—¿Cómo te encuentras? —le preguntó.
—Con frío —contestó ella.
—Acércate más al fuego —le indicó Tom al tiempo que se quitaba la capa y la extendía sobre el suelo, a un paso de distancia del fuego
Tom la levantó sin esfuerzo y la dejó sobre la capa con suavidad.
Se arrodilló junto a ella. La túnica de lana que Agnes llevaba debajo de su propia capa estaba abotonada de arriba a abajo. Tom le desabrochó dos botones e introdujo la mano. Agnes lanzó una leve exclamación.
—¿Te duele? —preguntó él sorprendido y preocupado.
—No —repuso ella con una leve sonrisa—. Tienes las manos frías.
Palpó la forma de su vientre. Lo tenía más abultado y puntiagudo que la noche anterior, cuando los dos durmieron juntos sobre la paja del suelo en la cabaña de un campesino. Tom apretó algo más tanteando la forma del niño por nacer. Encontró un extremo del cuerpo exactamente debajo del ombligo de Agnes pero no lograba localizar el otro extremo.
—Puedo palpar su trasero, pero no la cabeza —dijo.
—Eso es porque va de camino —le aseguró ella.
La cubrió, remetiéndole la capa por debajo. Tenía que hacer rápidamente los preparativos. Miró a los niños. Martha se sorbía las lágrimas. Alfred parecía asustado. Sería buena cosa darles algo en qué ocuparse.
—Coge la olla y llévala junto al arroyo, Alfred. Límpiala y vuélvela a traer llena de agua fresca. Y tú, Martha, coge algunos juncos y hazme dos trozos de cordel, cada uno de ellos lo bastante grande para una gargantilla. Venga, aprisa. Para cuando amanezca tendréis otro hermano o hermana.
Cada uno se fue por su lado. Tom sacó su cuchillo de comer y una piedra pequeña y dura y empezó a afilar la hoja. Agnes volvió a quejarse. Tom dejó el cuchillo y le cogió la mano.
Así había permanecido sentado junto a ella cuando nacieron los otros; Alfred, luego Matilda que murió a los dos años, y Martha. Y el hijo que nació muerto, un niño al que Tom, en secreto, pensaba ponerle el nombre de Harold. Pero en cada ocasión siempre había habido alguien más, dando seguridad y confianza; para Alfred, la madre de Agnes, para Matilda y Harold, una partera de la aldea, y para Martha nada menos que la dama del señorío. Esta vez tendría que hacerlo solo, aunque sin mostrar su inquietud. Debía hacer que Agnes se sintiera contenta y confiada.
Pasado el espasmo, Agnes se tranquilizó.
—¿Recuerdas cuando nació Martha y Lady Isabella hizo de partera? —le preguntó Tom.
Agnes sonrió.
—Estabas construyendo una capilla para el señor y le pediste que enviara a la doncella a la aldea en busca de la partera.
—Y ella dijo
¿Esa vieja bruja borracha? No la dejaría traer al mundo a una camada de perros lobos
. Y nos llevó a su propia cama y Lord Robert no pudo acostarse hasta que hubo nacido Martha.
—Era una buena mujer.
—No hay muchas damas como ella.
Alfred volvió con la olla llena de agua fría. Tom la colocó cerca del fuego, aunque no lo bastante cerca para que hirviera. Así tendrían agua templada. Agnes buscó debajo de su capa y sacó una pequeña bolsa de lino conteniendo trapos limpios que llevaba preparados.
Martha también regresó con las manos llenas de juncos y se sentó en el suelo para trenzarlos.
—¿Para qué necesitas cordeles? —preguntó.
—Para algo muy importante, ya verás —dijo Tom— Hazlos bien.
Alfred parecía inquieto e incómodo.
—Vete a buscar más leña —le dijo Tom—. Hagamos una buena hoguera.
El muchacho se alejó, contento por tener algo que hacer.
