Read Los Pilares de la Tierra Online

Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Los Pilares de la Tierra (30 page)

BOOK: Los Pilares de la Tierra
12.76Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Le acompañaba su palafrenero Walter. Cuando William tenía doce años, el viejo Walter se convirtió en su tutor de armas y le había enseñado a cabalgar, a cazar, esgrima y lucha. Ahora Walter era su palafrenero, compañero y guardia personal. Era tan alto como William, aunque más ancho; un tipo realmente formidable. Era nueve o diez años mayor que William, lo bastante joven para beber y perseguir a las muchachas, aunque de edad suficiente para mantener al muchacho fuera de líos cuando era necesario. Era el mejor amigo de William.

William sentía una extraña excitación ante la perspectiva de ver otra vez a Aliena, aún sabiendo que se arriesgaba a un nuevo rechazo y humillación. Aquel atisbo fugaz en la catedral de Kingsbridge cuando por un instante se encontró con sus extraordinarios ojos oscuros, había reanimado el deseo que sentía por ella. Esperaba ansioso hablar con ella, estar cerca de ella, ver la cascada de sus bucles agitarse mientras hablaba, observar su cuerpo debajo del vestido.

Al propio tiempo, la oportunidad de vengarse había agudizado su odio. Estaba tenso e inquieto ante la idea de que ahora podría borrar la humillación sufrida por él y su familia.

Hubiera querido tener una idea más clara de lo que tenía que buscar. Estaba bastante seguro de que descubriría si la historia de Waleran era cierta, porque con toda seguridad habría señales de preparativos para la guerra en el castillo, agrupamiento de caballos, limpieza de armas, almacenamiento de alimentos, aún cuando, como era natural, aquellos preparativos parecerían tener otro fin, por ejemplo, el de una expedición, para engañar a cualquier posible observador casual. Pero convencerse de la existencia de una conspiración no era lo mismo que encontrar pruebas. A William no se le ocurría nada que pudiera considerarse como prueba. Pensaba tener los ojos bien abiertos y esperar a que la ocasión se presentara por sí sola. No obstante, se trataba de un plan realmente flojo y le atormentaba la persistente preocupación de que quizás la oportunidad se le escapara de las manos.

A medida que se acercaba empezó a ponerse nervioso. Se preguntaba si le negarían la entrada en el castillo, y por un momento le dominó el pánico hasta que comprendió que era sumamente improbable. El castillo era un lugar público y si el conde tomaba la decisión de cerrarlo a la pequeña nobleza local, sería tanto como proclamar que se fraguaba la traición.

El conde Bartholomew vivía a unas millas de la ciudad de Shiring. El castillo de Shiring estaba ocupado por el sheriff del condado, de manera que el conde tenía un castillo propio fuera de la ciudad. El pequeño pueblo que había crecido alrededor de las murallas del castillo era conocido como Earlcastle. William ya había estado antes allí, pero en esos momentos lo contemplaba a través de los ojos de un atacante.

Había un foso profundo y ancho con la forma del número ocho, con el círculo superior más pequeño que el inferior. La tierra que había sido excavada para hacer el foso estaba amontonada en el interior de los círculos formando terraplenes. Al pie del ocho un puente atravesaba el foso y en el muro de tierra había una brecha dando paso al círculo inferior. Era la única entrada.

No había forma de alcanzar el círculo superior salvo atravesando el inferior y cruzando otro puente sobre el foso que dividía los dos círculos. El círculo superior era el sanctasanctórum.

Mientras William y Walter cabalgaban por los campos abiertos que rodeaban el castillo pudieron ver idas y venidas continuas. Dos hombres de armas atravesaron el puente en caballos veloces yéndose en distintas direcciones. Y un grupo de cuatro jinetes precedió a William por el puente cuando entró con Walter.

William observó que la última sección del puente podía retraerse en el macizo recinto de piedra que formaba la entrada al castillo. Alrededor de toda la muralla de piedra y a intervalos se alzaban atalayas también de piedra, de tal manera que todos los sectores del perímetro quedaban cubiertos por arqueros de la defensa. Tomar ese castillo mediante ataque frontal sería una operación larga y sangrienta, y los Hamleigh no podían reunir un número suficiente de hombres para asegurarse del éxito. Esa fue la conclusión pesimista de William. Naturalmente, ese día el castillo estaba abierto para el comercio.

