—¿Cerraremos también los de vuestra mamá? —preguntó el abad Peter.
—Sí.
Se arrodillaron junto al cuerpo de su madre. El abad le limpió la sangre de la cara con su manga.
—¿Y Francis? —preguntó Philip.
—Quizá también quiera ayudar —dijo el abad.
—Haz lo mismo que yo, Francis —dijo Philip a su hermano—. Cierra los ojos de mamá como yo he cerrado los de papá para que pueda dormir.
—¿Están durmiendo? —preguntó Francis.
—No, pero es como si durmieran —dijo Philip con autoridad.
—Entonces, bueno —dijo Francis y alargó una mano regordeta sin vacilar y con todo cuidado cerró los ojos de su madre.
Luego el abad los levantó, uno en cada brazo, y sin una mirada a los hombres de armas los sacó de la casa subiendo el empinado sendero de la ladera hasta el santuario del monasterio.
Les dio de comer en la cocina del monasterio. Luego, para que no estuvieran ociosos y se abandonaran a sus pensamientos, les dijo que ayudaran al cocinero a preparar la cena de los monjes. Al día siguiente les llevó a ver los cuerpos de sus padres ya lavados y vestidos, con las heridas limpias y en parte disimuladas, yaciendo en dos ataúdes, uno junto a otro, colocados en la nave de la iglesia. También allí se encontraban algunos de sus parientes, ya que no todos los aldeanos habían logrado llegar al monasterio a tiempo para escapar del ejército invasor. Cuando Philip se echó a llorar, Francis también lo hizo.
Alguien intentó hacerles callar.
—Dejadles llorar —dijo el abad Peter.
Sólo después de aquello, cuando su corazón había llegado al convencimiento de que sus padres se habían ido de verdad y nunca más regresarían, les habló al fin de su futuro.
Entre sus parientes no había una sola familia que no hubiera sufrido alguna pérdida. En todos los casos el padre o la madre habían resultado muertos. No había quien se ocupara de los muchachos. Sólo quedaban dos opciones: podían ser entregados o incluso vendidos a un labrador, que les haría trabajar como esclavos hasta que fueran lo bastante mayores y fuertes para escaparse, o podían ser entregados a Dios.
No era raro que los chiquillos entraran en un monasterio. La edad habitual era alrededor de los once años y el límite inferior alrededor de los cinco, ya que los monjes no estaban preparados para ocuparse de los infantes. A veces los muchachos eran huérfanos, otras veces acababan de perder a uno de los padres, y en ocasiones sus padres tenían demasiados hijos. Habitualmente la familia solía entregar al monasterio un importante donativo junto con el niño. Una granja, una iglesia o incluso toda una aldea. En caso de absoluta pobreza podía prescindirse del donativo. Sin embargo, el padre de Philip había dejado una modesta granja en una colina, así que los muchachos no dependían de la caridad. El abad Peter propuso que el monasterio tomara a su cargo a los niños y la granja, y los parientes supervivientes se mostraron de acuerdo. El trato fue temporalmente suspendido aunque no anulado de manera permanente por el ejército invasor del rey Henry, que había matado al padre de Philip.
El abad sabía mucho de dolor, pero pese a toda su sabiduría no estaba preparado para lo que ocurriera con Philip. Al cabo de un año más o menos, cuando la pena parecía haber pasado y los dos muchachos se habían adaptado a la vida del monasterio, Philip se vio poseído por una especie de ira implacable. Las condiciones en la comunidad de la colina no eran tan malas como para justificar semejante ira: tenían comida, ropa, un fuego en el dormitorio durante el invierno, e incluso algo de cariño y afecto. Tenían también una disciplina estricta y los tediosos rituales para lograr orden y estabilidad. Pero Philip empezó a comportarse como si hubiera sido injustamente encarcelado. Desobedecía los mandatos, subvertía las órdenes de los dignatarios monásticos a la primera oportunidad, robaba comida, rompía huevos, soltaba a los caballos, se burlaba de los inválidos e insultaba a los mayores. La única ofensa que no cometió fue la de sacrilegio, y por ello el abad le perdonaba cualquier otra cosa. Finalmente lo superó. Unas Navidades echó la vista atrás, consideró los doce meses transcurridos y se dio cuenta de que en todo el año no había pasado una sola noche en la celda de castigo.
No existía un solo motivo para su reincorporación a la normalidad. Probablemente le sirvió de ayuda el hecho de interesarse por sus lecciones. Le fascinaba la teoría matemática de la música, e incluso la forma en que se conjugaban los verbos latinos tenía una cierta lógica satisfactoria. Le habían dado como trabajo el ayudar al intendente, el monje encargado de proveer a las necesidades del monasterio, desde sandalias a semillas, y ello también impulsó su interés. Empezó a sentirse ligado al hermano John por una admiración hacia el héroe. Era un monje joven, apuesto y musculoso, que parecía el epítome del saber, la santidad, la prudencia y la amabilidad.