El rostro de Agnes se tensó con el esfuerzo al empezar de nuevo, por sacar un niño de su vientre, emitiendo un ruido semejante a un árbol crujiendo bajo la galerna. Tom se dio cuenta que el esfuerzo estaba acabando con sus últimas reservas de energía. Deseaba de todo corazón haber podido soportarlo en su lugar por darle a ella algo de alivio. Finalmente pareció que se calmaba el dolor y Tom volvió a respirar algo más tranquilo. Daba la impresión de que Agnes dormitaba.
Alfred volvió con una brazada de leña pequeña.
Agnes volvió a espabilarse.
—Tengo mucho frío —dijo.
—Echa leña al fuego, Alfred. Y tú, Martha, túmbate junto a madre y procura que esté caliente —dijo Tom.
Ambos obedecieron con expresión inquieta. Agnes rodeó con brazos a Martha, manteniéndola apretada contra sí. Tenía escalofríos.
Tom estaba tremendamente preocupado. El fuego ardía con fuerza y crepitaba, pero el aire era cada vez más frío. Podía llegar a ser uno que matara al bebé con su primer aliento. No era desconocido que los niños nacieran al aire libre, de hecho solía ocurrir durante la temporada de la recolección, cuando todo el mundo estaba ocupado, y las mujeres trabajaban hasta el último minuto. Pero entonces la tierra estaba seca, la hierba verde y el aire fragante; jamás se ha sabido de una mujer que diera a luz al aire libre en invierno.
Agnes se incorporó, apoyándose en un codo, y abrió más las piernas.
—¿Qué pasa? —preguntó Tom asustado.
Agnes estaba haciendo un esfuerzo demasiado fuerte para poder contestar.
—Alfred, arrodíllate detrás de tu madre y deja que se apoye contra ti —dijo Tom.
Cuando Alfred se encontró en posición, Tom abrió la capa de Agnes y desabrochó la falda de su vestido. Arrodillándose entre las piernas de ella pudo ver que la abertura del alumbramiento empezaba a dilatarse.
—Ya no falta mucho, cariño —murmuró, esforzándose por afirmar la voz, temblorosa por el temor.
Agnes volvió a tranquilizarse, cerrando los ojos y descargando todo su peso sobre Alfred. La abertura pareció contraerse algo. En el bosque reinaba el silencio, salvo por el crepitar de la gran hoguera. De repente, Tom pensó en cómo había alumbrado Ellen, la proscrita, sola en el bosque. Debió de ser terrorífico; había dicho que tenía miedo de que llegara un lobo mientras se encontraba indefensa, y robara al bebé recién nacido. Según se decía, este año los lobos se mostraban más audaces que de costumbre, pero seguramente no atacarían a un grupo de cuatro personas.
Agnes volvió a ponerse tensa y nuevas gotas de sudor brillaron en su rostro contraído.
Ya estamos
, pensó Tom. Estaba asustado. Vio abrirse de nuevo la abertura y ahora ya podía distinguir a la luz del fuego el pelo negro y húmedo de la cabeza del bebé, que aparecía por ella. Pensó en rezar pero ya no había tiempo. Agnes empezó a respirar con jadeos breves y rápidos. La abertura siguió ensanchándose hasta un punto que parecía imposible, y en seguida empezó a salir la cabeza boca abajo. Un instante después Tom vio las orejas arrugadas, pegadas a cada lado de la cabeza del bebé, y luego los pliegues de la piel del cuello. Aún no podía ver si el niño era normal.
—Tiene la cabeza fuera —dijo, aunque naturalmente Agnes ya lo sabía porque podía sentirlo. Volvió a tranquilizarse. El bebé se volvió lentamente de manera que Tom le pudo ver los ojos y la boca cerrados, húmedos por la sangre y los fluidos viscosos del vientre.
—¡Ah! ¡Mirad qué carita! —gritó Martha.
