Cierto día, siguió diciendo Ellen, el palafrén de la abadesa quedó cojo, cuando hacía varios días que se encontraba fuera del convento. Dio la casualidad de que el priorato de Kingsbridge estaba cerca, de manera que el prior prestó a la abadesa otro caballo para que siguiera su camino. Una vez en el convento, ésta dijo a Ellen que devolviera al priorato el caballo prestado y trajera consigo el caballo cojo.
Allí, en el establo del monasterio, a la vista de la ruinosa y vieja catedral de Kingsbridge, Ellen conoció a un muchacho que parecía un cachorro maltratado. Tenía las extremidades flexibles como cachorro y su actitud alerta, pero estaba asustado, como si le hubieran arrancado a golpes toda su alegría juguetona. Al hablarle Ellen no la entendió. Probó con el latín, pero no era un monje. Finalmente dijo algo en francés y el rostro del muchacho se iluminó de alegría y le contestó en la misma lengua.
Ellen jamás regresó al convento.
Desde aquel día vivió en el bosque. Primero en un tosco chamizo de ramas y hojas, y más adelante en una cueva seca. No había olvidado las habilidades masculinas que había aprendido en casa su padre. Podía cazar un ciervo, poner trampas a los conejos y derribar cisnes con el arco. Era capaz de despedazar, limpiar y guisar la carne. Incluso sabía cómo raer y curar los cueros y pieles para indumentaria. Además de caza, comía frutos silvestres, frutos secos y vegetales. Cualquier otra cosa que necesitara, como sal, ropa de lana, un hacha o un cuchillo nuevo, tenía que robarla.
Lo peor fue cuando nació Jack.
Pero ¿qué pasó con el francés?, quiso saber Tom. ¿Era el padre de Jack? Y en tal caso, ¿cuándo murió? ¿Y cómo? Pero por la expresión de la cara de ella pudo ver que no estaba dispuesta a hablar de aquella parte de la historia y daba la impresión de ser una persona a la que nadie podría persuadir en contra de su voluntad, de manera que Tom guardó para sí sus preguntas.
Para entonces su padre había muerto, habiéndose dispersado sus hombres de tal manera que a ella ya no le quedaban parientes ni amigos en el mundo. Cuando Jack estaba a punto de nacer, hizo una hoguera para que se mantuviera encendida durante toda la noche en la boca de la cueva. Tenía comida y agua a mano, así como un arco, flechas y cuchillos para protegerse de los lobos y de los perros salvajes. Incluso disponía de una pesada capa roja que había robado a un obispo para poder envolver al recién nacido. Pero para lo que no estaba preparada era para el dolor y el miedo de dar a luz, y durante mucho tiempo creyó que se moría. Sin embargo el niño nació saludable y vigoroso, y ella sobrevivió.
Durante los once años siguientes, Ellen y Jack llevaron una vida sencilla y frugal. El bosque les daba cuanto necesitaban siempre que anduvieran con cuidado y almacenaran suficientes manzanas, nueces y venado ahumado o en salazón para los meses de invierno. Ellen pensaba a menudo que si no hubiera reyes, señores, arzobispos ni sheriffs, todo el mundo podría vivir de esa misma manera y ser perfectamente feliz.
Tom le preguntó cómo se las arreglaba con los demás proscritos, con hombres como Faramond Openmouth. ¿Qué pasaría si la sorprendieran por la noche e intentaran violarla?, se preguntaba al tiempo que la idea le hacía sentir un estremecimiento de deseo, aún cuando él jamás hubiera poseído a una mujer contra su voluntad. Ni siquiera a la suya.
Ellen, mirando a Tom con aquellos ojos claros y luminosos, le dijo que los otros proscritos le tenían miedo, y al instante él se dio cuenta del motivo. La creían bruja. En cuanto a las gentes cumplidoras de la ley, gentes que sabían que podían robar, violar o asesinar a un proscrito sin miedo al castigo, Ellen se limitaba a evitarlos. Entonces, ¿por qué no se había ocultado de Tom? Porque había visto a una niña herida y quiso ayudar. Ella también tenía un hijo.
Había enseñado a Jack todo lo que había aprendido en casa de su padre sobre armas y caza. Y también todo cuanto le enseñaron las monjas: a leer y escribir, música y números, francés y latín, cómo dibujar, incluso historias de la Biblia. Finalmente, durante las largas noches invernales, le había transmitido todo el legado del muchacho francés que sabía más historias, poemas y canciones que cualquier otro en el mundo.
Tom no creía que un niño como Jack supiera leer y escribir. Tom sabía escribir su nombre y un puñado de palabras como "peniques", “metros" y "litros". Y Agnes, que era hija de un hombre de iglesia, sabía más, aunque escribía lentamente y con dificultad, sacando la lengua por la comisura de la boca. En cambio Alfred no sabía escribir una sola palabra y apenas era capaz de entender su propio nombre, y Martha ni siquiera sabía eso. ¿Era posible que aquel muchacho medio tonto supiera más que toda la familia de Tom?
