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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Los Pilares de la Tierra (27 page)

BOOK: Los Pilares de la Tierra
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Hubo un murmullo de asentimiento. Philip estaba desolado. Un momento antes se sentía seguro de su victoria, pero se la habían arrebatado de las manos. Ahora todos los monjes estaban con Remigius viendo en él al candidato seguro, al candidato de la unidad, al hombre que anularía a Osbert. Philip estaba seguro de que Remigius mentía respecto a Osbert, pero eso no cambiaba nada. Ahora los monjes estaban asustados y respaldarían a Remigius, y ello significaba más años de decadencia para el priorato de Kingsbridge.

—Vayámonos ahora para reflexionar y rezar sobre este problema mientras hoy hacemos el trabajo de Dios —dijo Remigius antes de que nadie pudiera reflexionar sobre sus palabras. Se puso en pie y se alejó seguido por Andrew, Pierre y John Small, que parecían aturdidos aunque triunfantes.

Tan pronto como se hubieron ido, se desató un murmullo de conversaciones entre los demás monjes.

—Nunca pensé que Remigius tuviera imaginación suficiente para maquinar un truco semejante —dijo Milius a Philip.

—Está mintiendo —dijo Philip con amargura—. Estoy seguro.

Cuthbert se reunió con ellos y oyó la observación de Philip.

—Poco importa si miente, ¿no creéis? —dijo—. La amenaza es suficiente.

—Al final se sabrá la verdad —dijo Philip.

—No forzosamente —contestó Milius—. Supongamos que el obispo no nombra a Osbert. Remigius se limitará a decir que el obispo cedió ante la perspectiva de tener que luchar contra un priorato unido.

—No estoy dispuesto a renunciar —dijo Philip con terquedad.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Milius.

—Debemos averiguar la verdad —afirmó Philip.

—No podemos.

Philip se devanaba los sesos; sentía una frustración angustiosa.

—¿Por qué no preguntamos simplemente? —dijo.

—¿Preguntar? ¿Qué quieres decir?

—Preguntar al obispo cuáles son sus intenciones.

—¿Cómo?

—Podemos enviar un mensaje al palacio del obispo, ¿no? —dijo Philip pensando en voz alta. Miró a Cuthbert.

Cuthbert estaba pensativo.

—Sí. Estoy enviando continuamente mensajeros al exterior. Enviaré uno al palacio.

—¿Y que pregunte al obispo cuáles son sus intenciones? —preguntó escéptico Milius.

Philip frunció el entrecejo. Ése era el problema. Cuthbert se mostró de acuerdo con Milius.

—El obispo no nos lo dirá —dijo.

A Philip se le ocurrió de repente una idea. Levantó las cejas y se dio con el puño en la palma de la mano al descubrir la solución.

—No —dijo—. El obispo no nos lo dirá, pero sí su arcediano.

Aquella noche Philip soñó con Jonathan, el bebé abandonado. En su sueño, el niño estaba en el porche de la capilla de St-John-in-the-Forest y Philip se encontraba en el interior leyendo el oficio de prima, cuando un lobo salió furtivo del bosque y atravesó el campo, deslizándose como una serpiente en dirección al infante. Philip no se atrevía a moverse por temor a causar una perturbación durante el oficio y recibir una reprimenda de Remigius y Andrew, ya que ambos se encontraban allí, aunque en realidad ninguno de ellos había estado nunca en la celda. Decidió gritar, pero por mucho que lo intentaba no lograba emitir sonido alguno, como suele suceder con frecuencia en los sueños. Fue tal el esfuerzo que hizo por gritar que finalmente se despertó y permaneció acostado y temblando en la oscuridad mientras escuchaba la respiración de los monjes dormidos a su alrededor, e iba convenciéndose lentamente de que el lobo no era real.