Agnes la oyó y sonrió levemente. Luego empezó de nuevo con los esfuerzos. Tom, inclinándose hacia delante entre los muslos de ella, sujetó con la mano izquierda la pequeña cabeza mientras iban saliendo los hombros, primero uno y luego el otro. A continuación salió precipitadamente el resto del cuerpo y Tom puso la mano derecha debajo de las caderas del bebé para sostenerlo, mientras sus diminutas piernas salían al frío mundo.
La abertura de Agnes empezó a cerrarse inmediatamente alrededor del palpitante cordón azul que salía del ombligo del niño.
Tom levantó en alto al bebé y lo examinó ansioso. Había mucha sangre y al principio temió que algo había ido terriblemente mal, pero al examinarlo de cerca no pudo ver ninguna herida. Miró entre las piernas. Era un chico.
—¡Es horrible! —dijo Martha.
—Es perfecto —aseguró Tom, y sintió que las piernas le flaqueaban por el alivio—. Un chico perfecto.
El niño abrió la boca y se echó a llorar.
Tom miró a Agnes. Sus ojos se encontraron y ambos sonrieron.
Tom mantuvo apretado contra su pecho al diminuto bebé.
—Saca un bol de agua de la olla, Martha. —La niña se levantó de un salto para hacer lo que le decían—. ¿Dónde están esos paños, Agnes?
Agnes señaló la bolsa de hilo que estaba en el suelo junto a su hombro. Alfred se la alargó a Tom. Corrían las lágrimas por la cara del muchacho. Era la primera vez que había visto nacer a un niño.
Tom humedeció un trapo en el bol de agua caliente y limpió con delicadeza la sangre y las mucosidades de la cara del niño. Agnes se desabrochó la parte delantera de la túnica y Tom puso al niño en sus brazos. Mientras le miraba el cordón azul que iba del vientre del niño a la ingle de Agnes, dejó de palpitar y se encogió, poniéndose blanco.
—Dame esos dos cordeles que has hecho. Ahora veras para qué eran — dijo Tom a Martha. La niña le dio los dos largos de juncos trenzados. Tom los ató los dos alrededor del cordón umbilical, apretando con fuerza los nudos. Luego con el cuchillo cortó el cordón entre los nudos.
Luego se echó hacia atrás, permaneciendo en cuclillas. Lo habían logrado. Lo peor había pasado y el bebé estaba bien. Se sentía orgulloso.
Agnes movió al niño para poner su carita sobre su pecho. La diminuta boca encontró el pezón bien desarrollado, dejó de llorar y empezó a chupar.
—¿Cómo sabe que ha de hacer eso? —preguntó Martha asombrada.
—Es un misterio —le aseguró Tom. Luego, alargándole el bol, añadió—: Tráele a tu madre un poco de agua fresca para beber.
—¡Ah! Sí —dijo Agnes agradecida, como si acabara de darse cuenta de que se sentía desesperadamente sedienta. Martha le llevó el agua; Agnes bebió hasta la última gota—. Está estupenda —dijo—. Gracias.
Miró al niño que seguía mamando y luego a Tom.
—Eres un buen hombre —dijo con voz queda—. Te quiero.
Tom sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Sonrió a Agnes y luego bajó la mirada. Se dio cuenta de que seguía sangrando mucho. El arrugado cordón umbilical, que todavía seguía sangrando lentamente, había caído en un charco de sangre sobre la capa de Tom, entre las piernas de ella.
Levantó de nuevo la vista. El bebé había dejado de mamar y se había quedado dormido. Agnes lo arropó en su capa y cerró los ojos.
—¿Esperas algo? —preguntó Martha al cabo de un momento.
Tom respondió.
—Las secundinas.
—¿Y eso qué es?
—Ya lo verás.
