Los Pilares de la Tierra (9 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

BOOK: Los Pilares de la Tierra
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La familia atravesó de nuevo el puente levadizo, sumergiéndose una vez más en las atestadas calles de la ciudad. Había entrado en Salisbury por la puerta del Este y saldrían por la del Oeste porque ése era el camino hacia Shaftesbury. Tom torció a la derecha, guiándoles por la parte de la ciudad que todavía no habían visto.

Se detuvo ante una casa de piedra en estado calamitoso, que estaba pidiendo a gritos reparaciones a fondo. Era evidente que habían utilizado una argamasa muy floja, que estaba desprendiéndose y cayendo. El hielo se había introducido en los agujeros, resquebrajando algunas piedras. De seguir en aquellas condiciones durante otro invierno, los daños aún serían peores. Tom decidió hablar de ello con el propietario.

La entrada a la planta baja era un arco amplio. La puerta de madera estaba abierta y en la entrada se encontraba sentado un artesano con un martillo en la mano derecha y una lezna, una pequeña herramienta metálica de punta afilada, en la izquierda. Estaba labrando un complejo dibujo sobre una silla de montar de madera colocada sobre el banco, delante de él. Tom pudo ver al fondo provisiones de madera y cuero y a un muchacho barriendo la viruta de madera.

—Buenos días, maestro guarnicionero —dijo Tom.

El guarnicionero levantó la mirada, juzgó a Tom como el tipo de hombre que se haría su propia silla de montar en caso de necesitar alguna e hizo un saludo breve con la cabeza.

—Soy constructor —siguió diciendo Tom—, y he visto que necesitáis de mis servicios.

—¿Por qué?

—Tu argamasa se está cayendo, tus piedras se están rajando y es posible que tu casa no dure otro invierno.

El guarnicionero sacudió la cabeza.

—Esta ciudad está llena de albañiles. ¿Por qué habría de emplear un forastero?

—Bueno —dijo Tom dando media vuelta—. Que Dios sea contigo.

—Así lo espero —dijo el guarnicionero.

—Un tipo con muy malos modos —farfulló Agnes a Tom mientras se alejaban.

Aquella calle les condujo hasta un mercado instalado en la plaza. Allí, en un mar de barro de medio acre, los campesinos de alrededores intercambiaban lo poco que podía haberles sobrado de carne o grano, leche o huevos, por aquellas otras cosas que necesitaban y que ellos mismos no podían hacer: ollas, rejas de arado, cuerdas y sal. Por lo general, los mercados eran de un gran colorido y más bien ruidosos. Se regateaba mucho en tono cordial, existía una rivalidad simulada entre los propietarios de los puestos contiguos, bollos baratos para los niños, en ocasiones un juglar o un grupo de titiriteros, muchas prostitutas pintarrajeadas y quizás un soldado lisiado contando historias de desiertos orientales y hordas sarracenas enloquecidas. Quienes habían hecho un buen trato caían con frecuencia en tentación de celebrarlo y se gastaban sus beneficios en buena cerveza de tal manera que, hacia mediodía, el ambiente estaba muy caldeado. Otros perdían el dinero a los dados y siempre acababan en pendencias. Sin embargo, en la mañana de aquel día lluvioso, con cosecha del año vendida o almacenada, el mercado estaba tranquilo. Los campesinos empapados por la lluvia y taciturnos hacían tratos con dueños de puestos muertos de frío, deseando todo el mundo estar de nuevo en casa junto a un buen fuego.

La familia de Tom iba abriéndose paso a través del gentío, haciendo caso omiso de los ofrecimientos que con escaso entusiasmo hacían el salchichero y el afilador.

Casi habían llegado al otro extremo de la plaza del mercado cuando Tom vio a su cerdo.

Al principio se quedó tan sorprendido que no daba crédito a ojos.

—Tom, mira —le siseó Agnes y entonces se dio cuenta de que ella también lo había visto.

No cabía la menor duda. Conocía a aquel cerdo tan bien como a Alfred o a Martha. Lo llevaba sujeto con mano experta un hombre con la tez arrebatada y la inmensa circunferencia de quien come toda la carne que necesita y luego repite. Sin duda alguna un carnicero.

Tanto Tom como Agnes se pararon en seco y se quedaron mirándole.

Como le impedían el paso, el hombre no pudo evitar darse cuenta de su presencia.

—¿Qué pasa? —preguntó desconcertado por sus miradas e impaciente por seguir adelante.

Fue Martha quien rompió el silencio.

—¡Ese cerdo es nuestro! —exclamó excitada.

—Así es —rubricó Tom mirando de frente al carnicero

Por un instante la expresión del hombre se hizo furtiva y Tom comprendió que sabía que el cerdo era robado.

—Acabo de pagar cincuenta peniques por él y eso lo convierte en mi cerdo —dijo pese a todo.

—Nadie a quien hayas dado tu dinero era el propietario así que no podía venderlo. Sin duda ese ha sido el motivo de que te lo dejara tan barato ¿A quién se lo compraste?

—A un campesino.

—¿A uno que conoces?

