De vez en cuando la gente ladeaba la cabeza como gorriones cautelosos y echaban una ojeada al castillo que se alzaba en la cima de la colma que dominaba el pueblo. Veían subir de forma constante el humo de la cocina y el ocasional destello de una antorcha por detrás de las ventanas estrechas como flechas de la despensa de piedra. Y de repente, más o menos en el momento en que el sol apareció por detrás de las densas nubes grises, se abrieron las pesadas puertas de madera y salió un pequeño grupo. El sheriff iba en cabeza montando un hermoso corcel negro seguido por un carro tirado por bueyes en el que iba el prisionero maniatado.
Detrás del carro cabalgaban tres hombres y, aunque a aquella distancia no podían distinguirse sus rostros, su indumentaria delataba un caballero, un sacerdote y un monje. Dos hombres de armas cerraban la procesión.
Todos ellos habían estado ante el tribunal del Condado reunido en la nave de la iglesia el día anterior. El sacerdote había pillado al ladrón con las manos en la masa, el monje había identificado el cáliz de plata como perteneciente al monasterio, el caballero era el señor del ladrón y le había identificado como fugitivo. Y el sheriff le había condenado a muerte.
Mientras descendían lentamente por la ladera de la colina, el resto del pueblo se había agolpado alrededor de la horca. Entre los últimos en llegar se encontraban los ciudadanos más destacados. El carnicero, el panadero, dos curtidores, dos herreros, el cuchillero y el saetero, todos ellos con sus esposas.
La multitud parecía mostrar un talante extraño. Habitualmente disfrutaban con los ahorcamientos. Por lo general el preso era un ladrón, y ellos aborrecían a los ladrones con la rabia de la gente que ha luchado con dureza por lograr lo que tenían. Pero aquel ladrón era diferente. Nadie sabía quién era ni de dónde había llegado. No les había robado a ellos sino a un monasterio que se encontraba a veinte millas de distancia. Y había robado un cáliz incrustado de piedras preciosas, algo de un valor tan grande que hubiera sido virtualmente imposible venderlo, pues no era como vender un jamón, un cuchillo nuevo o un buen cinturón, cuya pérdida hubiera podido perjudicar a alguien. No podían odiar a un nombre por un delito tan inútil. Se escucharon algunos insultos y silbidos al entrar el preso en la plaza, pero incluso éstos carecían de entusiasmo y sólo los chiquillos se burlaron de él con encarnizamiento.
La mayor parte de la gente del pueblo no había presenciado el juicio, ya que no se celebraban en días de fiesta y todos tenían que ganarse la vida, de manera que aquella era la primera vez que veían al ladrón. Era realmente joven, entre los veinte y los treinta años, de estatura y constitución normales, pero tenía un aspecto extraño. Su tez era blanca como la nieve en los tejados, tenía los ojos ligeramente saltones, de un verde asombrosamente brillante, y el pelo del color de una zanahoria pelada. A las mozas les pareció feo, las viejas sintieron lastima de él y los chiquillos se morían de risa.
El sheriff les era familiar, pero los otros tres hombres que habían decidido la condena del ladrón les resultaban extraños. El caballero, un hombre gordo y rubio, era sin duda una persona de cierta importancia pues montaba un caballo de batalla, un enorme animal que costaría al menos lo que un carpintero podía ganar en diez años. El monje, mucho más viejo, tendría unos cincuenta años. Era un hombre alto y flaco e iba derrumbado sobre su montura como si la vida fuera para él una carga insoportable. El sacerdote era realmente impresionante, un hombre joven de nariz afilada, pelo negro y lacio, enfundado en ropajes negros y montando un semental castaño. Tenía la mirada viva y peligrosa, como la de un gato negro capaz de olisquear un nido de ratoncillos.
Un chiquillo, apuntando cuidadosamente, escupió al prisionero. Fue un buen disparo y le dio entre los ojos. El preso gruñó una maldición y se lanzó hacia el que le había escupido, pero se vio inmovilizado por las cuerdas que le sujetaban a cada lado del carro.
El incidente hubiera carecido de importancia de no haber sido porque las palabras que pronunció eran en francés normando, la lengua de los señores. ¿Era de alto linaje o simplemente se encontraba muy lejos de casa? Nadie lo sabía.
El carro de bueyes se detuvo delante de la horca. El alguacil del sheriff subió hasta la plataforma del carro con el dogal en la mano. El prisionero comenzó a forcejear. Los chiquillos lanzaron vítores; se hubieran sentido amargamente decepcionados si el prisionero hubiera permanecido tranquilo. Las cuerdas que le sujetaban las muñecas y los tobillos le impedían los movimientos, pero sacudía bruscamente la cabeza a uno y otro lado intentando evadirse del dogal. El alguacil, un hombre corpulento, retrocedió un paso y golpeó al prisionero en el estómago.
El hombre se inclinó hacia delante, falto de respiración, y el alguacil aprovechó para deslizarle el dogal por la cabeza y apretar el nudo. Luego saltó al suelo y tensó la cuerda, asegurando el otro extremo en un gancho colocado al pie de la horca.