Madre e hijo dormitaron durante un rato, y luego Agnes abrió los ojos. Sus músculos se tensaron, la abertura se dilató ligeramente y apareció la placenta. Tom la cogió y se quedó mirándola. Era como algo sobre el mostrador de un carnicero. Al mirarla con mayor atención vio que parecía rota, como si le faltara un trozo. Pero nunca había visto ninguna tan de cerca después de un alumbramiento; suponía que siempre serian así, porque siempre debían desgajarse del vientre. La arrojó al fuego. Al quemarse hizo un olor extremadamente desagradable, pero si la hubiera tirado al bosque hubiera podido atraer a zorros, e incluso a algún lobo.
Agnes seguía sangrando. Tom recordaba que con las secundinas siempre había cierto derramamiento de sangre, pero no recordaba que fuera tan abundante. Se dio cuenta de que la crisis no había llegado a su fin. Por un instante se sintió mareado a causa de la tensión y la falta de comida. Pero en seguida se recuperó.
—Todavía sangras un poco —dijo a Agnes, tratando de disimular la preocupación que sentía.
—Pronto terminará —dijo ella—. Tápame.
Tom le abrochó la falda y luego le envolvió la capa alrededor de las piernas.
—¿Puedo descansar ahora? —preguntó Alfred.
Aún seguía arrodillado detrás de Agnes, sosteniéndola. Debía de estar entumecido de permanecer tanto tiempo en la misma postura.
—Me pondré yo —dijo Tom.
Agnes estaría más cómoda con el bebé si pudiera mantenerse incorporada a medias
, pensó. Y además, un cuerpo detrás de ella le mantendría la espalda caliente y la protegería del viento. Cambió de sitio con Alfred. Éste se quejó dolorido al estirar sus piernas. Tom rodeó con los brazos a Agnes y al niño.
—¿Cómo te sientes? —le preguntó.
—Cansada.
El recién nacido empezó a llorar. Agnes lo colocó de forma que le encontrara el pezón. Mientras mamaba, ella parecía dormida.
Tom estaba inquieto. El cansancio era normal, pero lo que le preocupaba era aquella especie de letargo que padecía Agnes. Estaba demasiado débil.
El bebé se quedó dormido y poco después los otros dos niños; Martha acurrucada junto a Agnes y Alfred tumbado junto a la parte más alejada de la hoguera. Tom mantenía abrazada a Agnes, acariciándola con ternura. De vez en cuando le daba un beso en la cabeza.
Sintió relajarse el cuerpo de ella al sumirse en un sueño cada vez más profundo. Llegó a la conclusión de que probablemente sería lo mejor para ella. Le tocó la mejilla; tenía la tez pegajosa de humedad pese a sus esfuerzos por mantenerla caliente. Metió la mano por debajo de la capa de ella y tocó el pecho del pequeño. El niño estaba caliente y el corazón le latía con fuerza. Tom sonrió. Un bebé vigoroso, se dijo, un superviviente.
Agnes se movió ligeramente.
—¿Tom?
—Dime.
—¿Recuerdas la noche que fui a tu vivienda, cuando estabas trabajando en la iglesia de mi padre?
—Pues claro —contestó él dándole unas palmaditas—. ¿Cómo podría olvidarlo?
—Nunca lamenté haberme entregado a ti. Nunca, ni por un solo momento. Me siento tan contenta cada vez que pienso en aquella noche...
Estaba muy contento de saberlo.
Se quedó un rato adormilada. Luego habló de nuevo.
—Espero que construyas tu catedral —dijo.
Le sorprendió aquello.
—Creí que estabas en contra de ello.
—Sí, pero estaba equivocada. Te mereces algo hermoso.
Tom no comprendía lo que ella quería decir.
—Construye una hermosa catedral para mí —siguió diciéndole Agnes. No parecía estar en sus cabales. Tom se alegró de que volviera a dormirse, pero esta vez su cuerpo parecía completamente fláccido y la cabeza caída a un lado. Tom hubo de sujetar al niño para evitar que cayera de su pecho.
Permanecieron así durante bastante tiempo. Finalmente el bebé despertó de nuevo y empezó a llorar. Agnes no reaccionó. El llanto despertó a Alfred que dio media vuelta rodando y miró a su hermano recién nacido.