Waleran no le escuchaba.
—Creí que había muerto —musitó. De súbito pareció recordar a Philip. Apartó los ojos de la mujer y miró a Philip, sobreponiéndose—. Presentad mis respetos al prior de Kingsbridge —dijo.
Luego dio una palmada en la grupa del caballo de Philip haciendo que el animal se lanzara al trote, atravesando la puerta. Cuando Philip hubo recogido las riendas y dominado al caballo se encontraba ya demasiado lejos para decir adiós.
Philip avistó Kingsbridge hacia el mediodía del día siguiente, tal como lo había previsto el arcediano Waleran. Emergió de una boscosa colina y contempló un paisaje de campos helados y muertos, animado sólo por el desnudo esqueleto de algún que otro árbol. No se veía alma viviente ya que en lo crudo del invierno no había trabajo en la tierra. A un par de millas de distancia a través de los fríos campos, la catedral de Kingsbridge se alzaba sobre un promontorio; un edificio inmenso y achaparrado semejante a una tumba sobre un túmulo funerario.
Philip siguió el camino hasta una depresión y Kingsbridge desapareció de la vista. Su tranquilo pony se abrió paso cuidadosamente a lo largo de los senderos helados. Iba pensando en el arcediano Waleran. Tenía tanto aplomo, seguridad en sí mismo, y capacidad, que a Philip le hacía sentirse joven y cándido, aunque la diferencia de edad entre ambos no fuera mucha. Waleran había controlado sin esfuerzo toda la entrevista. Se había librado amablemente de sus invitados, había escuchado atentamente la historia de Philip, descubriendo de inmediato el problema crucial de falta de pruebas y comprendiendo rápidamente que aquella línea de investigación era inútil, y luego se apresuró a que Philip siguiera su camino, sin garantía alguna de que se emprendería una acción, y de ello se daba cuenta en ese momento.
Philip sonrió tristemente al comprender cómo le había manipulado. Waleran ni siquiera le había dicho que transmitiría al obispo lo que Philip le había comunicado. Pero Philip confiaba en que la gran vena de ambición que había adivinado en Waleran garantizaría que la información sería utilizada de alguna forma. Incluso pensaba que tal vez éste se sintiera algo en deuda con él.
Y debido al hecho de que Waleran le había impresionado se mostraba tanto más intrigado por el único indicio de debilidad: su reacción ante la mujer de Tom Builder. A Philip ella le había parecido sombríamente peligrosa. Al parecer Waleran la había encontrado deseable, lo que en definitiva venía a ser lo mismo. Sin embargo, había algo más; Waleran debió conocerla antes porque dijo:
Creí que había muerto
. Daba la impresión de que hubiera pecado con ella en un pasado lejano. Ciertamente había algo de lo que debía sentirse culpable a juzgar por la forma en que se aseguró de que Philip no siguiera por allí y pudiera enterarse de más cosas.
Ni siquiera ese secreto culpable sirvió para menoscabar la opinión que Philip tenía de Waleran. Éste era un sacerdote, no un monje. La castidad había constituido siempre parte esencial del estilo de vida monástica, pero nunca le había sido impuesta a los sacerdotes. Los obispos tenían amantes y los párrocos, amas de llaves. Al igual que con la prohibición de pensamientos pecaminosos el celibato clerical era una ley demasiado dura para ser obedecida. Si Dios no pudiera perdonar a los sacerdotes lascivos habría muy poco clero en el cielo.
Al alcanzar Philip una nueva cima reapareció Kingsbridge. El paisaje estaba dominado por la poderosa iglesia, con sus arcos redondeados y sus pequeñas y hundidas ventanas, al igual que el monasterio dominaba la aldea. La parte oeste de la iglesia, frente a la cual se encontraba Philip, tenía dos achaparradas torres gemelas, una de las cuales había sido derribada por una tormenta hacía cuatro años. Aún no había sido reconstruida y la fachada parecía expresar un puro reproche. Aquel espectáculo provocaba siempre el enfado de Philip, ya que el montón de escombros en la entrada de la iglesia era un vergonzoso recordatorio del colapso de la rectitud monástica en el priorato. Los edificios del monasterio, construidos con la misma piedra caliza pálida, se alzaban en grupos próximos a la iglesia, como conspiradores alrededor de un trono. En el exterior del muro bajo que rodeaba al priorato había una serie de cabañas dispersas, construidas con troncos y barro, con tejados de barda, ocupadas por los campesinos que labraban los campos de los alrededores y los sirvientes que trabajaban en el monasterio para los monjes. Un río angosto e impaciente atravesaba presuroso la esquina suroeste de la aldea, llevando agua fresca al monasterio.
Philip empezó ya a sentir que se le revolvía la bilis al atravesar el río por un viejo puente de madera. El priorato de Kingsbridge era una vergüenza para la Iglesia de Dios y el movimiento monástico, pero Philip nada podía hacer al respecto. Y la ira y la impotencia le revolvían el estómago.
El priorato era el propietario del puente y cobraba pontazgo.