William dio su nombre al centinela de la entrada y fue admitido sin más requisitos. En el interior del círculo inferior, protegidos del mundo exterior por las murallas de tierra, se alzaban los edificios domésticos habituales: cuadras, cocinas, talleres, un retrete y una capilla. Reinaba un ambiente bullicioso. Los palafreneros, los escuderos, los sirvientes y las doncellas, todos se movían con diligencia y hablaban ruidosamente, saludándose unos a otros y gastando bromas.

Para una mente que no fuera recelosa, todo aquel bullicio y las idas y venidas quizás sólo fueran la reacción normal ante el regreso del señor, pero a William le pareció que allí había algo más.

Dejó a Walter en las cuadras con los caballos y se dirigió al extremo más alejado del recinto donde, exactamente enfrente de la garita del centinela, había un puente sobre el foso que conducía al círculo superior. Una vez que lo hubo cruzado le interceptó otro centinela en otra garita. En esa ocasión le preguntó qué le llevaba allí.

—He venido a ver a Lady Aliena —dijo William.

El centinela no le conocía pero le miró de arriba abajo, observando su hermosa capa y túnica roja, y le tomó por lo que parecía, un esperanzado pretendiente.

—Encontrará a la joven Lady en el salón grande —le dijo con una sonrisa.

En el centro del círculo superior había un edificio de piedra cuadrado de tres pisos y gruesos muros. Era la torre del homenaje. Como de costumbre la planta baja era un almacén. El gran salón estaba sobre el almacén y se podía llegar a él por una escalera de madera exterior que podía ser retirada dentro del edificio. En el piso superior estaría el dormitorio del conde. Aquél sería su último baluarte cuando los Hamleigh acudieran a apresarle.

Todo el trazado presentaba una formidable serie de obstáculos para el atacante. Naturalmente, ése era el quid. Pero ahora que William estaba intentando descubrir la forma de superar los obstáculos, vio con extraordinaria claridad la función de los diferentes elementos del esquema. Incluso si los visitantes llegaran a alcanzar el círculo inferior, aún tendrían que atravesar otro puente y otra garita de centinela y luego asaltar la recia torre del homenaje. Como quiera que fuese habían de alcanzar el piso superior, posiblemente construyendo ellos mismos una escalera, e incluso allí habría de nuevo lucha, con toda probabilidad, para subir las escaleras desde el salón hasta el dormitorio del conde. La única manera de tomar ese castillo era con todo sigilo. Así lo comprendió William e intentó descubrir la forma de introducirse clandestinamente.

Subió las escaleras y entró en el salón. Estaba lleno de gente, pero el conde no se encontraba allí. En el rincón más alejado, a mano izquierda, podía verse la escalera que conducía a su dormitorio y a unos quince o veinte caballeros y hombres de armas sentados al pie de ella hablando en voz baja. Eso no era corriente. Los caballeros y los hombres de armas constituían clases sociales distintas. Los caballeros eran terratenientes que vivían de sus rentas en tanto que los hombres de armas recibían su soldada al día. Los dos grupos se transformaban en camaradas sólo cuando soplaban vientos de guerra. William reconoció a alguno de ellos. Allí estaba Gilbert Catface, un viejo luchador de temperamento violento con una barba descuidada y largas patillas, que aunque había pasado ya los cuarenta seguía manteniéndose vigoroso. Ralph de Lyme, que se gastaba más en trajes que en una novia y que ese día llevaba una capa azul forrada de seda roja. Jack Fitz Guillaume, que ya era caballero aunque apenas tuviera unos años más que William. Y algunos otros cuyos rostros le eran vagamente familiares. Hizo un saludo con la cabeza pero le prestaron escasa atención. Aunque era bien conocido, también era demasiado joven para ser importante.

