Philip estaba a punto de preguntar
¿por qué no?
, cuando lo comprendió. No había mujeres en muchas millas.
Pero Johnny había resuelto ya el problema, como pudo comprobar Philip. Johnny se sentó en el taburete con el bebé en su regazo. Tenía en la mano una toalla con una de sus esquinas retorcida en espiral; sumergió la esquina en un balde de leche, dejando que se empapara bien y luego la acercó a la boca del niño. Éste la abrió, chupó la toalla y tragó.
A Philip le entraron ganas de aplaudirle.
—Eso ha sido muy inteligente por tu parte, Johnny —dijo sorprendido.
Johnny sonrió.
—Ya lo había hecho antes, cuando una cabra murió antes de destetar a su cabrito —dijo orgulloso.
Todos los monjes observaban atentos mientras Johnny repetía la sencilla operación de empapar la punta de la toalla y dejar que el recién nacido la chupara. Philip observó divertido que al aplicar la toalla a la boca del niño, algunos monjes abrieron la suya con movimiento reflejo. Era una manera lenta de alimentar al bebé, aunque sin duda alguna alimentar bebés era un asunto lento.
Peter de Wareham, que había sucumbido a la fascinación general ante el bebé y que durante un rato se había olvidado de mostrarse crítico sobre algo, se recuperó por fin y dijo.
—Lo más fácil sería encontrar a la madre del niño.
—Lo dudo —dijo Francis— Probablemente la madre no estará casada y por tanto será culpable de trasgresión moral. Me imagino que será joven. Quizás haya logrado mantener el embarazo en secreto y al acercarse el momento del alumbramiento se vino al bosque, encendió un fuego y dio a luz sola. Luego abandonó al niño a los lobos y se fue por donde había venido. Se asegurará de que no puedan encontrarla.
El bebé se había quedado dormido. Siguiendo un impulso Philip se lo cogió a Johnny. Lo mantuvo apretado contra su pecho sujetándolo con una mano y meciéndolo.
—¡Pobre criatura! —dijo.
Se sintió invadido por el ansia de proteger y cuidar del niño. Se dio cuenta de que los monjes le miraban atónitos ante su repentino alarde de ternura. Naturalmente, nunca le habían visto acariciar a nadie, ya que en el monasterio estaba estrictamente prohibido cualquier tipo de efusión física. Era evidente que le creían incapaz de semejante gesto. Bueno, se dijo, ahora ya saben la verdad.
—Entonces tendremos que llevar el niño a Winchester y tratar de encontrarle una madre adoptiva —dijo Peter de Fareham de nuevo.
Si aquello lo hubiera dicho cualquier otro, quizás Philip no se hubiera mostrado tan rápido en contradecirle. Pero había sido Peter. Philip habló presuroso, y a partir de entonces su vida nunca volvió a ser la misma.
—No vamos a dárselo a una madre adoptiva —afirmó con decisión—. Este niño es un don de Dios —Miró a todos en derredor. Los monjes le miraban a su vez, con los ojos muy abiertos, pendientes de sus palabras—. Nosotros cuidaremos de él —siguió diciendo—. Le alimentaremos, le enseñaremos y le conduciremos por los caminos del Señor. Luego, cuando sea hombre, se hará monje, y entonces se lo devolveremos a Dios.
Se hizo un maravillado silencio.
Entonces intervino de nuevo Peter.
—Eso es imposible, ¡los monjes no pueden criar un bebé! —exclamó con voz airada.
Philip se encontró con la mirada de su hermano y ambos sonrieron, rememorando tiempos pasados. Cuando Philip habló de nuevo, el tono de su voz estaba cargado con el peso del pasado.
—¿Imposible? No, Peter. Estoy seguro de que puede hacerse y también lo está mi hermano. Lo sabemos por experiencia, ¿verdad, Francis?