Mientras el maderamen crujía bajo el peso de Philip y su caballo, un monje de edad salía de un cobertizo que había en la orilla opuesta, acercándose a la rama de sauce que servía de barrera. Agitó la mano al reconocer a Philip. Éste se dio cuenta de que cojeaba.
—¿Qué te pasa en el pie, hermano Paul? —le preguntó.
—No es más que un sabañón. Se irá cuando llegue la primavera.
Philip pudo ver que en los pies sólo llevaba sandalias. Paul era un pájaro encallecido, pero también demasiado viejo para pasarse todo el día afuera con aquel tiempo.
—Debías tener un fuego —dijo Philip.
—Sería una bendición, pero el hermano Remigius dice que el fuego costaría más dinero del que da el pontazgo.
—¿Cuánto cobramos?
—Un penique por un caballo y un cuarto de penique por un hombre.
—¿Utiliza mucha gente el puente?
—Sí, sí. Mucha.
—Entonces ¿cómo es posible que no podamos permitirnos un fuego?
—Bueno, naturalmente los monjes no pagan ni los sirvientes del priorato ni los aldeanos, de manera que sólo queda algún caballero que vaya de viaje o un calderero, un día por otro. Luego, los días festivos, cuando la gente acude desde todas partes para asistir a los servicios en la catedral, recogemos montones de medios peniques.
—Soy del parecer que podríamos custodiar el puente solo los días festivos y dejar que tuvieras un fuego con los ingresos —dijo Philip.
Paul parecía preocupado.
—No digas nada a Remigius ¿quieres? Se disgustará si cree que me he estado quejando.
—No te preocupes —le dijo Philip.
Azuzó a su caballo para que Paul no pudiera ver la expresión de su rostro. Aquel tipo de estupidez le sacaba de quicio. Paul había dado su vida al servicio de Dios y del monasterio y cuando ya declinaba bajo el peso de los años tenía que soportar el dolor y el frío por uno y dos cuartos de penique al día. No sólo era algo cruel, sino también un despilfarro, ya que a un hombre viejo y paciente como Paul podía dedicársele a alguna tarea productiva, tal vez a criar gallinas, y el beneficio para el monasterio sería mayor que el de unos cuantos cuartos de penique. Pero el prior de Kingsbridge estaba demasiado viejo y aletargado para comprenderlo, y al parecer lo mismo le pasaba a Remigius, el sub-prior. Philip pensaba con amargura que era un grave pecado malgastar de forma tan descuidada los bienes humanos y materiales que se habían consagrado a Dios con amorosa devoción.
Se sentía malhumorado mientras guiaba a su pony a través de los espacios libres entre las cabañas y la puerta del priorato. Éste conformaba un recinto rectangular con la iglesia en el centro. Los edificios habían sido construidos de tal manera que cuanto había al norte y al oeste de la iglesia era público, mundano, secular y práctico, en tanto que las partes sur y este eran privadas, espirituales y sagradas. Por lo tanto, la entrada al recinto se encontraba en la esquina noroeste del rectángulo. La puerta estaba abierta y el joven monje que se encontraba en la garita del portero junto a ella saludó con la mano al paso del caballo de Philip. Ya dentro del recinto, adosado al muro oeste se encontraba el establo, una sólida edificación en madera, sin duda mejor construida que algunas de las viviendas para la gente del otro lado del muro. En su interior se encontraban dos mozos de cuadra sentados sobre balas de paja. No eran monjes sino empleados del priorato. Se pusieron en pie, reacios como si les molestara la llegada de un visitante para darles trabajo extra. Un olor acre hirió el olfato de Philip, quien se dio cuenta de que los pesebres llevaban sin limpiar unas tres o cuatro semanas. Aquel día no estaba dispuesto a pasar por alto la negligencia de los mozos de cuadra.
—Antes de que metáis en el establo a mi pony, limpiad uno de los pesebres y poned paja fresca. Luego haced lo mismo con los demás caballos. Si el pesebre se mantiene siempre húmedo cogen el mal de las pezuñas. No tenéis tanto que hacer que no podáis mantener limpio este establo —dijo al entregarles las riendas. Los dos mozos parecían malhumorados, así que añadió— Haced lo que os digo o me aseguraré de que se os retenga un día de paga por pereza. —Estaba a punto de irse cuando recordó algo— En mi alforja hay un queso. Llevadlo a la cocina y entregadlo al hermano Milius.
Se alejó sin esperar a que le contestaran. El priorato tenía sesenta empleados para atender a sus cuarenta y cinco monjes, un número de sirvientes vergonzosamente excesivo a juicio de Philip. La gente que no tenía suficiente trabajo se volvía fácilmente remolona y dejaban de hacer el poco que tenían, como sin duda ocurría con los dos mozos de cuadra. Era un ejemplo más de la negligencia del prior James.