Desde su llegada a Kingsbridge apenas se había acordado del niño. Se preguntó qué habría de hacer con él si llegara a ser prior. Entonces todo sería distinto. Un bebé en un pequeño monasterio oculto en el bosque, aunque algo inusual, carecía de importancia. El mismo niño en el priorato de Kingsbridge levantaría una polvareda. Aunque a fin de cuentas, ¿qué había de malo? No era pecado dar a la gente algo sobre lo que hablar. Cuando fuera prior haría lo que quisiera. Podría traerse a Johnny Eightpence a Kingsbridge para que cuidara de la criatura. La idea le satisfizo desmesuradamente.
Eso es justo lo que haré
, pensó. Luego recordó que con toda probabilidad no llegaría a ser prior.

Permaneció despierto hasta el alba, muerto de impaciencia. Ahora ya no había nada que pudiera hacer para impulsar su caso. Era inútil hablar con los monjes porque su pensamiento estaba dominado por la amenaza de Osbert. Algunos de ellos se habían dirigido a Philip para decirle que sentían que hubiera perdido, como si ya se hubiera celebrado la elección. Se resistió a la tentación de llamarles cobardes sin fe. Se limitó a sonreír y les dijo que tal vez todavía les esperaba una sorpresa. Pero no podía decirse que su propia fe fuera muy grande. Entraba dentro de lo posible que el arcediano Waleran no estuviera en el palacio del obispo. O que tal vez sí estuviera allí pero que por alguna razón no quisiera comunicarle a Philip los planes del obispo. O también, y ello sería lo más probable dado el carácter del arcediano, podía haber hecho sus propios planes.

Philip se levantó al amanecer con los otros monjes y se fue a la iglesia para la prima, el primer oficio del día. Después se encaminó al refectorio para tomar el desayuno con los demás, pero Milius le interceptó y le indicó con un gesto disimulado la cocina. Philip le siguió con los nervios tensos. El mensajero debía estar de regreso.

Había sido rápido. Debió recibir la respuesta de inmediato y haberse puesto en camino el día anterior por la tarde. Aun así, había viajado veloz. Philip no sabía de caballo alguno en las cuadras del priorato capaz de hacer un viaje con tanta rapidez. Pero ¿cuál sería la respuesta? Quien esperaba en la cocina no era el mensajero, sino el propio arcediano. Waleran Bigod.

Philip se le quedó mirando sorprendido. La figura delgada, envuelta en el manto negro del arcediano, estaba encaramada en un taburete, semejante a un cuervo en un tocón. Tenía la punta de la nariz corva enrojecida por el frío. Se calentaba las manos, huesudas y blancas, con una copa de vino caliente con especias.

—¡Es de agradecer que hayas venido! —exclamó Philip.

—Me alegro de que me escribieras —dijo con frialdad Waleran.

—¿Es verdad? —preguntó impaciente Philip—. ¿Piensa el obispo presentar la candidatura de Osbert?

Waleran alzó una mano para detenerle.

—Ya llegaré a eso. En este momento, Cuthbert me estaba contando los acontecimientos de ayer.

Philip disimuló su decepción. No había sido una respuesta directa. Estudió el rostro de Waleran intentando leer en su mente. Desde luego, éste tenía sus propios planes, pero Philip no podía adivinar cuáles eran.

Cuthbert, a quien Philip no había visto hasta entonces, sentado junto al fuego, mojando el pan cenceño en la cerveza para facilitar el trabajo a sus viejos dientes, relató de manera sucinta lo ocurrido en el capítulo del día anterior. Philip se agitaba inquieto, intentando adivinar las intenciones de Waleran. Probó de comer un bocado de pan pero le fue imposible tragarlo. Bebió un poco de cerveza aguada para ocupar en algo las manos.

—Así que —terminó diciendo Cuthbert—, nuestra única oportunidad residía en intentar comprobar las intenciones del obispo. Y afortunadamente Philip pensó que podía confiar en su buena relación contigo, así que te enviamos el mensaje.

—¿Y ahora nos dirás lo que queremos saber? —inquirió Philip impaciente.

—Sí. Os lo diré. —Waleran dejó sobre la mesa su copa de vino sin probar—. Al obispo le hubiera gustado que su hijo fuera prior de Kingsbridge.

A Philip se le cayó el alma a los pies.

—Así que Remigius ha dicho la verdad...

