Al cabo de un tiempo se había convertido en la mano derecha del maestro constructor y entonces fue cuando empezó a darse cuenta de las limitaciones del maestro. El hombre era un gran artesano pero un organizador incompetente. Se encontraba absolutamente desconcertado ante problemas tales como el modo de conseguir la cantidad de piedra exacta para no romper el ritmo de los albañiles, el asegurarse que el herrero hiciera un número suficiente de herramientas útiles, el quemar cal y acarrear arena para los albañiles que hacían la argamasa, el talar árboles para los carpinteros y recaudar el dinero suficiente del Cabildo de la catedral para pagar por todo ello. De haber permanecido en Exeter hasta la muerte del maestro constructor era posible que hubiera llegado a ser maestro, pero el Cabildo se quedó sin dinero, en parte debido a la mala administración del maestro constructor, y los artesanos hubieron de irse a otra parte en busca de trabajo. A Tom le ofrecieron el puesto de constructor del alcalde de Exeter, para reparar y mejorar las fortificaciones de la ciudad. Sería un trabajo para toda la vida, salvo imprevistos. Pero Tom lo había rechazado porque quería construir otra catedral. Agnes, su mujer, jamás había comprendido aquella decisión. Podían haber tenido una buena casa de piedra, criados y establos. Y sobre la mesa habría todas las noches carne a la hora de la cena; jamás perdonó a Tom que rechazara aquel trabajo. No podía comprender aquel terrible deseo por construir una catedral, la sorprendente complejidad de la organización, el desafío intelectual de los cálculos, la imponente belleza y grandiosidad del edificio acabado. Una vez que Tom hubo paladeado ese vino, nunca más pudo satisfacerle otro inferior.
Desde entonces habían pasado diez años y jamás habían permanecido por mucho tiempo en sitio alguno. Tan pronto proyectaba una nueva sala capitular para un monasterio, como trabajaba uno o dos años en un castillo, o construía una casa en la ciudad para algún rico mercader. Pero tan pronto como ahorraba algún dinero se ponía en marcha con su mujer e hijos en busca de otra catedral.
Alzó la vista que tenía fija en el banco y vio a Agnes en pie, en el lindero del solar, con un cesto de comida en una mano y sujetando con la otra un gran cántaro que llevaba apoyado en la cadera. Era mediodía. Tom la miró con cariño. Nadie diría nunca de ella que era bonita, pero su rostro rebosaba fortaleza. Una frente ancha, grandes ojos castaños, nariz recta y una mandíbula vigorosa. El pelo, oscuro y fuerte, lo llevaba con raya en medio y recogido en la nuca. Era el alma gemela de Tom.
Sirvió cerveza para Tom y Alfred. Permanecieron allí en pie por un instante, los dos hombres grandes y la mujer fornida, bebiendo cerveza con tazas de madera. Y entonces, de entre los trigales, apareció saltando el cuarto miembro de la familia, Martha, bonita como un narciso, pero un narciso al que le faltara un pétalo, porque tenía un hueco entre los dientes de leche. Corrió hacia Tom, le besó en la polvorienta barba y le pidió un pequeño sorbo de cerveza. Él abrazó su cuerpecillo huesudo.
—No bebas mucho o te caerás en alguna acequia —le advirtió. La niña avanzó en círculo tambaleándose, simulando estar bebida.
Todos tomaron asiento sobre un montón de leña. Agnes alargó a Tom un pedazo de pan de trigo, una gruesa tajada de tocino hervido y una cebolla pequeña. Tom dio un bocado al tocino y empezó a pelar la cebolla. Después de dar comida a sus hijos, Agnes empezó a hincar el diente en la suya.
Acaso fue una irresponsabilidad rechazar aquel aburrido trabajo en Exeter e irme en busca de una catedral que construir,
—se dijo Tom—,
pero siempre he sido capaz de alimentarlos a todos pese a mi temeridad.
Sacó su cuchillo de comer del bolsillo delantero de su delantal de cuero, cortó una rebanada de la cebolla y la comió con un bocado de pan. Paladeó el sabor dulce y picante a la vez.
—Vuelvo a estar preñada —dijo Agnes.
Tom dejó de masticar y se la quedó mirando. Sintió un escalofrío de placer. Se la quedó mirando con sonrisa boba, sin saber qué decir.
—Es algo sorprendente ¿no? —dijo ella, ruborizándose.
Tom la abrazó.
—Bueno, bueno —dijo sin perder su sonrisa placentera—. Otra vez un bebé para tirarme de la barba. ¡Y yo que pensaba que el próximo sería el de Alfred!
—No te las prometas tan felices todavía —le advirtió Agnes—. Trae mala suerte nombrar a un niño antes de que nazca.
Tom hizo un gesto de asentimiento. Agnes había tenido varios abortos, un niño que nació muerto y otra chiquilla, Matilda, que sólo había vivido dos años.
—Me gustaría que fuera un niño, ahora que Alfred ya es mayor. ¿Para cuándo será?
—Después de Navidad.