Philip caminó a lo largo del muro oeste del recinto del priorato, dejando atrás la casa de invitados, curioso por saber si en el priorato había algún visitante. Pero la inmensa y única habitación del edificio estaba fría y desierta, con un montón de hojas secas en el umbral arrastradas el invierno último por el viento. Dando la vuelta a la izquierda atravesó la gran extensión de hierba rala que separaba la casa de invitados —que en ocasiones albergaba gentes impías, incluso mujeres— de la iglesia. Se acercó a la parte oeste de la iglesia, donde se encontraba la entrada pública. Las piedras rotas de la torre desmoronada seguían donde cayeron, en un gran montón que medía el doble de la estatura de un hombre.
Al igual que la mayoría de las iglesias, la catedral de Kingsbridge había sido construida en forma de cruz. El extremo occidental se abría en una nave que conformaba el madero largo de la cruz. El travesaño consistía en dos cruceros orientados al norte y al sur a cada lado del altar. Más allá del cruce, al extremo este de la iglesia se le llamaba el presbiterio y estaba reservado principalmente a los monjes. En el extremo más alejado se encontraba la tumba de san Adolfo, ante la que todavía acudían peregrinos de vez en cuando. Philip entró en la nave y recorrió con la mirada la avenida de arcos redondos y poderosas columnas. Su contemplación sólo sirvió para deprimirle todavía más. Era un edificio húmedo y lóbrego y se había deteriorado desde que lo vio por última vez. Las ventanas en los bajos pasillos a cada lado de la nave eran como túneles estrechos en los muros de inmenso grosor. Arriba, en el tejado, las ventanas más grandes del triforio iluminaban el techo de madera pintada, revelando hasta qué punto se estaba deteriorando; los apóstoles, santos y profetas se hacían cada vez más difusos fundiéndose de manera inexorable con el fondo. Un leve olor a vestiduras corrompidas impregnaba la atmósfera pese al viento frío que soplaba, ya que las ventanas no tenían cristales. Desde el otro extremo de la iglesia llegaban los sonidos de la misa mayor, las frases latinas salmodiadas y las respuestas cantadas. Philip avanzó por la nave. El suelo nunca había sido enlosado, de manera que la tierra estaba cubierta de musgo en los rincones rara vez hollados por los zuecos de los campesinos y las sandalias de los monjes. Las espirales talladas y las flautas de las macizas columnas así como los machos cabríos esculpidos que decoraban los arcos, que un día estuvieron pintados y dorados, ya sólo conservaban unas delgadas hojas doradas y un entramado de manchas donde había estado la pintura. El mortero que unía las piedras se estaba desprendiendo y cayendo, formando pequeños montones junto a los muros. Philip sintió resurgir en él la ira familiar.
Cuando la gente acudía allí se pensaba que iba a sentirse deslumbrada por la majestad del Dios Todopoderoso. Pero los campesinos eran gentes sencillas que juzgaban por las apariencias, y al contemplar todo aquello pensarían que Dios era una deidad insensible e indiferente, que no era probable que apreciara su adoración o tomara en cuenta sus pecados. En definitiva, los campesinos pagaban para la iglesia con el sudor de su frente, y en verdad era indignante que se vieran recompensados con aquel ruinoso mausoleo.
Philip se arrodilló ante el altar y permaneció allí un momento, consciente de que aquella justa indignación no era el estado de ánimo más apropiado para un devoto. Una vez se hubo calmado algo se puso en pie y siguió su camino.
El brazo oriental de la iglesia, el presbiterio, estaba dividido en dos. Cerca del cruce se hallaba el coro, con bancos de madera donde los monjes se instalaban durante los servicios religiosos. Más allá del coro se encontraba la capilla que albergaba la tumba del santo. Philip se situó detrás del altar con el propósito de ocupar un sitio en el coro.
Entonces un féretro le hizo detenerse en seco.
Se quedó sorprendido Nadie le había dicho que hubiera muerto un monje. Claro que había que tener en cuenta que sólo había hablado con tres personas: Paul, que ya era viejo y tenía la mente algo ausente, y los dos mozos de cuadra, a los que no había dado oportunidad de hablar. Se acercó al féretro para ver de quién se trataba. Al mirar al interior se quedó de piedra.
Era el prior James.
Philip permaneció boquiabierto. Ahora todo había cambiado, había un nuevo prior, una nueva esperanza.
El júbilo no era la actitud adecuada ante la muerte de un venerable hermano, por muchas que hubieran sido sus faltas. Philip acomodó la expresión de su rostro y su mente a una actitud de duelo.
Estudió al yaciente. El prior tuvo en vida el pelo blanco, el rostro afilado y andaba encorvado. En aquellos momentos había desaparecido su expresión perpetuamente abatida y en lugar de parecer preocupado y desconsolado daba la impresión de sentirse en paz. Al arrodillarse Philip junto al féretro y murmurar una oración se preguntó si un gran peso no habría atormentado el corazón del anciano durante los últimos años de su vida. Un pecado inconfesado, el recuerdo de una mujer o un daño causado a un hombre inocente. Fuera como fuese, ahora ya no hablaría de ello hasta el día del juicio final.