Había soltado el pico pero aún tenía en la mano el martillo. Rodó por el suelo, y luego se incorporó sobre una rodilla. Pudo ver que eran dos. El de la gorra verde y un hombre calvo con una enmarañada barba blanca. Corrieron hacia Tom. Tom se hizo a un lado y atacó con el martillo al de la gorra verde
El hombre lo esquivó, pero la enorme cabeza de hierro le alcanzó en el hombro haciéndole lanzar un alarido de dolor. Se dejó caer al suelo sujetándose el brazo como si lo tuviera roto. No tenía tiempo de levantar nuevamente el martillo para asestar otro golpe demoledor antes de que el hombre calvo le atacara a su vez, de manera que descargó el martillo contra la cara del hombre.
Los dos hombres huyeron, atentos sólo a sus heridas. Tom se dio cuenta que ya no tenían arrestos. Dio media vuelta. El ladrón seguía huyendo por el sendero. Tom reanudó la persecución, haciendo caso omiso del dolor que sentía en el pecho. Pero apenas había corrido unas cuantas yardas cuando oyó una voz familiar que gritaba a su espalda.
Alfred.
Se detuvo, volviéndose a mirar.
Alfred estaba peleando con los dos hombres, con los puños y los pies. Golpeó tres o cuatro veces en la cabeza al de la gorra verde y luego asestó varios puntapiés en las espinillas al hombre calvo. Pero los dos hombres le cercaron de tal manera que Alfred ya no podía golpear y dar puntapiés con la fuerza suficiente. Tom vaciló entre seguir tras el cerdo o rescatar a su hijo. Pero entonces el calvo puso la zancadilla a Alfred y al caer al suelo el muchacho los dos hombres se lanzaron sobre él moliéndole a golpes la cara y el cuerpo.
Tom corrió hacia ellos. Se lanzó a la carga contra el calvo, arrojándole de una embestida a los matorrales y luego, volviéndose, atacó martillo en ristre al de la gorra verde. El hombre, que ya había sentido los efectos de aquel martillo y que seguía sin poder utilizar más que un brazo, esquivó el primer ataque y luego dio media vuelta y corrió hacia los matorrales en busca de protección antes de que Tom iniciara otro ataque.
Tom se volvió y vio alejarse al hombre calvo por el sendero. Luego miró en dirección contraria. El ladrón con el cerdo había desaparecido de la vista. Masculló un juramento. Aquel cerdo representaba la mitad de cuanto había ahorrado durante el verano. Se sentó jadeante en el suelo.
—¡Hemos vencido a los tres! —exclamó excitado Alfred.
Tom le miró.
—Sí, pero tienen nuestro cerdo —dijo.
Habían comprado aquel cerdo en primavera, en cuanto hubieron ahorrado suficientes peniques, y lo habían estado engordando durante todo el verano. Un cerdo bien cebado podía venderse por sesenta peniques. Con algunas coles y un saco de grano podía alimentar durante todo el invierno a una familia, y además podían hacerse par de zapatos de cuero y una o dos bolsas. Su pérdida era una catástrofe.
Tom miró con envidia a Alfred, que ya se había recuperado de la persecución y de la pelea y que esperaba impaciente.
Qué lejos quedaban aquellos tiempos
—pensó Tom—,
en que yo era capaz de correr como el viento sin sentir apenas los latidos del corazón. Precisamente cuando tenía su misma edad hace veinte años. Veinte años parecía que fuese ayer.
Se puso en pie.
Pasó el brazo sobre los anchos hombros de Alfred mientras desandaban lo recorrido por el sendero. El muchacho todavía era un palmo más bajo que su padre, aunque pronto le alcanzaría e incluso podría pasarle.
Espero que también le crezca el entendimiento,
pensó Tom.