Aquel era el momento crucial. Si el prisionero forcejeaba sólo lograría adelantar su muerte.
Entonces los hombres de armas desataron los pies del prisionero, dejándole en pie sobre el carro, solo, con las manos atadas a la espalda. Se hizo un silencio absoluto entre la muchedumbre.
Cuando se alcanzaba ese punto solía producirse algún alboroto. O la madre del prisionero sufría un ataque y empezaba a dar alaridos o la mujer sacaba un cuchillo y se precipitaba hacia la plataforma en un último intento de liberarle. En ocasiones el prisionero invocaba a Dios pidiendo el perdón o lanzaba maldiciones escalofriantes contra sus ejecutores. Ahora los hombres de armas se habían situado a cada lado de la horca, dispuestos a intervenir de producirse algún incidente.
Fue entonces cuando el prisionero empezó a cantar.
Tenía una voz alta de tenor, muy pura. Las palabras eran en francés, pero incluso quienes no comprendían la lengua podían darse cuenta por la dolorida melodía de que era una canción de tristeza y desamparo.
Un ruiseñor preso en la red de un cazador
cantó con más dulzura que nunca,
como si la fugaz melodía
pudiera volar y apartar la red.
Mientras cantaba, miraba fijamente a alguien entre el gentío.
Gradualmente se fue abriendo un hueco alrededor de la persona a quien miraba y todo el mundo pudo verla.
Era una muchacha de unos quince años. Al mirarla, la gente se preguntaba cómo no se habrían dado cuenta antes de su presencia.
Tenía un pelo largo y abundante de un castaño oscuro, brillante, que le nacía en la frente despejada con lo que la gente llamaba pico de viuda. Los rasgos eran corrientes y la boca sensual, de labios gruesos.
Las mujeres mayores, al observar su ancha cintura y los abultados senos, imaginaron que estaba embarazada y supusieron que el prisionero era el padre de la criatura por nacer, pero nadie más observó nada salvo sus ojos. Hubiera podido ser bonita, pero tenía los ojos muy hundidos, de mirada intensa y de un asombroso color dorado, tan luminosos y penetrantes que cuando miraba a alguien sentía como si pudiera ver hasta el fondo de su corazón y tenía que apartar la mirada ante el temor de que pudiera descubrir sus secretos. Iba vestida de harapos y las lágrimas le caían por las suaves mejillas.
El conductor del carro miró expectante al alguacil y éste al sheriff, a la espera de la señal de asentimiento. El joven sacerdote de aspecto siniestro, con gesto impaciente, dio al sheriff con el codo, pero éste hizo caso omiso. Dejó que el ladrón siguiera cantando. Se hizo un silencio impresionante mientras el hombre feo de voz maravillosa mantenía a raya a la muerte.
Al anochecer, el cazador cogió su presa.
El ruiseñor jamás su libertad.
Todas las aves y todos los hombres tienen que morir,
pero las canciones pueden vivir eternamente.
Una vez acabada la canción, el sheriff miró al alguacil y le hizo un gesto de asentimiento. Éste gritó "¡Jop!", azotando el flanco del buey con una cuerda al tiempo que el carretero hacía chasquear también su látigo. El buey avanzó haciendo tambalearse al preso, el buey arrastró el carro y el preso quedó colgando en el aire. La cuerda se tensó y el cuello del ladrón se rompió con un chasquido.
Se oyó un alarido y todos miraron a la muchacha.
No era ella la que había gritado sino la mujer del cuchillero, que se encontraba a su lado. Sin embargo la joven era el motivo del grito. Había caído de rodillas frente a la horca, con los brazos alzados y extendidos ante ella. Era la postura que se adoptaba para lanzar una maldición. La gente se apartó temerosa, pues todos sabían que las maldiciones de quienes habían sufrido una injusticia eran especialmente efectivas y todos habían sospechado que algo no marchaba bien en aquel ahorcamiento. Los chiquillos estaban aterrados.
La joven dirigió la mirada de sus ojos dorados e hipnóticos a los tres forasteros, el caballero, el monje y el sacerdote. Y entonces lanzó su maldición, subiendo el tono de su voz a medida que pronunciaba las palabras:
—Yo os maldigo. Sufriréis enfermedades y pesares, hambre y dolor. Vuestra casa quedará destruida por el fuego y vuestros hijos morirán en la horca. Vuestros enemigos prosperarán y vosotros envejeceréis entre sufrimientos y remordimientos, y moriréis atormentados en la impureza y la angustia...
Mientras pronunciaba las últimas palabras, la muchacha cogió un saco que había en el suelo junto a ella y sacó un gallo joven y vivo. Sin saber de dónde, en su mano apareció un cuchillo y de un solo tajo le cortó la cabeza al gallo.
Mientras aún seguía brotando la sangre del cuello, la muchacha arrojó al gallo descabezado contra el sacerdote de pelo negro. No llegó a alcanzarle, pero la sangre le salpicó por todas partes, al igual que al monje y al caballero que le flanqueaban. Los tres hombres retrocedieron con una sensación de asco, pero la sangre les alcanzó, salpicándoles en la cara y manchando sus ropas.
La muchacha se volvió y echó a correr.