El día que Philip consideraba ahora como el último, su padre regresó herido a casa. Philip fue el primero en verle, cabalgando sobre el serpenteante sendero de la ladera de la colina hacia la aldehuela, en el montañoso Gales del norte. Como siempre, Philip, que por entonces tenía seis años, corrió a su encuentro. Pero esta vez su padre no lo subió al caballo, delante de él. Cabalgaba lentamente, desplomado sobre la silla sujetando las riendas con la mano derecha mientras el brazo izquierdo le colgaba inerte. Tenía la cara pálida y la ropa manchada de sangre. Philip se sentía intrigado y atemorizado a un tiempo, ya que nunca había visto a su padre mostrar debilidad.
—Vete a buscar a tu madre —le dijo.
Cuando le hubieron llevado a casa, su madre le cortó la camisa. Philip quedó horrorizado al ver a su madre, siempre tan ahorradora, estropear expresamente una ropa tan buena. Aquello le impresionó más que la sangre.
—No te preocupes por mí —había dicho su padre, pero su vozarrón habitual se había debilitado hasta no ser más que un murmullo y nadie le hizo caso, otro hecho asombroso ya que su palabra era ley—. Déjame y llévate a todos al monasterio. Pronto estarán aquí los malditos ingleses.
En lo alto de la colina había un monasterio con una iglesia, pero Philip no alcanzaba a comprender por qué habrían de ir allí, cuando ni siquiera era domingo.
—Si sigues perdiendo sangre no podrás ir a ninguna parte. Nunca —le dijo ella. Pero tía Gwen dijo que daría la alarma y salió de la habitación.
Años más tarde, cuando pensaba en los acontecimientos que siguieron, Philip comprendió que en aquel momento nadie se había acordado de él ni de Francis, su hermano de cuatro años, y que nadie pensó tampoco en conducirles al monasterio, donde estarían seguros.
La gente pensaba en sus propios hijos y dieron por sentado que Philip y Francis estaban bien porque se encontraban con sus padres. Pero el padre se estaba desangrando hasta morir y la madre intentaba salvarle y así fue cómo los ingleses les sorprendieron a los cuatro.
Durante la corta experiencia de Philip nada le había preparado para la aparición de dos hombres de armas que abrieron la puerta de un puntapié y entraron en la casa de una sola habitación. En otras circunstancias no hubieran resultado aterradores porque eran el tipo de adolescentes grandes y desmañados que se burlaban de las viejas, maltrataban a los judíos y a medianoche se liaban a puñetazos fuera de las cervecerías. Pero en aquellos momentos, y Philip lo comprendió años después cuando finalmente fue capaz de pensar de manera objetiva sobre aquel día, los dos jóvenes estaban sedientos de sangre; habían participado en una batalla; habían oído los gritos agónicos de los hombres y visto morir a sus amigos y literalmente habían estado muertos de miedo. Pero habían ganado la batalla y sobrevivido, y ahora perseguían con saña a sus enemigos. Y nada podría satisfacerles tanto como más sangre, más gritos, más heridas y más muerte.
Todo ello estaba escrito en sus caras crispadas al irrumpir en la habitación como zorros en un gallinero.
Actuaron con gran rapidez, pero Philip no olvidaría nunca cada movimiento, como si todo ello hubiera durado mucho tiempo. Los dos hombres llevaban armadura ligera, tan sólo una túnica corta de malla y un casco de cuero con bandas de hierro. Ambos llevaban las armas en las manos. Uno de ellos era feo, con una gran nariz corva y bizquera mostrando los dientes con una espantosa mueca simiesca.
El otro tenía una barba exuberante, manchada de sangre, sin duda de algún otro, pues no parecía estar herido. Los dos hombres recorrieron con la mirada la habitación sin detenerse. Sus ojos, calculadores e implacables dieron de lado a Philip y Francis; observaron la presencia de la madre y se clavaron en el padre. Casi estuvieron junto a él antes de que nadie pudiera moverse.