Tal vez por imitar a John o por propia inclinación, o quizás por ambas circunstancias, empezó a encontrar una especie de consuelo en los turnos diarios de oración y servicios. Y así entró en la adolescencia con la organización del monasterio en la mente y las sagradas armonías en los oídos.
En sus estudios, tanto Philip como Francis iban muy por delante de cualesquiera de los muchachos de su edad que conocían, pero estaban convencidos de que ello se debía a que vivían en el monasterio y su educación había sido más intensiva. Llegados a ese punto alcanzaron a comprender que eran excepcionales. Incluso cuando empezaron a recibir enseñanzas en la pequeña escuela y a recibir lecciones del propio abad, en lugar del pedante maestro novicio, pensaron que iban por delante debido tan sólo a sus tempranos comienzos.
Al considerar retrospectivamente su juventud, a Philip le parecía que había sido una breve edad de oro que había transcurrido durante un año, o quizá menos, entre el fin de su rebeldía y la furiosa embestida de la lujuria carnal. Y entonces llegó la angustiosa época de los pensamientos impuros, de las poluciones nocturnas, de las sesiones terriblemente embarazosas con su confesor —que era el propio abad—, de las infinitas penitencias y de la mortificación de la carne con disciplinas.
Nunca dejó de atormentarle completamente la lujuria, pero finalmente llegó a ser menos importante, y sólo le importunaba de vez en cuando, en las raras ocasiones en que su cuerpo y su mente estaban ociosos, como la vieja herida que todavía sigue doliendo con tiempo húmedo.
Francis había librado aquella misma batalla algo más tarde, aunque no había hecho confidencias a Philip sobre el tema. Éste tenía la impresión de que su hermano había luchado con menos ahínco contra los deseos impuros, y había aceptado sus derrotas con espíritu más bien alegre. Pero lo importante era que ambos habían hecho las paces con las pasiones, el más encarnizado enemigo de la vida monástica.
Al igual que Philip trabajaba con el intendente, Francis lo hacía con el prior, el suplente del abad Peter. Al morir el intendente Phil tenía veintiún años, y pese a su juventud se hizo cargo del trabajo.
Cuando Francis alcanzó los veintiún años, el abad propuso crear un nuevo puesto para él, el de sub-prior. Pero tal proposición fue la que precipitó la crisis. Francis suplicó que le dispensaran de esa responsabilidad y ya puestos en ello, pidió que le dejaran abandonar el monasterio. Quería ser ordenado sacerdote y servir a Dios en el mundo exterior.
Philip se mostró sorprendido y aterrado. Nunca se le había ocurrido pensar que alguno de los dos abandonara el monasterio, y en aquel momento la idea le resultaba tan desconcertante como si acabara de enterarse de que era el heredero del trono. Pero al cabo de muchos dimes y diretes acabó accediendo, y Francis salió al mundo para convertirse en capellán del conde de Gloucester.
Antes de que ello ocurriera, Philip había pensado en su futuro y lo había visto con toda claridad: sería monje, viviría una vida humilde y obediente y cuando fuera viejo quizás llegara a ser abad, esforzándose por vivir siguiendo el ejemplo dado por Peter. Y ahora se preguntaba si Dios no tendría otro destino para él. Recordaba la parábola de los talentos: Dios esperaba de sus servidores que extendieran su reino, no que se limitaran a conservarlo. Con cierta turbación hizo partícipe de sus pensamientos al abad Peter, perfectamente consciente de que se arriesgaba a recibir una reprimenda por dejarse llevar por el orgullo.
Por ello quedó sorprendido al conocer la respuesta del abad.
—Me preguntaba cuánto tiempo necesitarías para darte cuenta de ello. Ni que decir tiene que estás destinado a otra cosa. Nacido a la sombra de un monasterio, huérfano a los seis años, educado por monjes, nombrado intendente a los veintiún años... Dios no se toma tantas molestias en la formación de un hombre que va a pasar su vida en un pequeño monasterio en la desierta cima de la colina, en las remotas montañas de un reino. Aquí no hay campo de acción para ti. Debes abandonar este lugar.
Aquello dejó a Philip atónito, pero antes de separarse del abad se le ocurrió una pregunta que le espetó al instante:
—Si este monasterio es tan poco importante, ¿por qué Dios os puso a vos aquí?
El abad Peter sonrió.
—Quizá para que me ocupara de ti.
Aquel mismo año el abad fue a Canterbury para presentar sus respetos al arzobispo.
—Te he cedido al prior de Kingsbridge —dijo a Philip a su regreso.
Philip se sintió intimidado. El priorato de Kingsbridge era uno de los monasterios más grandes e importantes del país. Era un priorato catedralicio. Su iglesia era una catedral, la sede de un obispo, y éste era técnicamente el abad del monasterio, aunque de hecho estuviera gobernada por el prior.