—Sin embargo, el obispo no está dispuesto a provocar una polémica entre los monjes —siguió diciendo Waleran.

Philip frunció el ceño. Eso era más o menos lo que Remigius había previsto, pero había algo que no estaba del todo claro.

—No habrás hecho todo este viaje sólo para decirnos eso —observó Philip.

Waleran dirigió una mirada respetuosa a Philip y éste supo que había dado en el clavo.

—No —dijo Waleran—. El obispo me ha pedido que tantee el ambiente del monasterio. Y me ha autorizado a hacer una designación en su nombre. En realidad llevo conmigo el sello del obispo para poder escribir una carta de designación a fin de que el asunto sea oficial y obligatorio. Como verás tengo autoridad plena.

Philip reflexionó un momento sobre aquello. Waleran tenía poderes para hacer una designación y darle validez con el sello del obispo. Eso significaba que éste había dejado todo el asunto en manos de Waleran, que hablaba por boca del obispo.

—¿Estás de acuerdo con lo que te ha dicho Cuthbert de que el nombramiento de Osbert podría ser motivo de disputa, lo que el obispo querría evitar? —dijo Philip respirando hondo.

—Sí, así lo creo —afirmó Waleran.

—Entonces no nombrarás a Osbert...

—No.

Philip casi estaba a punto de estallar. Los monjes estarían tan contentos de librarse de la amenaza de Osbert que votarían agradecidos por cualquiera que Waleran pudiera nombrar.

Ahora Waleran tenía poder para elegir al nuevo prior.

—Así pues, ¿a quién nombrarás? —dijo Philip.

—A ti... o a Remigius —repuso Waleran.

—La habilidad de Remigius para dirigir el priorato...

—Conozco sus habilidades y también las tuyas —le interrumpió Waleran alzando de nuevo una mano delgada y blanca para interrumpir a Philip—. Sé cuál de los dos sería el mejor prior. —Hizo una pausa—. Pero hay otra cuestión.

Y ahora qué
, se dijo Philip. Qué otra cosa hay que considerar salvo quién pueda ser el mejor prior. Miró a los otros. Milius también parecía confuso, pero el viejo Cuthbert sonreía levemente como si supiera lo que se avecinaba.

—Al igual que vosotros estoy ansioso de que hombres enérgicos y capaces ocupen los puestos importantes en la Iglesia, sin consideraciones de edad, en lugar de darlos como recompensa por su largo servicio a hombres mayores cuya santidad es posible que sea mayor que su habilidad como administradores.

—Claro —dijo con impaciencia Philip, que no veía la necesidad de semejante conferencia.

—Y nosotros hemos de trabajar juntos para llegar a tal fin... Vosotros tres y yo.

—No entiendo adónde quieres ir a parar —dijo Milius.

—Yo sí —afirmó Cuthbert.

Waleran sonrió levemente a Cuthbert, volviendo luego su atención a Philip.

—Permitidme que hable sin rodeos —dijo—. El obispo es viejo. Morirá un día y entonces necesitaremos un nuevo obispo al igual que hoy necesitamos un nuevo prior. Los monjes de Kingsbridge tienen el derecho de elegir al nuevo obispo, porque el obispo de Kingsbridge es también el abad del priorato.

Philip frunció el ceño. Todo aquello era superfluo. Iban a elegir a un prior, no a un obispo.

Pero Waleran siguió hablando.

—Naturalmente, los monjes no gozarán de absoluta libertad para elegir a quien quieran como obispo, pues el arzobispo y el propio rey tendrán sus puntos de vista. Pero, en definitiva, son los monjes quienes legitiman el nombramiento. Y cuando ese momento llegue, vosotros tres tendréis una poderosa influencia sobre la decisión.

Cuthbert asentía con la cabeza como reconociendo que estaba en lo cierto, y Philip empezaba a sospechar lo que se les venía encima.

—Tú quieres que te haga prior de Kingsbridge. Yo quiero que tú me hagas obispo —acabó diciendo Waleran.

Así que era eso.

Philip se quedó mirando a Waleran en silencio. Era muy sencillo. El arcediano quería hacer un trato.