—Cualquier imbécil puede tomar parte en una pelea, pero el hombre prudente sabe mantenerse lejos de ellas —dijo. Alfred le dirigió una mirada vacía. Salieron del sendero, cruzaron el trecho pantanoso y empezaron a subir por la ladera, siguiendo en sentido inverso el rastro que había dejado el ladrón. Mientras se abrían paso por el bosquecillo de abedules, Tom pensó en Martha y una vez más sintió que le hervía la sangre. El proscrito la había golpeado sin necesidad, ya que no representaba amenaza alguna para él.
Tom apretó el paso y un momento después salieron al camino. Martha permanecía tumbada en el mismo lugar, sin que la hubieran movido. Tenía los ojos cerrados y la sangre empezaba a secarse en el pelo. Agnes estaba arrodillada junto a ella, y sorprendentemente había también otra mujer y un muchacho. Se le ocurrió pensar que no era tan extraño que a primera hora de aquel día se hubiera sentido observado, ya que el parecer por el bosque pululaba mucha gente.
Tom se inclinó poniendo la mano de nuevo sobre el pecho de Martha.
Respiraba con normalidad.
—Pronto despertará —dijo la desconocida con tono autoritario—. Luego vomitará y después estará bien.
Tom la miró con curiosidad. Estaba arrodillada junto a Martha.
Era joven, quizá tuviera una docena de años menos que Tom. Su túnica corta, de cuero, descubría unas esbeltas y morenas piernas.
Tenía la cara bonita, y el pelo castaño oscuro le nacía en la frente formando un pico de viuda. Tom sintió el aguijón del deseo. Entonces ella levantó la vista para mirarle y le sobresaltó. Tenía unos ojos intensos, muy separados, de un desusado color de miel dorada oscura que daban a todo su rostro un aspecto mágico. Tuvo la certeza de que ella sabía lo que él había estado pensando.
Apartó la mirada de la mujer para disimular su turbación y se encontró con los ojos de Agnes, parecía resentida.
—¿Dónde está el cerdo? —preguntó.
—Nos encontramos con otros dos proscritos —dijo Tom.
—Les sacudimos bien, pero el del cerdo se largó —añadió Alfred.
Agnes tenía una expresión severa, pero no dijo una palabra más.
—Podemos llevar a la niña a la sombra si lo hacemos con cuidado —dijo la desconocida al tiempo que se ponía en pie.
Tom se dio cuenta de que era pequeña, al menos un pie más baja que él. Se inclinó y cogió con sumo cuidado a Martha. Casi no sentía el peso del cuerpo de la niña. Avanzó unos cuantos pasos por el camino y la depositó sobre la hierba, a la sombra de un viejo roble.
Seguía sin sentido.
Alfred estaba recogiendo las herramientas que habían quedado desperdigadas por el camino durante la pelea. El niño que acompañaba a la desconocida le miraba con ojos muy asombrados y la boca abierta, sin decir palabra. Tendría unos tres años menos que Alfred y era un muchacho de aspecto peculiar, observó Tom, sin nada de la belleza sensual de su madre. Tenía la tez muy pálida, el pelo de un rojo anaranjado y los ojos azules, ligeramente saltones. Tom se dijo que tenía la mirada estúpidamente alerta de un zoquete, el tipo de chico que, o bien moría joven, o sobrevivía para convertirse en el tonto del pueblo. Alfred se sentía visiblemente incómodo bajo su mirada.
Mientras Tom les observaba, el niño cogió la sierra de las manos de Alfred, sin decir nada, y la examinó como si se tratara de algo asombroso. Alfred, asombrado ante aquella descortesía, se la quitó a su vez y el muchacho la soltó con indiferencia.
—¡Compórtate como es debido, Jack! —le dijo su madre. Parecía incómoda.
Tom la miró. El muchacho no se parecía en absoluto a ella.
—¿Eres su madre? —le preguntó Tom.
—Sí. Me llamo Ellen.
—¿Dónde está tu marido?
—Está muerto.
Tom se quedó sorprendido.