Ellen dijo a Jack que escribiera algo, y éste alisó un trozo de tierra y garrapateó sobre él unas letras. Tom reconoció la primera palabra "Alfred", aunque no las otras, y se sintió un estúpido. Ellen puso fin a aquella situación embarazosa leyendo en voz alta toda la frase:
Alfred es más alto que Jack.
Luego el muchacho dibujó rápidamente dos figuras, una más grande que la otra y aunque ambas eran muy toscas, una tenía los hombros anchos y una expresión más bien bovina y la otra era pequeña y tenía una mueca sonriente. Tom, que por su parte tenía una gran facilidad para el dibujo, quedó asombrado ante la sencillez y vigor del dibujo sobre la tierra.
Pero el muchacho parecía idiota.
Ellen, como si hubiera adivinado los pensamientos de Tom, confesó que había empezado a darse cuenta de ello. Jamás había tenido la compañía de otros niños ni de cualquier otro ser humano salvo su madre, y el resultado era que estaba creciendo como un animal salvaje. Pese a todos sus conocimientos no sabía cómo comportarse con la gente. Ése era el motivo de que guardara silencio, se quedara mirando fijamente o arrebatara las cosas.
Mientras hablaba, la mujer parecía vulnerable por primera vez.
Había desaparecido aquella inquebrantable seguridad en sí misma y Tom pudo darse cuenta de que estaba inquieta, casi desesperada.
Por el bien de Jack tenía que incorporarse de nuevo a la sociedad, pero ¿cómo? De ser un hombre hubiera podido convencer a algún señor para que le concediera una granja, sobre todo si le mentía de manera convincente diciéndole que acababa de regresar de peregrinación a Jerusalén o Santiago de Compostela. También había algunas mujeres granjeras, pero invariablemente eran viudas con hijos mayores. Ningún señor daría una granja a una mujer con un hijo pequeño. Nadie en la ciudad ni en el campo la contrataría como trabajadora. Además no tenía dónde vivir y los trabajos no especializados rara vez ofrecían también vivienda. En definitiva, no tenía identidad.
Tom sintió lastima por ella. Había dado a su hijo cuanto podía.
Pero no era bastante. Pero no veía solución a su dilema. Pese a ser una mujer hermosa, con recursos y realmente formidable, estaba condenada a pasar el resto de su vida escondiéndose en el bosque con su extraño hijo.
Finalmente volvieron Agnes, Martha y Alfred. Tom miró ansioso a la niña, pero pareció como si lo peor que le hubiera podido pasar fuera que le hubieran lavado a conciencia la cara. Durante un rato Tom se había sentido absorto por los problemas de Ellen, pero en aquel momento se enfrentó de nuevo con su propia situación. Estaba sin trabajo y les habían robado el cerdo. Empezaba a anochecer.
—¿Adónde os dirigís? —preguntó Ellen.
—A Winchester —dijo Tom. Winchester tenía un castillo, un palacio, varios monasterios y, lo más importante de todo, una catedral.
—Salisbury está muy cerca —dijo Ellen—. Y la última vez que estuve allí estaban reconstruyendo la catedral, haciéndola más grande.
A Tom empezó a latirle con fuerza el corazón. Aquello era lo que estaba buscando. Si pudiera encontrar trabajo en el proyecto de construcción de una catedral se creía con capacidad suficiente para llegar a ser maestro constructor.
—¿Por dónde se va a Salisbury? —preguntó ansioso.
—Tendrías que retroceder tres o cuatro millas por el camino que habéis venido. ¿Recuerdas una encrucijada cuando cogisteis por la izquierda?
—Sí, junto a una charca de agua estancada.
—Eso es. El camino de la derecha lleva a Salisbury.
Se despidieron. A Agnes no le gustó Ellen, pese a lo cual le dijo con amabilidad:
—Gracias por ayudarme a cuidar de Martha.
Ellen sonrió y permaneció pensativa cuando se alejaron.
Después de caminar unos minutos, Tom volvió la cabeza. Ellen seguía allí, observándoles, de pie en el camino, con las piernas separadas, protegiéndose los ojos con la mano. Junto a ella se encontraba aquel peculiar muchacho. Tom saludó con la mano y ella devolvió el saludo.
—Una mujer interesante —le dijo Tom a Agnes.
Agnes no respondió palabra.
—Ese chico es extraño —dijo Alfred.
Caminaron bajo el sol otoñal que se estaba poniendo. Tom se preguntaba cómo sería Salisbury. Nunca había estado allí. Claro que su sueño era el de construir una catedral nueva desde sus cimientos pero eso casi nunca ocurría. Era mucho más corriente encontrarse con una vieja construcción que estaba siendo mejorada, ampliada o reedificada en parte. Pero a él le bastaría con eso siempre que ofreciera la perspectiva de construir, finalmente, de acuerdo con sus propios dibujos.
—¿Por qué me golpeó ese hombre? —preguntó Martha.
—Porque quería robarnos el cerdo —le contestó Agnes.
