Tom se volvió rápido para que el hombre no le viera. Tenía que pensar en cómo actuar. Estaba lo bastante furioso como para derribar de un golpe al proscrito y quitarle su bolsa. Pero la gente no le dejaría irse. Tendría que dar explicaciones, no sólo a quienes presenciaran lo ocurrido sino también al sheriff. Tom estaba en su perfecto derecho y el hecho de que el ladrón fuera un proscrito significaba que nadie respondería por su honradez, en tanto que Tom era sin la menor duda un hombre respetable y un albañil. Pero para dejar en claro todo aquello se necesitaría tiempo, posiblemente semanas si resultaba que el sheriff se encontraba fuera, en alguna otra parte del Condado.
Y era posible que tuviera que responder a una acusación de interrumpir la paz del rey en el caso de que se produjera una refriega.
No, sería más prudente sorprender al ladrón cuando estuviera solo.
El hombre no podía pasar la noche en la ciudad, ya que no tenía vivienda en ella y no podía alojarse en parte alguna al no poder acreditar su respetabilidad. Por lo tanto tendría que irse antes de que se cerraran las puertas de la ciudad al anochecer.
Y sólo había dos puertas.
—Probablemente se irá por el mismo camino que ha llegado —dijo Tom a Agnes—. Esperaré afuera de la puerta del Este. Deja que Alfred vigile la del Oeste. Tú quédate en la ciudad y observa lo que hace el ladrón. Lleva contigo a Martha pero no dejes que él la vea. Si necesitas enviarnos un mensaje a mí o a Alfred hazlo a través de Martha.
—De acuerdo —dijo Agnes lacónica.
—¿Y qué he de hacer si viene por mi lado? —preguntó Alfred.
Parecía excitado.
—Nada. —El tono de Tom era tajante—. Observa el camino que toma y luego espera. Martha vendrá a avisarme y los dos nos ocuparemos de él—. Alfred parecía decepcionado y Tom le dijo—: Haz lo que te digo. No quiero perder a mi hijo como he perdido a mi cerdo.
Alfred asintió reacio.
—Separémonos antes de que nos vea juntos conspirando. Vamos.
Tom se apartó rápidamente de ellos, sin mirar atrás. Confiaba en que Agnes seguiría al pie de la letra el plan. Se dirigió presuroso hacia la puerta del Este saliendo en la ciudad, atravesando el desvencijado puente de madera en el que aquella misma mañana había empujado su carreta con la yunta de bueyes. Delante de él tenía el camino a Winchester, todo recto, como una larga alfombra que fuera desenrollándose a través de colinas y valles. A su izquierda, el Portway, el río por el que Tom y seguramente también el ladrón había ido a Salisbury, daba vuelta a una colina y desaparecía. Tenía la certeza de que el ladrón tomaría el camino de Portway.
Tom bajó la colina y atravesó el enjambre de casas en la encrucijada volviéndose luego en dirección al Portway. Tenía que ocultarse.
Siguió andando a lo largo del camino en busca del escondrijo adecuado. Recorrió doscientas yardas sin encontrar nada. Al mirar hacia atrás se dio cuenta de que había ido demasiado lejos. Ya no distinguía las caras de la gente en los cruces, por lo que no podría saber si aparecía el hombre sin labios y tomaba el camino de Winchester.
Escudriñó de nuevo el panorama. A ambos lados de la carretera había zanjas que hubieran proporcionado un buen escondrijo con tiempo seco pero ese día estaban llenas de agua. Del otro lado de las zanjas el terreno ascendía formando un montecillo. En los pastos de la parte sur de la carretera algunas vacas pastaban los rastrojos. Tom vio a una vaca tumbada en el borde elevado del campo, de cara al camino y oculta en parte por el montecillo. Con un suspiro volvió sobre sus pasos. Atravesó de un salto la zanja y dio un puntapié a la vaca, que se levantó y se fue. Tom se tumbó en el trecho seco y cálido que el animal había dejado. Se echó la capucha sobre la cara y se dispuso a esperar, lamentando no haber sido un poco previsor y haber comprado algo de pan antes de salir de la ciudad.
Sentía ansiedad y algo de temor. El proscrito era un hombre más pequeño, pero se movía con rapidez y era resabiado, como lo demostró al golpear a Martha y robar el cerdo. Tom se sentía algo atemorizado ante la posibilidad de que le hirieran, pero mucho más preocupado ante la idea de no poder recuperar el dinero.
Esperaba que Agnes y Martha se encontraran bien. Él sabía que Agnes sabía cuidar de sí misma. Y además si el proscrito llegaba a descubrirla, ¿qué podía hacer? Tan sólo mantenerse alerta.
Desde donde estaba, Tom podía ver las torres de la catedral. Le hubiera gustado tener un momento para ver el interior. Sentía curiosidad respecto al tratamiento de los pilares de la arcada. Éstos solían ser pilares gruesos, cada uno de ellos coronado por arcos. Dos arcos en dirección Norte y Sur para conectar con los pilares vecinos en la arcada. Y uno hacia el Este o el Oeste a través de la nave lateral. El resultado era feo, ya que no parecía del todo correcto que un arco emergiera de la parte superior de una columna redonda. Cuando Tom construyera su catedral, cada piso sería un grupo de fustes con un arco emergiendo de la parte superior de cada uno de ellos. Una ordenación lógica y elegante.
