Tom perdió la noción del tiempo. Sus círculos, cada vez más amplios, le llevaban de nuevo hasta el camino, aunque más adelante comprendió que hacía mucho tiempo que lo habían cruzado. En un momento preguntó cómo era posible que no hubieran dado con el hogar del guarda forestal. Tuvo la vaga idea de que había perdido la dirección, de que ya no estaban dando vueltas alrededor de la tumba, sino que habían estado vagando por el bosque a la buena de Dios. En realidad poco importaba, salvo el seguir buscando.
—Padre —dijo Alfred.
Tom le miró, irritado de que interrumpiera el curso de sus pensamientos. Alfred llevaba a Martha a sus espaldas, completamente dormida.
—¿Qué pasa? —dijo Tom.
—¿Podemos descansar? —le preguntó Alfred.
Tom vaciló. No quería detenerse, pero Alfred parecía a punto de derrumbarse.
—Bueno, pero no por mucho tiempo —advirtió reacio.
Se encontraban en una ladera. Al pie debía de haber algún arroyo. Estaba sediento; cogió a Martha de la espalda de Alfred y con ella en brazos bajó por la ladera. Tal como esperaba encontró un arroyo pequeño y claro con hielo en las orillas. Dejó a Martha en el suelo. La niña ni siquiera se despertó. Él y Alfred se arrodillaron y cogieron agua fresca con las manos.
Alfred se tumbó cerca de Martha y cerró los ojos. Tom miró en derredor. Estaban en un calvero alfombrado por hojas secas. Todos los árboles que les rodeaban eran bajos, robles vigorosos cuyas ramas se entrelazaban unas con otras. Tom atravesó el calvero, pensando en buscar al bebé por detrás de los árboles, pero al llegar al otro lado sintió que las piernas le flaqueaban y tuvo que sentarse bruscamente.
Ya era pleno día, pero estaba brumoso y no parecía hacer más calor que a medianoche. Temblaba de forma incontrolable. Se daba cuenta que había estado caminando vestido tan sólo con su túnica. Se preguntó qué había pasado con su capa, pero fue incapaz de recordarlo. Tal vez la bruma se estaba haciendo más densa o algo pasaba en los ojos, porque ya no podía ver a los niños al otro lado del calvero. Quiso levantarse e ir hacia ellos, pero algo no marchaba bien en sus piernas.
Al cabo de un rato un sol débil se abrió paso entre las nubes, y poco después llegó el ángel.
Atravesó el calvero desde el este vestido con una larga capa de invierno, de lana casi blanca. Tom lo vio acercarse sin sorpresa. Tampoco era capaz de sentir temor o asombro; con la misma mirada vacua carente de toda emoción vagaba por los macizos troncos de los robles que le rodeaban. Tenía el ovalado rostro enmarcado por abundante pelo oscuro y la capa le ocultaba los pies de manera que parecía estar deslizándose sobre las hojas secas. Se detuvo precisamente frente a él y los dorados ojos claros parecieron penetrarle hasta el alma y comprender su dolor.
A Tom le parecía familiar, como si hubiera visto una pintura de ese mismo ángel en alguna iglesia en la que hubiera entrado recientemente. Entonces se abrió la capa. Tenía el cuerpo de una mujer de veinticinco años, de piel blanca y pezones rosados. Tom siempre había dado por sentado que los cuerpos de los ángeles eran inmaculados, sin vello alguno, pero éste no era así.
Ella hincó una rodilla en el suelo, frente a él, donde se encontraba sentado junto al nogal. Se inclinó hacia él y le besó en la boca. Tom estaba demasiado aturdido por todos los sobresaltos anteriores para sorprenderse incluso de aquello. Ella le empujó suavemente hasta que quedó tumbado y luego, abriéndose la capa, se echó sobre él con el cuerpo desnudo contra el suyo. Tom sintió el ardor del cuerpo de ella a través de la ropa. En seguida dejó de temblar.