—No. Pero escúchame. Soy el carnicero de la guarnición. No puedo ir pidiendo a todos los granjeros que me venden un cerdo o una vaca que me presenten a doce hombres que juren que el animal es suyo y que puede venderlo.

El hombre se apartó para seguir su camino, pero Tom le detuvo cogiéndole del brazo. Por un instante el hombre pareció enfadarse pero luego se dio cuenta de que si se enzarzaba en una riña tal vez tuviera que soltar al cerdo y que si alguno de la familia de Tom lograba cogerlo se encontraría en desventaja y sería entonces él quien había de demostrar la propiedad.

—Si quieres hacer una acusación ve al sheriff —dijo conteniéndose.

Tom desechó la idea. No tenía prueba alguna.

—¿Qué aspecto tenía el hombre que te vendió mi cerdo? —preguntó en su lugar.

El carnicero puso una expresión taimada.

—El de cualquiera —dijo.

—¿Mantenía la boca oculta?

—Sí, ahora que lo pienso.

—Era un proscrito disimulando una mutilación —dijo Tom con amargura—. Supongo que no pensaste en eso.

—¡Está lloviendo a cántaros! —protestó el carnicero— ¡Todo el mundo se está poniendo a cubierto!

—Sólo quiero que me digas cuánto hace que os separasteis.

—Ahora mismo.

—¿Y adónde se dirigía?

—Supongo que a una cervecería.

—Para gastarse mi dinero —dijo Tom irritado—. Bueno, vete. Es posible que algún día te roben a ti y entonces desearás que no haya tanta gente dispuesta a comprar gangas sin hacer antes preguntas.

El carnicero parecía enfadado y vaciló como si quisiera darle réplica. Pero se lo pensó mejor y se marchó.

—¿Por qué le has dejado que se fuera? —preguntó Agnes.

—Porque a él le conocen aquí y a mí no —replicó Tom—. Si pelease con él, el culpable sería yo. Y como el cerdo no lleva mi nombre escrito en el culo, ¿quién puede decir si es mío o no?

—Pero todos nuestros ahorros.

—A lo mejor aún podemos hacernos con el dinero del cerdo —dijo Tom—. Cálmate y déjame pensar —La disputa con el carnicero le había puesto de mal humor y desahogaba su frustración con Agnes—. En alguna parte de esta ciudad hay un hombre sin labios y con cincuenta peniques de plata en su bolsillo. Todo cuanto hemos de hacer es encontrarle y quitarle el dinero.

—Claro —afirmó Agnes resuelta.

—Tú vuelve por el camino que hemos venido. Llégate hasta el recinto de la catedral. Yo me pondré en marcha y llegaré a la catedral desde la otra dirección. Entonces volveremos por la calle siguiendo así con todas. Si no está en las calles estará en alguna cervecería. Cuando lo veas quédate cerca de él y envía a Martha para avisar. Alfred vendrá conmigo. Haz lo posible para que él no te descubra.

—No te preocupes —dijo Agnes implacable—. Necesito ese dinero para dar de comer a mis hijos.

—Eres una leona, Agnes —dijo Tom poniéndole la mano en el brazo y sonriéndole.

Ella se le quedó mirando a los ojos un instante y de pronto se puso de puntillas y le besó en la boca, brevemente aunque con intensidad. Luego dio media vuelta y desandó el camino a través de la plaza del mercado con Martha a la zaga. Tom la observó mientras se perdía de vista sintiéndose preocupado por ella pese a su valor. Luego, acompañado de Alfred, tomó la dirección contraria.

El ladrón creería que estaba completamente a salvo. Claro, cuando robó el cerdo Tom se dirigía a Winchester. El ladrón se ha ido en dirección opuesta para vender el cerdo en Salisbury. Entonces aquella mujer proscrita, Ellen, había dicho a Tom que estaban reconstruyendo la catedral de Salisbury, por lo que él había cambiado de planes, tropezando sin pensarlo con el ladrón. Sin duda el hombre pensaba que nunca volvería a ver a Tom, lo que le daba a éste la oportunidad de cogerle por sorpresa.

Tom caminaba lentamente por la embarrada calle, intentando aparentar indiferencia al mirar a través de las puertas abiertas. Quería seguir pasando inadvertido, porque el episodio podía terminar de forma violenta y no quería que la gente recordara a un albañil alto escudriñando por la ciudad. La mayoría de las casas eran chamizos corrientes de madera, barro y barda, con el suelo recubierto de paja, una chimenea en el centro y algunos muebles de confección casera.

Un barril y algunos bancos la convertían en cervecería. Una cama en el rincón con una cortina para aislarla anunciaba que había prostituta. Y un ruidoso gentío alrededor de una sola mesa significaba una partida de dados.

Una mujer con los labios manchados de rojo le mostró los pechos y Tom, sacudiendo la cabeza, pasó presuroso de largo. En su fuero interno le intrigaba la idea de hacerlo con una extraña, en pleno día y pagando, pero en toda su vida jamás lo había intentado.