Empezó a visualizar la decoración de los arcos. Las formas geométricas eran las más comunes... No se necesitaba demasiada habilidad para esculpir zigzags y losanges, pero a Tom le gustaba el follaje y un toque de naturaleza que contribuían a suavizar la dura regularidad de las piedras.
Su mente estuvo ocupada por aquella catedral imaginaria hasta media tarde, cuando avistó la figura leve y la cabeza rubia de Martha que llegaba corriendo por el puente y entre las casas. Al llegar al cruce vaciló un instante y luego enfiló por el buen camino. Tom la observaba caminar hacia él, viéndola fruncir el entrecejo al tratar de adivinar dónde podría estar. Al llegar la niña a su altura, Tom la llamó en voz queda.
—Martha.
La niña lanzó un pequeño grito, luego le vio y corrió hacia él saltando la zanja.
—Mamá te envía esto —dijo sacando algo de debajo de la capa.
Era una empanada de carne caliente.
—¡Vive el cielo que tu madre es una buena mujer! —exclamó Tom, dándole un bocado descomunal. Era carne de buey y cebolla y le supo a gloria.
Martha se puso en cuclillas sobre la hierba junto a Tom.
—Esto es lo que le ha pasado al hombre que robó nuestro cerdo. —Arrugando la naricilla se concentró para recordar lo que le habían indicado que dijera. Estaba tan bonita que Tom casi se quedó sin aliento—. Salió de la pollería y se reunió con una dama con la cara pintada y se fue a casa de ella. Nosotras esperamos fuera.
Mientras el proscrito se gastaba nuestro dinero con una...
, pensó Tom con amargura.
—Sigue.
—No estuvo mucho tiempo en casa de la dama y cuando salió se fue a una cervecería. Ahora está allí. No bebe mucho pero juega a los dados.
—Espero que gane —dijo Tom con tono adusto—. Sigue.
—Eso es todo.
—¿Tienes hambre?
—He comido un bollo.
—¿Le has contado a Alfred todo esto?
—Todavía no. Tengo que hacerlo ahora.
—Dile que se ande con ojo.
—Que se ande con ojo —repitió la niña—. ¿Debo decirle eso antes o después de que le cuente lo del hombre que robó nuestro cerdo?
En definitiva poco importaba.
—Después —dijo Tom, ya que Martha quería una respuesta firme. Sonrió a su hija—. Eres una chica muy lista. Ya puedes irte.
—Me gusta este juego —aseguró ella. Agitó la mano, brincando con sus piernecitas de niña al saltar melindrosa la zanja y volver corriendo a la ciudad. Tom la siguió con la mirada con una mezcla de cariño y enfado. Él y Agnes habían trabajado encarnizadamente para ganar dinero y poder alimentar a sus hijos, y estaba dispuesto incluso a matar para recuperar lo que les habían robado.
Quizás también el proscrito estuviera dispuesto a matar. Los proscritos estaban fuera de la ley, como su propio nombre indicaba. Vivían en un ambiente de violencia desatada. Ésa no debía ser la primera vez que Faramond Openmouth tropezaba con una de sus víctimas. Era peligroso, desde luego.
La luz del día comenzó a desvanecerse con sorprendente rapidez como a veces ocurría en las lluviosas tardes otoñales. Tom empezó a preocuparse por si sería capaz de reconocer al ladrón bajo aquella lluvia. A medida que anochecía empezaba a disminuir la circulación de entrada y salida de la ciudad, ya que la mayoría de los visitantes se habían ido con tiempo para llegar a sus aldeas al anochecer. Las luces de velas y linternas empezaron a parpadear en las casas más altas de la ciudad y en los chamizos de los barrios pobres. Tom empezó a cavilar con pesimismo en si después de todo el ladrón no se quedaría en la ciudad toda la noche. Quizás tuviera en ella amigos deshonestos como él que le acogerían incluso a sabiendas de que era un proscrito. Tal vez...
Y entonces Tom divisó a un hombre con la boca tapada por una bufanda.
Avanzaba por el puente de madera junto a otros dos hombres. Tom pensó de pronto que era posible que los dos cómplices de ladrón, el calvo y el hombre del sombrero verde, hubieran acudido con él a Salisbury. No había visto a ninguno de los dos en la ciudad pero podían haberse separado durante un tiempo, reuniéndose de nuevo para el camino de vuelta. Tom masculló un juramento ya que no creía que pudiera encararse a tres hombres. Pero el grupo se separó a medida que se acercaban y Tom se sintió aliviado al darse cuenta de que después de todo no iban juntos. Los dos primeros eran padre e hijo, dos campesinos morenos, de ojos muy juntos y narices aguileñas. Cogieron el camino del Portway seguidos por el hombre de la bufanda.
A medida que el ladrón se acercaba, se fijó en sus andares. Parecía que estaba sobrio. Era una lástima.