Ella le cogió la barbuda cara con ambas manos y volvió a besarle sedienta, como quien bebe agua fresca al cabo de un día largo y seco. Luego fue bajando las manos hasta las muñecas de él y le llevó las manos a los pechos. Tom los cogió como con un reflejo. Eran suaves y flexibles, y los pezones se endurecieron bajo las yemas de sus dedos.
En el fondo de su mente aleteaba la idea de que estaba muerto. No creía que el cielo fuera así, pero apenas le importaba. Hacía horas que había perdido sus facultades críticas. Y la escasa capacidad que le quedaba para pensar de manera racional se desvaneció y dejó que dominara su cuerpo. Trató de incorporarse, apretando su cuerpo contra el de ella, acumulando energía de su calor y desnudez. Ella abrió la boca, hundiendo la lengua en la suya, buscando su lengua.
Tom reaccionó ansioso.
Ella se apartó por un instante. Tom observó aturdido cómo se levantaba la falda de su túnica hasta la cintura y se montaba sobre él. La mujer clavó los ojos en los suyos, con aquella mirada que parecía verlo todo, al tiempo que se inclinaba sobre él. Hubo un instante angustioso cuando se tocaron sus cuerpos y ella pareció indecisa.
Luego sintió que la penetraba. La sensación fue tan apasionante que tuvo la impresión de que iba a estallar de placer. Ella movió las caderas sonriéndole y besándole el rostro.
Al cabo de un rato ella cerró los ojos y empezó a jadear. Tom comprendió que estaba perdiendo el control. La observó maravillosamente fascinado. Ella emitía pequeños gritos rítmicos, moviéndose cada vez más deprisa, y su éxtasis conmovió a Tom hasta lo más profundo de su alma herida de tal manera, que no sabía si quería sollozar de desesperación, gritar de alegría o reír histérico; y luego a ambos les sacudió una oleada de placer, como árboles bajo una galerna, una y otra vez. Al fin, se calmó su pasión, y ella se desplomó sobre su pecho.
Yacieron así durante mucho tiempo. El calor del cuerpo de ella lo mantenía caliente. Se sumergió en una especie de sueño ligero.
Parecía más corto y más semejante a una ensoñación que a un sueño verdadero, pero cuando abrió los ojos tenía la mente clara.
Miró a la hermosa joven que yacía sobre él y se dio cuenta instante de que no era un ángel sino Ellen, la proscrita, con la que se había encontrado en aquella parte del bosque el día que les robaron el cerdo. Ella le sintió moverse y abrió los ojos, mirándole con una expresión en la que se mezclaba el afecto y la ansiedad. Tom pensó de repente en sus hijos. Apartó suavemente a Ellen y se sentó. Alfred y Martha seguían tumbados sobre las hojas, envueltos en sus capas, con el sol sobre sus rostros dormidos. Entonces recordó horrorizado lo ocurrido durante la noche, que Agnes estaba muerta y que el recién nacido, ¡su hijo! había desaparecido. Se cubrió el rostro con las manos.
Ellen emitió un extraño silbido de dos tonos. Él levantó la cabeza. Surgió una figura del bosque, y Tom reconoció a Jack, el hijo tan peculiar de ella, con su tez extraordinariamente pálida, su pelo rojo, sus brillantes ojos verdes parecidos a los de un pájaro. Tom se levantó, arreglándose la indumentaria, y Ellen se puso en pie, ciñéndose la capa.
El muchacho llevaba algo en la mano. Se acercó a Tom y se lo mostró. Era la mitad de la capa en la que había envuelto al niño antes de depositarlo sobre la tumba de Agnes.
Tom miró al muchacho y luego a Ellen sin comprender.
—Tu hijo está vivo —dijo ella cogiéndole las manos y mirándole los ojos.
Tom no se atrevía a creerla. Sería algo demasiado hermoso, demasiado feliz para este mundo.
—No puede ser —dijo.
—Lo es.
Tom empezó a tener esperanzas.
—¿De veras? —dijo— ¿De veras?
Ella asintió con la cabeza.