Tom empezó a hacer cálculos. El armazón de la casa estaría acabado con las primeras heladas y entonces habría que cubrir con paja toda la obra de piedra para protegerla durante el invierno. Los albañiles pasarían los meses de frío cortando piedras para las ventanas, bóvedas, marcos de puerta y chimenea, mientras que el carpintero haría las tablas para el suelo, las puertas y las ventanas, y Tom construiría el andamiaje para el trabajo en la parte alta. En primavera abovedarían la planta baja, cubrirían el suelo de la casa y pondrían el tejado. Aquel trabajo daría de comer a la familia hasta Pentecostés, y para entonces el bebé tendría ya seis meses. Luego se pondrían de nuevo en marcha.
—Bueno —dijo contento—. Todo irá bien.
Dio otro bocado a la cebolla.
—Soy demasiado vieja para seguir pariendo hijos —dijo Agnes—: éste tiene que ser el último.
Tom se quedó pensativo. No estaba seguro de los años que tenía, pero muchas mujeres concebían hijos en esa época de su vida, aunque era cierto que sufrían más a medida que se hacían mayores y que los niños no eran tan fuertes. Sin duda Agnes tenía razón. Pero ¿cómo asegurarse de que no volvería a concebir? Inmediatamente se dio cuenta de cómo podría evitarse y una nube ensombreció su buen humor.
—A lo mejor podré encontrar un buen trabajo en una ciudad —dijo, intentando contentarla—. Una catedral o un palacio. Y entonces podremos tener una gran casa con suelos de madera y una sirvienta para ayudarte con el bebé.
—Es posible —dijo ella con escepticismo, mientras se le endurecían las facciones del rostro. No le gustaba oír hablar de catedrales. Si Tom nunca hubiera trabajado en una catedral, decía su cara, ella podría estar viviendo en aquellos momentos en una casa de la ciudad, con dinero ahorrado y oculto bajo la chimenea y sin tener la más mínima preocupación.
Tom apartó la mirada y dio otro mordisco al tocino. Tenían algo que celebrar, pero estaban en desacuerdo. Se sentía decepcionado.
Siguió masticando durante un rato el duro tocino y luego oyó los cascos de un caballo. Ladeó la cabeza para escuchar mejor. El jinete se acercaba a través de los árboles desde el camino cogiendo un atajo y evitando el pueblo.
Al cabo de un momento apareció un pony al trote montado por un joven que bajó del caballo. Parecía un escudero, una especie de aprendiz de caballero.
—Tu señor viene de camino —dijo.
—¿Quieres decir Lord Percy? —Tom se puso en pie. Percy Hamleigh era uno de los hombres más importantes del país. Poseía aquel valle y otros muchos y era quien pagaba la construcción de la casa.
—Su hijo —dijo el escudero.
—El joven William. —Era el hijo de Percy y quien había de ocupar aquella casa después de su matrimonio. Estaba prometido a Lady Aliena, la hija del conde de Shiring.
—El mismo —asintió el escudero—. Y además viene furioso.
A Tom se le cayó el mundo encima. En las mejores condiciones, era difícil tratar con el propietario de una casa en construcción, pero con un propietario enfurecido resultaba prácticamente imposible.
—¿Por qué está furioso?
—Su novia le ha rechazado.
—¿La hija del conde? —preguntó Tom sorprendido. Le asaltó el temor. Hacía un momento que había estado pensando en lo seguro que se presentaba el futuro—: Pensé que todo estaba ya decidido.
—Eso creíamos todos... salvo al parecer Lady Aliena —dijo el escudero—. Nada más conocerle proclamó que no se casaría con él por todo el oro del mundo.
Tom frunció el ceño preocupado. Se negaba a admitir que aquello fuera verdad.
—Pero creo recordar que el muchacho no es mal parecido.
—Como si eso importara en su posición —dijo Agnes—. Si se dejara a las hijas de los condes casarse con quienes quisieran, todos estaríamos gobernados por juglares ambulantes o proscritos de ojos oscuros.
—Quizás la joven cambie de opinión —dijo Tom esperanzado.
—Lo hará si su madre la sacude con una buena vara de abedul —dijo Agnes.
—Su madre ha muerto —dijo el escudero.
Agnes hizo un ademán de asentimiento.
—Eso explica el que no conozca la realidad de la vida. Pero no veo por qué su padre no puede obligarla.
—Al parecer en cierta ocasión hizo la promesa de que jamás la obligaría a casarse con alguien a quien aborreciera —les aclaró el escudero.
—Una promesa necia —dijo Tom irritado. ¿Cómo era posible que un hombre poderoso se ligara de aquella manera al capricho de una muchacha? Su matrimonio podría influir en alianzas militares, finanzas baroniales..., incluso en la construcción de aquella casa.
—Tiene un hermano —dijo el escudero—, así que no es tan importante con quién pueda casarse ella.
—Aun así...
—Y el conde es un hombre inflexible —siguió diciendo el escudero—. No faltará a una promesa, ni siquiera a la que haya hecho a una niña. —Se encogió de hombros—. Al menos es lo que dicen.