—¿Viajas sola? —preguntó con tono incrédulo. El bosque resultaba ya bastante peligroso para un hombre como él. A una mujer sola apenas le cabría la esperanza de sobrevivir.
—No estamos viajando —dijo Ellen—. Vivimos en el bosque.
Tom se sobresaltó.
—Quieres decir que sois... —Calló, no queriendo ofenderla.
—Proscritos —dijo ella—. ¿Pensabas que todos los proscritos eran como ese Faramond Openmouth que te ha robado el cerdo?
—Sí —asintió Tom, aunque lo que hubiera querido decir era
Jamás pensé que un proscrito pudiera ser una mujer hermosa
. Incapaz de contener su curiosidad preguntó—: ¿Qué crimen cometiste?
—Maldije a un sacerdote —repuso ella apartando la mirada.
A Tom no le pareció que aquello pudiera ser un delito, pero quizá aquel sacerdote tuviera un gran poder o fuera muy quisquilloso. O tal vez Ellen no quisiera contar la verdad.
Miró a Martha. Poco después la niña abrió los ojos. Parecía confusa y algo asustada. Agnes se arrodilló junto a ella.
—Estás a salvo —le dijo—. No pasa nada.
Martha se incorporó y vomitó. Agnes la mantuvo abrazada e hizo que se le calmaron los espasmos. Tom se sentía impresionado. Había resultado cierta la predicción de Ellen. También había dicho que Martha se encontraría perfectamente bien y al parecer también eso se cumplía. Se sintió aliviado y quedó algo sorprendido ante la intensidad de su propia emoción.
—No soportaría perder a mi pequeña —dijo. Y hubo de contener las lágrimas. Se dio cuenta de que Ellen miraba comprensiva y una vez más tuvo la impresión de que aquellos ojos de un dorado extraño podían leer hasta el fondo de su corazón.
Arrancó una ramita de roble, la despojó de sus hojas y limpió con ella la carita de Martha que seguía estando pálida.
—Necesita descansar —dijo Ellen—. Dejadla echada el tiempo que un hombre recorre tres millas.
Tom miró el sol. Todavía quedaba mucha luz del día. Se acomodó para esperar. Agnes mecía suavemente a Martha en sus brazos. Jack dirigía su atención a Martha y la miraba con la misma estúpida intensidad. Tom quería saber más cosas sobre Ellen. Se preguntó si la podría persuadir para que le contara su historia. No quería que se fuera.
—¿Cómo ocurrió todo? —preguntó con vaguedad.
Ellen volvió a mirarle a los ojos y luego empezó a hablar.
Su padre había sido un caballero, les dijo. Un hombre grande, fuerte y violento que quería hijos con quienes poder cabalgar, cazar, luchar, compañeros con quienes beber y que fueran con él de juerga por las noches. Pero sobre esta cuestión fue el hombre más infortunado que pudo existir ya que su mujer le obsequió con Ellen y luego murió. Y cuando volvió a casarse, su segunda mujer resultó estéril.
Acabó por aborrecer a la madrastra de Ellen y finalmente la envió lejos. Debió de ser un hombre cruel pero a Ellen no se lo parecía. Lo adoraba y compartía su antipatía por su segunda mujer. Cuando su madrastra se fue, Ellen se quedó con su padre y fue creciendo en una casa donde casi todos eran hombres. Se cortó el pelo, llevaba una daga y aprendió a no jugar con gatitos ni a preocuparse por los perros ciegos. Cuando tenía la edad de Martha solía escupir al suelo, comer corazones de manzana y dar fuertes patadas en el vientre de un caballo para hacerle aspirar con fuerza y así poder apretarle más la cincha. Sabía que a todos los hombres que no formaban parte de la pandilla de su padre los llamaban chupapollas y a todas las mujeres que no iban con ellos las llamaban putas, aunque no estaba segura de lo que aquellos insultos significaban en realidad ni tampoco le importaba demasiado.