Pensó de nuevo en Ellen, la mujer proscrita; también algo en ella le intrigaba. Tenía un poderoso atractivo, pero aquellos ojos hundidos e intensos le intimidaban. La invitación de la prostituta le había resultado algo molesta durante unos momentos, pero aún no se había disipado el hechizo de Ellen, y sintió un repentino y loco deseo de volver corriendo al bosque, para buscarla y caer sobre ella.

Llegó hasta el recinto de la catedral sin encontrar al proscrito. Miró a los fontaneros clavando las chapas de plomo en el tejado triangular de madera sobre la nave. Todavía no habían empezado a cubrir los tejados inclinados de las naves laterales de la iglesia y aún era posible ver los medios arcos de apoyo que conectaban el borde exterior del pasillo con el muro principal de la nave, apuntalando la mitad superior de la iglesia. Se los mostró a Alfred.

—Sin esos apoyos, el muro de la nave se curvaría hacia fuera y se doblaría a causa del peso de las bóvedas de piedra en el interior —le explicó—. ¿Ves cómo los medios arcos se alinean con los contrafuertes en el muro de la nave? También se alinean con los pilares del arco de la nave en el interior. Y las ventanas de la nave lateral se alinean con los arcos de la arcada. Los fuertes se alinean con los fuertes y los débiles con los débiles

Alfred parecía confundido y molesto. Tom suspiró. Vio a Agnes aparecer por el lado opuesto y sus pensamientos se centraron de nuevo en el problema inmediato. La capucha de Agnes le ocultaba el rostro, pero Tom la reconoció por su paso decidido y seguro. Campesinos de hombros anchos se apartaban para dejarla pasar. Si llegara a darse de manos a boca con el proscrito y hubiera pelea, las fuerzas estarían muy igualadas, se dijo implacable.

—¿Le has visto? —le preguntó Agnes

—No. Y es evidente que tú tampoco —Tom esperaba que el ladrón no hubiera abandonado todavía la ciudad. Estaba convencido de que no se iría sin gastarse algunos peniques. El dinero de nada le servía en el bosque.

Agnes estaba pensando lo mismo.

—Está aquí, en alguna parte. Sigamos buscando.

—Volveremos por otras calles y nos encontraremos otra vez en la plaza del mercado.

Tom y Alfred volvieron sobre sus pasos a través del recinto y salieron por el pórtico. La lluvia ya les estaba empapando las capas.

Tom pensó por un momento en una jarra de cerveza y un bol de carne de buey junto al fuego de una cervecería. Luego recordó lo mucho que había trabajado para comprar el cerdo y vio de nuevo al hombre sin labios descargar su palo sobre la cabeza inocente de Martha. Su fuga le hizo entrar en calor.

Resultaba difícil buscar de manera sistemática, ya que el desorden imperaba en el trazado de las calles. Se extendían de aquí para allá siguiendo los lugares en los que la gente había construido casas. Había infinidad de esquinas y de callejones sin salida. La única calle recta era la que iba desde la puerta del este hasta el puente levadizo del castillo. Había empezado ya a buscar por los alrededores, acercándose en zigzag a la muralla de la ciudad y de nuevo al interior.

Aquellos eran los barrios más pobres, con la mayoría de las casas en ruinas, las cervecerías más ruinosas y las prostitutas más viejas. El linde de la ciudad descendía desde el centro de tal manera que los desechos de los barrios más opulentos eran desalojados calle abajo para instalarse al pie de las murallas. Algo semejante parecía ocurrir con la gente ya que en aquel barrio había más lisiados y mendigos y niños hambrientos, mujeres con señales de golpes y borrachos impenitentes.

Sin embargo al hombre sin labios no se le veía por ninguna parte.

Por dos veces, Tom avistó a un hombre de constitución y aspecto semejantes, pero al mirarle más de cerca pudo ver que el rostro del hombre era normal.

Terminó su búsqueda en la plaza del mercado. Allí encontró a Agnes que le esperaba impaciente con el cuerpo tenso y los ojos brillantes.

—¡Lo he encontrado! —exclamó.

Tom se sintió presa de excitación aunque también aprensivo.

—¿Dónde?

—Entró en una pollería de allá abajo, junto a la puerta del Este.

—Llévame hasta allí.

Dieron la vuelta al castillo hasta el puente levadizo, bajaron por la calle recta hasta la puerta del Este y luego entraron en un laberinto de callejas debajo de las murallas. Al cabo de un momento Tom vio la pollería. Ni siquiera era una casa. Tan sólo un tejado inclinado sustentado por cuatro pilastras, adosado a la muralla de la ciudad, con un gran fuego en la parte trasera en el que se asaba un cordero ensartado en un espetón y borboteaba un caldero. Era casi mediodía y aquel pequeño lugar estaba lleno de gente, hombres en su mayoría. El olor de la carne activó los jugos gástricos de Tom. Escudriñó entre la gente, temeroso de que el proscrito se hubiera ido durante el tiempo que habían necesitado para llegar allí. Divisó de inmediato al hombre, sentado en un taburete, algo apartado de la gente, comiendo con una cuchara el estofado de un bol, sujetándose la bufanda delante de la cara para ocultar la boca.

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