—Debería tener su propio cerdo —dijo indignada Martha, como si sólo entonces se diera cuenta de que el proscrito había hecho algo. El problema de Ellen estaría resuelto si supiera algún oficio, meditaba Tom. Un albañil, un carpintero, un tejedor o un curtido jamás se hubiera encontrado en la situación de ella. Él siempre podía ir a una ciudad y buscar trabajo. Había algunas mujeres artesanas, pero en general eran esposas o viudas de artesanos.
—Lo que esa mujer necesita es un marido —dijo Tom en voz alta.
—Tal vez, pero no el mío —dijo Agnes con tono resuelto.
El día que perdieron el cerdo fue también el último del buen tiempo. Aquella noche la pasaron en un granero, y al salir por la mañana el cielo estaba plomizo y soplaba un viento frío con rachas de fuerte lluvia. Desenrollaron sus abrigos de tejido grueso y felpudo y se los pusieron, abrochándoselos bien debajo de la barbilla y cubriéndose lo más posible la cara con la capucha, para protegerse de la lluvia.
Se pusieron en marcha con desgana; cuatro lamentables fantasmas bajo un aguacero inexorable, chapoteando con sus zuecos de madera por el embarrado camino lleno de charcos.
Tom se hacía cábalas de cómo sería la catedral de Salisbury. En principio una catedral era una iglesia como otra cualquiera. Era simplemente la iglesia en la que el obispo tenía su trono. Pero en realidad las iglesias catedrales eran las más grandes, las más ricas, la más espléndidas y las más primorosas. Una catedral rara vez era nada más que un túnel con ventanas. La mayoría consistían en tres túneles, uno alto flanqueado por otros dos más pequeños, delineando la forma de una cabeza con sus dos hombros. Todo el conjunto formaba una nave con dos laterales. Los muros laterales del túnel central se reducían a dos hileras de pilares enlazados entre sí por arcos formando una arcada. Las naves laterales se utilizaban para procesiones, que podían llegar a ser espectaculares en una iglesia catedral. En ocasiones su espacio se dedicaba también a pequeñas capillas laterales dedicadas a determinados santos, que atraían importantes donaciones extraordinarias. Las catedrales eran las construcciones más costosas del mundo, mucho más que palacios y castillos, y habían de hacerse merecedoras de su mantenimiento.
Salisbury estaba más cerca de lo que Tom había pensado. A media mañana terminaron su ascensión y se encontraron con que el camino descendía suavemente, delante de ellos, formando una larga curva. Y a través de los campos azotados por la lluvia, sobre la lisa llanura, semejante a una embarcación en medio de un lago, vieron la ciudad fortificada de Salisbury erguida sobre una colina. Los detalles aparecían velados debido a la lluvia, pero Tom pudo distinguir varias torres, cuatro o cinco, elevándose muy por encima de los muros de la ciudad. A la vista de tanto trabajo en piedra sintió que se le levantaba el ánimo.
Un viento glacial barrió la llanura, dejándoles la cara y las manos heladas, mientras avanzaban por el camino en dirección a la puerta este. Al pie de la colina convergían cuatro caminos entre un enjambre de casas que se prolongaban desde la ciudad, y allí se unieron a ellos otros viajeros que caminaban con la cabeza baja y los hombros encorvados, luchando contra los elementos y en busca del refugio que ofrecían los muros.
En la ladera que conducía hasta la puerta se encontraron una carreta tirada por una yunta de bueyes y cargada de piedra, circunstancia en extremo alentadora para Tom. El carretero se encontraba inclinado sobre la parte posterior del tosco vehículo de madera, empujando con el hombro e intentando ayudar con su fuerza a los dos bueyes que a duras penas movían la carreta.
Tom vio la oportunidad de hacerse con un amigo. Hizo una seña a Alfred y ambos arrimaron el hombro a la parte trasera de la carreta, ayudando en el esfuerzo.
Las inmensas ruedas de madera retumbaron sobre un puente de troncos que cruzaba un enorme foso seco. Los terraplenes eran formidables. Tom pensó que para cavar aquel foso y hacer subir la tierra a fin de formar la muralla de la ciudad, hubieron de trabajar centenares de hombres, un trabajo mucho mayor incluso que para excavar los cimientos de la catedral. El puente por el que cruzaba la carreta crujía y traqueteaba bajo su peso y el de los dos vigorosos animales que tiraban de ella.
La ladera se niveló y la carreta se movió con una mayor facilidad cuando ya se acercaron a la puerta. El carretero se enderezó y Tom y Alfred le imitaron.
—Os lo agradezco de corazón —dijo el carretero.
—¿Para qué es esta piedra? —le preguntó Tom.
—Para la nueva catedral.
—¿Para la nueva catedral? Oí decir que solo iban a agrandar la vieja.
El carretero asintió.
—Eso era lo que decían hace diez años. Pero ahora hay más nueva que vieja.
Seguían las buenas noticias.
—¿Quién es el maestro constructor?
—John de Shaftesbury, aunque el obispo Roger tiene mucho que ver con los diseños.