El gentío le abría paso y se cerraba tras ella. Por último el sheriff mandó furioso a sus hombres de armas que fueran tras ella. Empezaron a abrirse paso entre la muchedumbre, apartando a empujones a hombres, mujeres y niños, pero la muchacha se perdió de vista en un santiamén y el sheriff sabía de antemano que aunque fuera tras ella no la encontraría.
Dio media vuelta fastidiado. El caballero, el monje y el sacerdote no habían visto la huida de la muchacha. Seguían con la mirada clavada en la horca. El sheriff siguió aquella mirada. El ladrón muerto colgaba del extremo de la cuerda con el rostro pálido y juvenil, con tintes azulados. Debajo de su cuerpo, que oscilaba levemente, el gallo descabezado, aunque no del todo muerto, corría en derredor de él formando un círculo desigual sobre la nieve manchada con su misma sangre.
Tom estaba construyendo una casa en un gran valle, al pie de la empinada ladera de una colina y junto a un arroyo burbujeante y límpido.
Los muros alcanzaban ya tres pies de altura y seguían subiendo rápidamente. Los dos albañiles que Tom había contratado trabajaban sin prisa aunque sin pausa bajo el sol, raspando, lanzando y luego alisando con sus paletas, mientras el perro que les acompañaba sudaba bajo el peso de los grandes bloques de piedra. Alfred, el hijo de Tom, estaba mezclando argamasa, cantando en voz alta al tiempo que arrojaba paletadas de arena en un pilón. También había un carpintero trabajando en un banco junto a Tom, tallando cuidadosamente un madero de abedul con una azuela.
Alfred tenía catorce años y era alto como Tom. Éste llevaba la cabeza a la mayoría de los hombres y Alfred sólo medía un par de pulgadas menos y seguía creciendo. Físicamente eran también parecidos. Ambos tenían el pelo castaño claro y los ojos verdosos con motas marrón. La gente decía que los dos eran guapos. Lo que más les diferenciaba era la barba. La de Tom era castaña y rizada, mientras que Alfred sólo podía presumir de una hermosa pelusa rubia.
Tom recordaba con cariño que hubo un tiempo en que su hijo tenía el pelo de ese mismo color. Ahora Alfred se estaba convirtiendo en un hombre, y Tom hubiera deseado que se tomara algo más de interés por el trabajo, porque aún tenía mucho que aprender para ser albañil como su padre. Pero hasta el momento los principios de la construcción sólo parecían aburrir y confundir a Alfred.
Cuando la casa estuviera terminada sería la más lujosa en muchas millas a la redonda. La planta baja se utilizaría como almacén, con un techo abovedado evitando así el peligro de incendio. La gran sala, que en realidad era donde la gente hacía su vida, estaba encima y se llegaría a ella por una escalera exterior. A aquella altura el ataque resultaría difícil siendo en cambio fácil la defensa. Adosada al muro de la sala habría una chimenea que expulsaría el humo del fuego. Se trataba de una innovación radical: Tom sólo había visto una casa con chimenea pero le había parecido una idea tan excelente que estaba dispuesto a copiarla. En un extremo de la casa encima de la sala habría un pequeño dormitorio porque eso era lo que ahora exigían las hijas de los condes demasiado delicadas para dormir en la sala con los hombres, las mozas, y los perros de caza. La cocina la edificaría aparte pues tarde o temprano todas se incendiaban y el único remedio era construirlas alejadas y conformarse con que la comida llegara tibia.
Tom estaba haciendo la puerta de entrada de la casa. Las jambas habían de ser redondeadas dando así la impresión de columnas, un toque de distinción para los nobles recién casados que habían de habitar la casa. Sin apartar la vista de la plantilla de madera modelada, Tom colocó su cincel en posición oblicua contra la piedra y lo golpeó suavemente con el gran martillo de madera. De la superficie se desprendieron unos pequeños fragmentos dando una mayor redondez a la forma. Repitió la operación. Tan pulida como para una catedral.
En otro tiempo había trabajado en una catedral en Exeter. Al principio lo hizo como costumbre, y se sintió molesto y resentido cuando el maestro constructor le advirtió que su trabajo no se ajustaba del todo al nivel requerido, ya que él tenía el convencimiento de que era bastante más cuidadoso que el albañil corriente. Pero entonces se dio cuenta de que no bastaba que los muros de una catedral estuvieran bien construidos. Tenían que ser perfectos porque una catedral era para Dios y también porque siendo un edificio tan grande la más leve inclinación de los muros, la más insignificante variación en el nivel aplomado, podría debilitar la estructura de forma fatal. El resentimiento de Tom se transformó en fascinación. La combinación de un edificio enormemente ambicioso con la más estricta atención al mínimo detalle le abrió los ojos a la maravilla de su oficio. Del maestro de Exeter aprendió lo importante de la proporción, el simbolismo de diversos números y las fórmulas casi mágicas para lograr el grosor exacto de un muro o el ángulo de un peldaño en una escalera de caracol. Todas aquellas cosas le cautivaban. Y quedó verdaderamente sorprendido al enterarse de que muchos albañiles las encontraban incomprensibles.