Al mirar de nuevo hacia la ciudad vio a una mujer y una niña que salían del puente. Eran Agnes y Martha. Se sintió consternado. Ni había imaginado que estuvieran presentes cuando se enfrentara con el ladrón. Pero cayó en la cuenta de que no les había dicho que no estuvieran.
Se puso tenso cuando todos ellos avanzaron por el camino en su dirección. Tom era tan grande que la mayoría de la gente se retiraría en caso de enfrentamiento, pero los proscritos estaban desesperados y era imposible predecir lo que podía ocurrir durante una pelea.
Los dos campesinos siguieron camino, ligeramente alegres, hablando de caballos. Tom descolgó de su cinturón el martillo de cabeza de hierro y lo agarró con la mano derecha. Odiaba a los ladrones que no trabajaban y que les quitaban el pan a las buenas gentes. No tendría remordimiento alguno en sacudir a aquél con el martillo.
El ladrón pareció que aminoraba el paso al acercarse, como si presintiera un peligro. Tom esperó hasta que estuvo a cuatro o cinco yardas de distancia, demasiado cerca para retroceder corriendo y demasiado lejos para echar a correr hacia delante. Entonces Tom dio la vuelta al promontorio, saltó la acequia y se plantó en el camino.
—¿Qué es esto? —dijo el hombre nervioso, parándose de repente y mirándole.
No me ha reconocido
, pensó Tom.
—Ayer me robaste mi cerdo y hoy se lo has vendido a un carnicero —le dijo.
—Yo nunca...
—No lo niegues —dijo Tom—. Dame el dinero que te han pagado por él y no te haré daño.
Por un instante creyó que el ladrón se lo iba a dar, pero se sintió decepcionado al ver que el hombre vacilaba. Entonces el ladrón se dio media vuelta y echó a correr, tropezando directamente con Agnes.
No corría lo suficientemente aprisa como para derribarla, y además era una mujer a la que no resultaba fácil derribar, así que los dos se tambalearon de un lado a otro durante un momento como dos torpes marionetas. El hombre se dio cuenta entonces de que ella le estaba impidiendo el paso deliberadamente y la empujó a un lado.
Agnes alargó la pierna al pasar el ladrón junto a ella, metiendo el pie entre las rodillas de él, y ambos cayeron al suelo.
Tom echó a correr hacia ella con el corazón en la boca. El ladrón se estaba poniendo en pie con una rodilla sobre la espalda de ella.
Tom le agarró por el cuello y le apartó violentamente de Agnes. Le arrastró hasta la linde del camino antes de que pudiera recuperar el equilibrio, y le arrojó a la acequia.
Agnes se puso en pie. Martha corrió hacia ella.
—¿Estás bien? —preguntó Tom rápidamente.
—Sí —le contestó Agnes.
Los dos campesinos se habían detenido, y contemplaban la escena preguntándose qué estaría pasando. El ladrón estaba de rodillas en la acequia.
—¡Un proscrito! —les gritó Agnes para desanimarles a intervenir—. Nos ha robado el cerdo.
Los campesinos no contestaron pero se quedaron a ver en qué terminaba todo.
—Dame mi dinero y te dejaré marchar —dijo Tom al ladrón.
Pero el hombre salió de la zanja, rápido como una rata, con un cuchillo en la mano, y se lanzó a la garganta de Tom. Agnes lanzó un chillido.
Él esquivó la acometida. El cuchillo centelleó frente a su cara y sintió un agudo dolor en la mandíbula.
Retrocediendo, blandió su martillo al tiempo que el cuchillo volvió a centellear. El ladrón retrocedió de un salto y tanto el cuchillo como el martillo cortaron aire húmedo de la noche sin conectar entre sí.
Por un instante ambos hombres se mantuvieron quietos, frente a frente y jadeantes. A Tom le dolía la mejilla. Se dio cuenta de que las fuerzas estaban equiparadas, porque aunque él era más alto y fuerte, el ladrón tenía un cuchillo que era un arma más mortal que el martillo de un albañil. Se sintió invadido por un frío temor al darse cuenta de que podía estar a punto de morir. De repente tuvo la impresión de que no podía respirar.
Por el rabillo del ojo observó un movimiento repentino. También lo captó el ladrón, que lanzó una rápida mirada a Agnes y ladeó la cabeza para esquivar la piedra lanzada por la mano de ella.
Tom reaccionó con la rapidez de un hombre que teme por su vida y descargó el martillo sobre la cabeza inclinada del ladrón. Le dio en el preciso momento en que el hombre volvía a mirarle.
La cabeza de hierro le golpeó en la frente, justo en el nacimiento del pelo. Fue un golpe apresurado, no asestado con toda la inmensa fuerza de que era capaz Tom. El ladrón se tambaleó, aunque sin llegar a caer.
Tom volvió a golpearle, esa vez con más fuerza. Tuvo tiempo de levantar el martillo sobre su cabeza y orientarlo bien mientras el ladrón, aturdido, intentaba fijar la mirada. Tom pensó en Martha mientras descargaba el martillo.