La madre había estado inclinada sobre él atándole un vendaje en el brazo izquierdo. Se enderezó volviéndose hacia los intrusos con los ojos centelleantes de valor desesperado. El padre se puso en pie de un salto y se llevó la mano derecha a la empuñadura de la espada. Philip lanzó un grito de terror.
El hombre feo levantó su espada y la descargó por la empuñadura sobre la cabeza de la madre. Luego la empujó a un lado sin clavarle la espada, probablemente porque no quería arriesgarse a que la hoja quedara atascada en un cuerpo mientras el hombre siguiera estando vivo. Philip imaginó todo aquello años más tarde. En aquel momento se limitó a correr hacia su madre sin comprender que ella ya no podía protegerle. Ella dio un traspiés, aturdida, y el hombre feo pasó junto a ella, alzando de nuevo su espada. Philip se aferró a las faldas de su madre mientras ella se tambaleaba, pero el niño no pudo dejar de mirar a su padre.
Éste sacó el arma de la vaina y la alzó con un movimiento defensivo. El hombre feo descargó la suya y las hojas sonaron como una campana. Al igual que todos los niños pequeños, Phil pensaba que su padre era invencible. Fue entonces cuando supo la verdad. El padre estaba débil por la pérdida de sangre. Al encontrarse las dos espadas la suya cayó y el atacante alzó la suya ligeramente y atacó rápido de nuevo. Descargó el golpe donde los grandes músculos del cuello de padre se unían a los anchos hombros. Philip empezó a chillar al ver la afilada hoja hundirse en el cuerpo de su padre. El hombre feo impulsó de nuevo el brazo para otro ataque y hundió la punta de su espada en el vientre del padre.
Philip miró a su madre paralizado por el terror. Sus ojos se encontraron con los de ella en el preciso momento en que el otro hombre, el barbudo, la golpeaba. Cayó al suelo junto a Philip, sangrando de una herida en la cabeza. El hombre barbudo cogió entonces la espada por el otro extremo, dándole la vuelta de manera que apuntara hacia abajo y sujetándola con las dos manos. Luego la alzó mucho, como si estuviera a punto de clavársela a sí mismo, y la descargó con fuerza. Hubo un espantoso crujido de hueso roto al atravesar la punta el pecho de la madre. La hoja se hundió profundamente, tan hondo —observó Philip, incluso estando bajo el influjo de un terror ciego e histérico—, que debió de haberle atravesado la espalda clavándola al suelo como si de un clavo se tratara.
Philip miró de nuevo desesperado a su padre. Le vio derrumbarse hacia delante sobre la espada del hombre feo, vomitando gran cantidad de sangre. Su atacante retrocedió y tiró de la espada, intentando sacarla del cuerpo. El padre avanzó otro paso vacilante, sin apartarse de él. El hombre feo lanzó un grito furioso y removió la espada en el vientre. Finalmente logró sacarla. Al caer al suelo, su padre se llevó la mano al vientre desgarrado como intentando tapar la inmensa herida abierta. Philip siempre había creído que lo que la gente tenía dentro del cuerpo era más o menos sólido, y se sintió confundido y con náuseas a la vista de los desagradables tubos y órganos que salían de su padre. El atacante levantó muy en alto la espada, con la punta hacia abajo, sobre el cuerpo del padre, como había hecho el hombre barbudo sobre la madre, y descargó de la misma manera el golpe final.
Los dos ingleses se miraron y de repente Philip vio el alivio reflejado en sus rostros. Ambos se volvieron a mirarles, a él y a Francis. Uno hizo un movimiento afirmativo con la cabeza y el otro se encogió de hombros. Y Philip comprendió que iban a matarles a él y a su hermano abriéndoles de arriba abajo con aquellas afiladas espadas, y cuando comprendió lo mucho que le iba a doler, se sintió invadido por el terror hasta el punto de que pareció que la cabeza iba a estallarle.