—El prior James es un viejo amigo —dijo el abad Peter a Philip—. Estos últimos años ha estado muy desanimado. Ignoro el motivo. En cualquier caso, Kingsbridge necesita sangre nueva. James tiene dificultades sobre todo con una de sus celdas, un pequeño emplazamiento en el bosque, y necesita desesperadamente a un hombre de la más absoluta confianza para ocuparse de ella y enderezarla de nuevo por el sendero de la piedad.
—Así que voy a ser el prior de la celda... —dijo Philip sorprendido.
El abad asintió.
—Si estamos en lo cierto al creer que Dios te tiene reservado mucho trabajo, podemos confiar en que te ayudará a resolver cualquier problema que tenga la celda.
—¿Y si estamos equivocados?
—Siempre podrás volver aquí y ser mi cillerero. Pero no estamos equivocados, hijo mío. Ya lo verás.
Los adioses fueron lacrimosos. Había pasado allí diecisiete años y los monjes eran su familia, más real para él ahora que los padres, los que un día le habían arrancado de forma brutal. Probablemente no volvería a ver nunca más a aquellos monjes, y eso le entristecía.
Al principio se sintió deslumbrado por Kingsbridge. El monasterio amurallado era más grande que muchas aldeas; la iglesia catedral era una vasta y lóbrega caverna y la casa del prior un pequeño palacio. Pero una vez que se hubo acostumbrado a su enorme tamaño, pudo darse cuenta de las señales de desánimo que el abad Peter había observado en su viejo amigo, el prior. La iglesia necesitaba a todas luces reparaciones importantes, se rezaban apresuradamente las oraciones, se quebrantaban de forma constante las reglas del silencio y había demasiados sirvientes, más sirvientes que monjes. Philip superó rápidamente su deslumbramiento, que pronto se convirtió en ira. Hubiera querido agarrar por la garganta al prior James y decirle.
—¿Cómo os atrevéis a hacer esto? ¿Cómo os atrevéis a ofrecer a Dios oraciones apresuradas? ¿Cómo os atrevéis a permitir que los novicios jueguen a los dados y que los monjes tengan perros? ¿Cómo os atrevéis a vivir en un palacio rodeado de sirvientes mientras la Iglesia de Dios se está quedando en ruinas?
Como es de suponer, nada dijo de todo aquello. Tuvo una entrevista breve y protocolaria con el prior James, un hombre alto, delgado, de hombros encorvados, que parecía llevar sobre ellos todo el peso de los problemas del mundo. Luego habló con el sub-prior Remigius.
Al comienzo de la conversación Philip insinuó que, a su juicio, era posible que el priorato estuviera necesitado de algunos cambios, confiando en que su principal ayudante le respaldara de corazón. Pero Remigius miró despectivo a Philip como diciendo "¿Quién crees tú que eres?", y cambió de tema.
Remigius dijo que la celda de St-John-in-the-Forest había sido creada tres años antes, con algunas tierras y propiedades, y que a esas alturas ya debería mantenerse por sí misma, pero que de hecho seguía dependiendo para los suministros de la casa matriz. Y aún había otros problemas. Un diácono que había pasado la noche en ella había criticado la manera de conducir los servicios religiosos. Había viajeros que aseguraban que en aquella zona les habían robado los monjes. Había también rumores de impureza... El hecho de que Remigius fuera incapaz o se resistiera a dar detalles exactos era un indicio más de la forma indolente en que estaba gobernada toda la organización. Philip se alejó tembloroso de ira. Se suponía que un monasterio había de glorificar a Dios. Si fallaba en ello no era nada. El priorato de Kingsbridge era peor que nada. Escarnecía a Dios con su poltronería. Pero Philip no podía hacer nada al respecto. Lo más que podía esperar era la reforma de una de las celdas de Kingsbridge.
Durante la cabalgada de dos días hasta la celda en el bosque, había ido meditando sobre la escasa información que le habían dado, y consideró mientras rezaba la mejor manera de abordar los problemas. Llegó a la conclusión de que al principio debería mostrarse receptivo. Habitualmente eran los monjes quienes elegían al prior.
Pero en el caso de una celda, que en definitiva era una avanzada del monasterio principal, el prior de la casa matriz podía elegirlo, simplemente. De manera que al no haberse sometido Philip a la elección, ello significaba que no podría contar con la buena voluntad de los monjes. Tendría que ir abriéndose camino con cautela. Necesitaba una mayor información sobre los problemas que afligían a aquel lugar antes de decidir la mejor manera de resolverlos. Tenía que ganarse el respeto y confianza de los monjes, especialmente de aquellos que, siendo de más edad que él, se mostraran resentidos por su designación. Y una vez que hubiera completado su información y asegurado su liderazgo, se pondría en acción.
Pero la cosa no salió así.