón y Remigius no quiere que encienda un fuego —explicó Philip.

Cogió un par de tenazas de mango largo y retiró del hogar una piedra caliente.

Milius abrió un armario y sacó un trozo de cuero viejo que una vez había sido una especie de delantal.

—Toma, envuélvela en esto.

—Gracias —Philip colocó la piedra caliente en el centro del cuero recogiendo con cuidado las puntas.

—Date prisa —le dijo Milius—. La cena está lista.

Philip salió de la cocina agitando la mano. Atravesó el patio de la cocina y se dirigió hacia la puerta. A su izquierda exactamente junto al muro oeste estaba el molino. Hacía muchos años que se había abierto un canal en el priorato, río arriba, para llevar agua del río a la acequia del molino; después de accionar la rueda del molino, el agua tomaba por un canal subterráneo hasta la cervecería, la cocina, la fuente de los claustros donde los frailes se lavaban las manos antes de comer, y finalmente hasta la letrina próxima al dormitorio, después de lo cual bajaba hacia el sur, revertiendo en el río. Uno de los primeros priores había sido un proyectista inteligente.

Philip observó que delante del establo había un montón de paja sucia. Los mozos de cuadra estaban cumpliendo sus órdenes y limpiando las cuadras. Salió por la puerta y atravesando la aldea se encaminó al puente.

¿Acaso fue presuntuoso por mi parte reprender al joven William Beauvis?
, se preguntó mientras pasaba entre las chozas. Meditándolo bien se dijo que no. De hecho hubiera estado mal ignorar semejante interrupción durante el oficio.

Al llegar al puente asomó la cabeza por el pequeño cobertizo de Paul.

—Caliéntate el pie con esto —dijo entregándole la piedra caliente envuelta en el cuero—. Cuando se enfríe un poco, quita el cuero y pon el pie directamente sobre la piedra. Te durará hasta la caída de la noche.

El hermano Paul mostró un agradecimiento patético. Se quitó la sandalia y puso inmediatamente el pie sobre aquel bulto.

—Siento que ya se me alivia el dolor —dijo.

—Si vuelves a poner esta noche la piedra en el fuego de la cocina, por la mañana volverá a estar caliente —le dijo Philip.

—¿Y no le importará al hermano Milius? —preguntó Paul nervioso.

—Te aseguro que no.

—Eres muy bueno conmigo, hermano Philip.

—No tiene importancia. —Philip se fue antes de que el agradecimiento de Paul se hiciera embarazoso. En definitiva no era otra cosa que una piedra caliente.

Volvió al priorato. Se dirigió a los claustros y se lavó las manos en la pila de piedra del lado sur. Luego entró en el refectorio. Uno de los monjes leía en voz alta ante un facistol. Se había establecido que la cena se hiciera en silencio, aparte de la lectura, pero el ruido de unos cuarenta monjes comiendo originaba un constante murmullo y también se oían muchos cuchicheos pese a la regla. Philip ocupó un lugar vacío en una de las largas mesas. El monje sentado junto a él comía con enorme apetito.

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