—De veras. Te llevaré junto a él.
Tom se dio cuenta de que le decía la verdad. Se sintió invadido por una oleada de alivio y felicidad. Cayó de rodillas sobre la tierra y allí lloró como si se hubiera abierto una esclusa.
—Jack oyó llorar al bebé —le explicó Ellen—. Iba de camino hacia el río, en un lugar al norte de aquí donde se pueden matar patos con piedras si eres buen tirador. No sabía qué hacer y volvió corriendo a casa en mi busca. Pero mientras nos dirigíamos al lugar vimos a un sacerdote montando un palafrén y con el niño en brazos.
—He de encontrarlo... —dijo Tom.
—No temas —dijo Ellen—. Sé dónde está. Cogió por un sendero lateral muy cerca de la tumba. Es un pequeño camino que conduce a un pequeño monasterio oculto en el bosque.
—El niño necesita leche.
—Los monjes tienen cabras.
—Gracias a Dios —exclamó Tom con fervor.
—Te llevaré allí después de que comas algo. Pero... —frunció el entrecejo—. No hables todavía a tus hijos del monasterio.
Tom miró hacia el calvero. Alfred y Martha seguían durmiendo.
Jack se había acercado a ellos y los contemplaba con su mirada vacua.
—¿Por qué no?
—No estoy segura... Pero me parece que será más prudente esperar.
—Pero tu hijo se lo dirá.
Ellen negó con la cabeza.
—Él vio al sacerdote, pero no creo que se le haya ocurrido lo demás.
—Muy bien. —Tom se mostró solemne—. Si hubiera sabido que estabas por aquí cerca, quizás hubieras podido salvar a mi Agnes.
Ellen agitó la cabeza y el pelo oscuro le cayó sobre la cara.
—No hay nada que pueda hacerse salvo mantener a la mujer con calor, y eso ya lo hiciste. Cuando una mujer sangra por dentro, o se para la hemorragia y se pone mejor, o no se para y se muere. —A Tom se le llenaron los ojos de lágrimas, y Ellen dijo—: Lo siento.
Tom asintió sin decir nada.
—Pero los vivos han de ocuparse de los vivos y tú necesitas comida caliente y una nueva capa —dijo Ellen al tiempo que se ponía en pie.
Despertaron a los niños. Tom les dijo que el niño estaba bien, que Ellen y Jack habían visto un sacerdote con él en brazos, y que más tarde él y Ellen irían a buscar al sacerdote, pero que antes Ellen les daría de comer. Aceptaron tranquilamente las asombrosas noticias.
Nada en el mundo era ya capaz de asombrarles. Tom no estaba menos aturdido. La vida se estaba moviendo demasiado deprisa para que él pudiera asimilar todos los cambios. Era como encontrarse montado sobre un caballo desbocado. Todo ocurría con tanta rapidez, que no se tenía tiempo para reaccionar ante los acontecimientos, y todo cuanto podía hacer era resistir a pie firme e intentar conservar la cordura. Agnes había alumbrado con el aire frío de la noche; el bebé había nacido milagrosamente sano, y, de repente, Agnes, el alma gemela de Tom, se había desangrado entre sus brazos hasta morir, y él había perdido la cabeza. Había condenado al recién nacido dándole por muerto. Luego le habían buscado y habían fracasado. Y finalmente había aparecido Ellen, y Tom la había tomado por un ángel, habían hecho el amor como en un sueño, y ella le había dicho que el niño estaba vivo y bien. ¿Disminuiría su marcha la vida como para dejar reflexionar a Tom sobre todos aquellos terribles acontecimientos?