Mientras escuchaba su voz en el blando aire de una tarde otoñal, Tom cerró los ojos y se la imaginó como una chiquilla de pecho liso y cara sucia, sentada a la larga mesa, con los brutales camaradas de su padre bebiendo cerveza fuerte, eructando y entonando canciones sobre batallas, rapiñas y violaciones, caballos, castillos y vírgenes, hasta quedar dormida con su pequeña y trasquilada cabeza sobre la áspera madera.
Si hubiera seguido teniendo su pecho liso, su vida hubiera sido feliz. Pero llegó el día en que los hombres la miraban de forma distinta. Ya no lanzaban risas estentóreas cuando les decía:
Quitaos de mi camino si no queréis que os arranque los cojones y se los dé de comer a los cerdos.
Algunos se la quedaban mirando cuando se quitaba su túnica de lana y se echaba a dormir con su larga camisola de lino. Cuando hacían sus necesidades en el bosque se volvían de espaldas a ella, cosa que nunca hicieron hasta entonces.
Cierto día vio a su padre conversando seriamente con el párroco, acontecimiento realmente inusitado. Y ambos la miraban como si estuvieran hablando de ella. A la mañana siguiente su padre le dijo:
Vete con Henry y Everard y haz lo que te digan.
Luego la besó en la frente. Ellen se preguntó qué le ocurriría. ¿Acaso se volvía blando con la edad? Montó a horcajadas su corcel gris, ya que siempre se había negado a cabalgar el palafrén propio de las damas o el pony de los niños, y se puso en marcha con los dos hombres de armas.
La llevaron a un convento y allí la dejaron.
Por todo aquel lugar sonaron los juramentos obscenos de Ellen cuando los dos hombres emprendieron la marcha de regreso. Apuñaló a la abadesa y recorrió a pie todo el camino de vuelta hasta la casa de su padre. Él la envió de nuevo al convento, atada de pies y manos y sujeta a la montura de un asno. La tuvieron recluida en la celda de castigo hasta que la abadesa se recuperó de las heridas. Hacía frío y humedad y estaba tan negro como la noche, y aunque había agua para beber no tenía nada de comer. Cuando la dejaron salir huyó de nuevo a casa. Su padre volvió a enviarla al convento y en esa ocasión la azotaron antes de meterla en la celda.
Ni que decir tiene que finalmente lograron rendirla y vistió el hábito de novicia, acató las reglas y aprendió las oraciones aunque en el fondo de su corazón aborreciera a las monjas, despreciara a los santos, y en un principio no creyera todo cuanto le dijeran sobre Dios. Pero aprendió a leer y escribir, dominó la música, los números y el dibujo e incorporó el latín al francés y al inglés que ya hablaba en casa de su padre.
En definitiva, la vida en el convento no era tan mala. Se trataba una comunidad únicamente femenina con sus reglas y rituales peculiares, y aquello era exactamente a lo que ella estaba acostumbrada.
Todas las monjas tenían que hacer algún trabajo físico, y a Ellen pronto se la destinó a trabajar con los caballos. No pasó mucho tiempo antes de que tuviera a su cargo los establos.
La pobreza jamás la preocupó. La obediencia no le fue fácil pero finalmente la logró. La tercera regla, la castidad, nunca llegó a molestarle demasiado aunque de vez en cuando, y sólo por fastidiar a la abadesa, descubría a alguna de las otras novicias los placeres de...
Llegado a ese punto, Agnes interrumpió el relato de Ellen y llevó consigo a Martha en busca de un arroyo donde limpiarle la cara y lavarle la túnica. Para protegerse se llevó también a Alfred, aunque aseguró que se quedaría cerca. Jack se levantó dispuesto a seguirla pero Agnes le dijo con firmeza que no lo hiciera, y el muchacho pareció entenderla porque volvió a sentarse. Tom se dio cuenta de que Agnes había logrado llevarse a sus hijos para que no siguieran oyendo aquella historia indecente e impía, al tiempo que le dejaba a él vigilado.