El hombre con sangre en la barba se adelantó rápido y cogió a Francis por un tobillo. Lo mantuvo en el aire cabeza abajo mientras el chiquillo chillaba, llamando a su madre sin comprender que estaba muerta. El hombre feo retiró su espada del cuerpo del padre y puso el brazo en posición, dispuesto a atravesar el corazón de Francis con su arma.
Aquella acción no llegó a tener lugar. Resonó una voz de mando y los dos hombres se quedaron inmóviles. Callaron los gritos y Philip se dio cuenta que era él quien los había estado dando. Miró hacia la puerta y vio al abad Peter, con su hábito de tejido casero, con la ira de Dios en la mirada, llevando en la mano una cruz de madera a modo de espada.
Cuando en sus pesadillas Philip revivía aquel día y se despertaba sudando y gritando en la oscuridad, siempre era capaz de calmarse y de dormirse de nuevo, evocando en su mente aquel cuadro final y la forma en que los gritos y las heridas habían sido dominados por el hombre desarmado que llevaba sólo la cruz.
El abad Peter habló de nuevo. Philip no llegó a entender el lenguaje que utilizó, naturalmente fue el inglés, pero su significado era claro, ya que los dos hombres parecieron avergonzados y el barbudo dejó a Francis con cuidado en el suelo. Sin dejar de hablar, el monje entró tranquilamente en la habitación. Los hombres de armas retrocedieron un paso, casi como si les inspirara temor... a ellos, con sus espadas y armaduras mientras él sólo llevaba un hábito de lana y una cruz. Les dio la espalda con un gesto de desprecio y se puso en cuclillas para hablar a Philip. Su tono era práctico.
—¿Cómo te llamas?
—Philip.
—Ah, sí, ya recuerdo. ¿Y tu hermano?
—Francis.
—Está bien. —El abad miró a los cuerpos ensangrentados caídos sobre el suelo de tierra—. Ésta es tu madre, ¿verdad?
—Sí. —sintió el pánico de nuevo al señalar el cuerpo mutilado de su padre—: ¡Y ése es mi papá!
—Ya lo sé —dijo el monje con voz tranquilizadora—. No debes de seguir gritando; sólo tienes que contestar a mis preguntas. ¿Te das cuenta de que están muertos?
—No lo sé —repuso Philip tristemente. Sabía que eso se decía cuando morían los animales, pero ¿cómo podía sucederle a mamá y a papá?
—Es como quedarse dormido —dijo el abad Peter.
—¡Pero tienen los ojos abiertos! — gritó Philip.
—Chiss. Entonces lo mejor será que se los cerremos.
—Sí —asintió Philip. Tenía la sensación de que aquello solucionaría algo.
El abad Peter se puso en pie, cogió de la mano a Philip y Francis y los condujo atravesando la habitación junto al cuerpo de su padre.
Arrodillándose, cogió a Philip la mano derecha.
—Te enseñaré cómo —le dijo. Dirigió la mano de Philip hacia la cara de su padre, pero de repente Philip tuvo miedo de tocarle porque el cuerpo parecía muy extraño, pálido, inerte y horriblemente herido.
Apartó violentamente la mano. Luego miró con ansiedad al abad Peter, un hombre al que nadie desobedecía, pero el abad no parecía enfadado con él.
—Vamos —dijo cariñosamente volviendo a coger la mano de Philip. Esta vez no se resistió. Sujetando el dedo índice de Philip con el suyo y el pulgar, el abad hizo que el pequeño lo pusiera sobre el párpado de su padre y se lo bajara hasta cubrir aquella espantosa mirada fija; luego, el abad soltó la mano de Philip y le dijo—: Ciérrale el otro ojo. —Ya sin ayuda, Philip alargó la mano, puso el dedo sobre el párpado de su padre y se lo cerró. Luego se sintió mejor.