Tom se quedó mirando los bajos muros de piedra de la casa en construcción. Se dio cuenta, lleno de inquietud, de que todavía no había ahorrado el dinero suficiente para mantener a la familia durante el invierno.
—Tal vez el muchacho encuentre otra novia con la que compartir esta casa. Tiene todo el Condado para escoger.
—¡Ahí va Dios! Creo que ahí está —dijo Alfred con su voz quebrada de adolescente.
Siguiendo su mirada, todos dirigieron la vista hacia el otro extremo del campo. Desde el pueblo llegaba un caballo a galope, levantando una nube de polvo y tierra por el sendero. El juramento de Alfred lo provocó tanto el tamaño como la velocidad del caballo. Era inmenso. Tom ya había visto animales como aquellos, pero tal vez no fuera el caso de Alfred. Era un caballo de batalla, tan alto de cruz que alcanzaba la barbilla de un hombre, y su anchura proporcional. En Inglaterra no se criaban semejantes caballos de guerra sino que procedían de ultramar y eran extraordinariamente caros.
Tom metió lo que le quedaba del pan en el bolsillo de su delantal y luego, entornando los ojos para protegerse del sol, miró a través del campo. El caballo tenía las orejas echadas hacia atrás y los ollares palpitantes. Pero a Tom le pareció que llevaba la cabeza bien levantada, prueba de que aún seguía bajo control. El jinete, seguro de sí mismo, se echó hacia atrás al acercarse, tensando las riendas, y el enorme animal pareció reducir algo la marcha. Tom podía sentir ya el redoble de sus cascos en el suelo, debajo de sus pies. Echó una mirada en derredor buscando a Martha, para recogerla y evitar que pudieran hacerle daño. A Agnes también se le había ocurrido la misma idea, pero no se veía a Martha por parte alguna.
—En los trigales —dijo Agnes, pero Tom ya lo había pensado y corría hacia el lindero del campo. Escudriñó entre el ondulante trigo, preso de un gran temor, pero no vio a la niña.
Lo único que se le ocurrió fue intentar que el caballo redujera la marcha. Salió al sendero y empezó a caminar hacia el corcel que avanzaba a la carga, agitando los brazos. El caballo lo vio, alzó la cabeza para una mejor visión y redujo la marcha de manera perceptible. Luego, ante el horror de Tom, el jinete espoleó al caballo.
—¡Maldito loco! —rugió Tom aún cuando el jinete no pudo oírle.
Y entonces fue cuando Martha salió de los trigales y avanzó hacia el sendero a sólo unas yardas frente a Tom.
Por un instante Tom quedó petrificado por el pánico. Luego se lanzó hacia delante gritando y agitando los brazos. Pero aquel era un caballo de guerra adiestrado para cargar contra las hordas vociferantes y no se inmutó. Martha permanecía en pie en medio del angosto sendero, mirando como hipnotizada al inmenso animal que se le venía encima. Hubo un instante en el que Tom comprendió desesperado que no llegaría hasta su hija antes que el caballo. Se desvió a un lado, rozando con un brazo el trigo alto. Y en el último instante el caballo se desvió hacia el otro lado. El estribo del jinete rozó el hermoso pelo de Martha. Uno de los cascos hizo un profundo hoyo en la tierra junto al pie descalzo de la niña. Luego el caballo se alejó de ellos, cubriendo a ambos de tierra y polvo. Tom abrazó a la niña con fuerza contra su corazón desbocado.
Permaneció un momento inmóvil jadeando aliviado, con las piernas y los brazos temblorosos y un inmenso vacío en el estómago. Pero al instante se sintió invadido por la ira ante la incalificable temeridad de aquel estúpido joven cabalgando en su poderoso caballo de guerra. Levantó furioso la mirada. Lord William estaba deteniendo el caballo, sentado en la silla, tensando las riendas. El caballo se desvió para evitar el edificio en construcción. Sacudió violentamente la cabeza poniéndose de manos, pero William permaneció firme. Le hizo ir a medio galope y luego al trote, mientras le conducía en derredor formando un amplio círculo.
Martha estaba llorando. Tom se la dio a Agnes y esperó a William.
El joven Lord era un muchacho alto, de buena planta, de unos veinte años, pelo rubio y ojos tan rasgados que daba la impresión de tenerlos entornados por el sol. Vestía una túnica corta y negra con unas calzas negras y zapatos de cuero con correas que se entrecruzaban hasta las rodillas. Se mantenía bien sobre el caballo y no parecía en modo alguno afectado por lo ocurrido. “Ese majadero ni siquiera sabe lo que ha hecho, —pensó Tom con amargura—. Me gustaría retorcerle el pescuezo”.
William detuvo el caballo ante el montón de leña y se quedó mirando a los constructores.
—¿Quién está a cargo de esto? —preguntó.
Tom sentía deseos de decirle: "Si hubieras hecho daño a mi pequeña te hubiera matado", pero dominó su ira. Fue como tragar un buche amargo. Se acercó al caballo y le sujetó por la brida.
—Soy el maestro constructor —dijo lacónico—. Me llamo Tom.