Philip estaba escandalizado. No era lo mismo que comprar o vender un cargo clerical, lo que era conocido como pecado de simonía. Pero tenía un desagradable tufo comercial.

Intentó reflexionar con objetividad sobre la proposición. Aquello significaba que iba a ser prior. En cuanto lo pensó su corazón se puso a latir con más fuerza. Se sentía reacio a eludir cualquier cosa que le hiciera alcanzar el priorazgo.

Ello significaría que probablemente Waleran, llegado el momento, se convertiría en obispo. ¿Sería un buen obispo? Ciertamente sería competente. Al parecer no tenía vicios graves. Su modo de enfocar el servicio a Dios era más bien mundano y práctico, pero en definitiva también el de Philip. Éste tenía la impresión de que Waleran tenía una vena implacable de la que él carecía, pero también se daba cuenta de que estaba basada en una decisión genuina de defender y alimentar los intereses de la Iglesia.

¿Qué otro podría ser candidato cuando falleciera el obispo? Probablemente, Osbert. No era raro que los cargos religiosos pasaran de padres a hijos, pese a la exigencia oficial del celibato clerical. Naturalmente Osbert representaría un riesgo mucho mayor para la Iglesia como obispo de lo que pudiera serlo como prior. Incluso merecería la pena apoyar a un candidato mucho peor que Waleran con tal de mantener a Osbert al margen.

¿Se presentaría algún otro para el cargo? Imposible saberlo. Podían pasar años antes de que muriera el obispo.

—No podemos garantizar que te elijan —dijo Cuthbert a Waleran.

—Lo sé —dijo Waleran—. Sólo os estoy pidiendo que presentéis mi designación. Y lo que es más, eso es exactamente lo que os ofrezco a cambio... una nominación.

Cuthbert asintió.

—Estoy de acuerdo con ello —dijo con tono solemne.

—Y yo también —rubricó Milius.

El arcediano y los dos monjes miraron a Philip. Éste vacilaba atormentado. Sabía que aquélla no era manera de elegir a un obispo.

Pero tenía el priorazgo al alcance de la mano. Quizás no estuviera bien trocar un cargo sagrado por otro, como si se tratara de tratantes de caballos. Pero si se negaba podía ocurrir que Remigius se convirtiera en el prior... y que Osbert fuera el obispo.

No obstante, en aquellos momentos los argumentos racionales parecían bizantinos. El deseo de ser prior era como una fuerza interior irresistible y no podía negarse pese a todos los pros y los contras. Recordó la oración que había elevado a Dios el día anterior, diciéndole que intentaba luchar por conseguir el cargo. Alzó en aquel omento los ojos y le envió otra:
Si Tú no quieres que esto suceda, entonces silencia mi lengua, paraliza mi boca, contén mi aliento en la garganta, e impide que hable.

—Acepto —dijo después mirando de frente a Waleran.

El lecho del prior era inmenso, tres veces más ancho que cualquier cama en la que Philip hubiera dormido antes. La base de madera se alzaba hasta la mitad de la estatura de un hombre, y encima de ella había un colchón de plumas. Tenía cortinas alrededor para evitar las corrientes, y las escenas bíblicas bordadas en ella se debían a las manos pacientes de una mujer piadosa. Philip la examinó con cierto recelo. Ya le parecía suficiente extravagancia el que el prior tuviera un dormitorio para él solo. Philip no había tenido en toda su vida dormitorio propio y esa noche era la primera vez que dormía solo. El lecho era excesivo. Consideró la posibilidad de hacer que llevaran al dormitorio un colchón de paja y que trasladaran aquella cama a la enfermería donde aliviaría los viejos huesos de algún monje doliente. Pero naturalmente la cama no era específicamente para Philip. Cuando el priorato acogía a un visitante especialmente distinguido, a un obispo, a un gran señor o incluso a un rey, entonces el invitado ocupaba ese dormitorio y el prior se instalaba lo mejor que podía en cualquier otra parte. Así que en realidad Philip no podía librarse de aquel lecho.

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