Se pusieron en marcha. Tom siempre había dado por sentado que los proscritos vivían en condiciones míseras y se preguntaba cómo sería su casa. Ellen les condujo en zigzag a través del bosque. No había senderos pero ella nunca vacilaba al atravesar arroyos, evitar las ramas bajas, superar una ciénaga helada, un montón de matorrales o el enorme tronco de un roble caído. Finalmente se dirigió hacia una espesura de zarzas y pareció desaparecer. Tom siguió tras ella; descubrió que contrariamente a su primera impresión había un angosto pasadizo que atravesaba tortuoso la espesura de zarzas. Siguió sus pasos. Las zarzas se cerraban sobre su cabeza y se encontró en una semi-oscuridad. Permaneció quieto esperando a que sus ojos se hicieran a la oscuridad. Poco a poco se dio cuenta de que se encontraba en una cueva.
El ambiente estaba caldeado. Delante de él ardía un fuego sobre un hogar de piedras planas. El humo subía directamente hacia arriba; debía de haber una chimenea natural en alguna parte. A cada lado de él había pieles de animales, una de lobo y otra de ciervo, sujetas a los muros de la cueva con estaquillas de madera. Del techo, sobre su cabeza, colgaba un anca de venado ahumado. Vio una caja de confección casera repleta de manzanas silvestres, balas de junco sobre anaqueles y juncos secos en el suelo. Al borde del fuego había una olla como en cualquier casa normal, y a juzgar por el olor contenía el tipo de potaje que todo el mundo comía: vegetales cocidos con huesos de carne y hierbas. Tom estaba asombrado. Era una casa más confortable que la de muchos siervos.
Al otro lado del fuego había dos colchones hechos con piel de ciervo y posiblemente rellenos con juncos; en la parte superior de cada uno había una piel de lobo, cuidadosamente enrollada. Seguramente Ellen y Jack dormían allí, con el fuego entre ellos y la entrada de la cueva. Al fondo de ésta había una magnífica colección de armas y pertrechos de caza. Un arco, algunas flechas, redes, trampas para los conejos, varias dagas de aspecto terrible, una lanza de madera con la punta cuidadosamente afilada y endurecida al fuego, y tres libros entre todos aquellos instrumentos primitivos. Tom se quedó pasmado. Nunca había visto libros en una casa, y menos aún en una cueva. Los libros pertenecían a las iglesias.
Jack cogió un bol de madera, lo sumergió en la olla y luego empezó a beber de él. Alfred y Martha le observaban hambrientos. Ellen dirigió a Tom una mirada de excusa.
—Jack, cuando hay forasteros debemos darles comida antes de cogerla nosotros —dijo a su hijo.
—¿Por qué? —El muchacho miraba desconcertado.
—Porque es un gesto cortés. Da potaje a los niños.
Aunque no quedó convencido, Jack obedeció a su madre.
Ellen dio un poco de sopa a Tom, que la bebió sentado en el suelo. Tenía gusto a carne y le reconfortó. Ellen echó una piel sobre sus hombros. Cuando se hubo bebido el caldo, pescó los vegetales y la carne con los dedos. Hacía semanas que no probaba la carne. Parecía de pato, cazado probablemente por Jack con piedras y un tirachinas.
Comieron hasta dejar la olla vacía. Luego Alfred y Martha se tumbaron sobre los juncos. Antes de quedarse dormidos, Tom les dijo que él y Ellen iban a buscar al sacerdote, y Ellen dijo a Jack que se quedara junto a ellos y que tuviera cuidado hasta que regresaran. Los dos niños asintieron exhaustos y cerraron los ojos.
Tom y Ellen salieron. Él llevaba sobre los hombros la piel que Ellen le había echado para que estuviera caliente. Tan pronto como hubieron salido de la espesura de las zarzas, Ellen se detuvo, acercó la cabeza de Tom a la suya y le besó en la boca.
—Te quiero —dijo apasionadamente—. Te quise desde el momento en que te vi. Siempre he querido un hombre que fuera fuerte y cariñoso y pensé que no existía nadie parecido. Luego te vi. Te deseé. Pero me di cuenta de que amabas a tu mujer. ¡Cómo la envidié, Dios mío! Siento que haya muerto, lo siento de veras, porque veo en tus ojos el dolor y todas las lágrimas que necesitas verter. Me destroza el corazón verte tan triste. Pero ahora que ella se ha ido, te quiero para mí.