Se volvió y recorrió con la mirada el salón hasta el extremo opuesto. Y al instante descubrió a Aliena. Su aspecto era totalmente distinto al del día anterior. Entonces iba vestida para asistir a la catedral, con seda preciosa, lana y lino, con sortijas, cintas y botas de punta afilada. En aquel momento llevaba la túnica corta de una campesina o de una niña, e iba descalza. Estaba sentada en un banco estudiando un tablero de juego con fichas de diferentes colores. Mientras William la observaba se subió la túnica y cruzó las piernas, descubriendo las rodillas al tiempo que arrugaba, preocupada, la nariz. El día anterior su aspecto era enormemente sofisticado; hoy era una chiquilla vulnerable y William la encontró más deseable todavía. De repente, se sintió avergonzado de que aquella niña hubiera sido capaz de causarle tanta angustia y ardía en deseos de encontrar una forma de demostrarle que podía dominarla. Era una sensación casi semejante a la de la lujuria. Estaba jugando con un muchacho tres años menor que ella, que mantenía una actitud inquieta e impaciente. Era evidente que no le gustaba el juego. William pudo darse cuenta de un parecido familiar entre los dos jugadores. En realidad, el muchacho era igual que Aliena, tal como William la recordaba en su infancia, con la misma nariz respingona y el pelo corto. Debía tratarse de Richard, su hermano pequeño y heredero del condado.

William se acercó más. Richard le echó una mirada rápida y volvió luego su atención al tablero. Aliena se mostraba concentrada. El tablero de madera pintada tenía la forma de una cruz y estaba dividido en cuadros de distintos colores. Las fichas parecían de marfil, blancas y negras. El juego era, sin duda, una variante del chaquete, o las tablas reales, y probablemente se trataba de un regalo que el padre de Aliena les había traído de Normandía. William estaba más interesado en Aliena. Cuando se inclinaba sobre el tablero el escote de su túnica se ahuecaba y podía ver el nacimiento de sus pechos. Eran grandes, como él se los había imaginado. Se le quedó la boca seca.

Richard movió una ficha sobre el tablero.

—No. No puedes hacer eso —dijo Aliena.

—¿Por qué no? —preguntó el muchacho con enojo.

—Porque va contra las reglas, estúpido.

—No me gustan las reglas —replicó Richard con petulancia.

—¡Tienes que obedecer las reglas! —afirmó Aliena encolerizada.

—¿Por qué?

—Hazlo y ya está. ¡Eso es todo!

—Bueno, pues no lo hago —dijo Richard tirando de un manotazo el tablero, haciendo volar las fichas por los aires; rápida como el rayo, Aliena le dio un bofetón.

El chico lanzó un grito, con el orgullo y la cara heridos.

—Eres... —vaciló un instante—. ¡Eres un jodido demonio! —gritó.

Dio media vuelta y echó a correr pero a los pocos pasos colisionó como una catapulta contra William.

William le cogió por un brazo y lo levantó en alto.

—Procura que el sacerdote no te oiga llamar semejantes cosas a tu hermana —le dijo.

Richard se revolvía y chillaba.

—Me haces daño... ¡Suéltame!

William le retuvo todavía un momento. Richard dejó de revolverse y se echó a llorar. William le dejó en el suelo y el chiquillo se alejó corriendo hecho un mar de lágrimas.

Aliena miraba a William, olvidando el juego, con gesto extrañado que le hacía arrugar la nariz.

—¿Qué haces aquí? —dijo. Hablaba en voz baja y tranquila, como una persona de más edad.

William se sentó en el banco sintiéndose complacido por la manera autoritaria con que había tratado a Richard.

—He venido a verte —dijo.

—¿Por qué? —La expresión de ella se hizo cautelosa.

William se acomodó de forma que pudiera vigilar la escalera. Vio entrar en el salón a un hombre de unos cuarenta años, vestido como un servidor de alto rango, con una túnica corta de excelente tejido.

Hizo una seña a alguien y de inmediato un caballero y un hombre de armas se dirigieron juntos a la escalera.

—Quiero hablar contigo. —William volvió de nuevo la mirada a Aliena.

—¿Sobre qué?

—Sobre tú y yo.

Por encima del hombro vio que se acercaba a ellos el servidor. Había algo afeminado en la manera de andar de aquel hombre. En la mano llevaba un pan de azúcar, de un color marrón indefinido y en forma de cono. En la otra, una raíz retorcida que parecía jengibre. El hombre era sin lugar a dudas el mayordomo de la casa y había ido al depósito de especias, una alacena cerrada con llave en el dormitorio del conde, para retirar la provisión diaria de ingredientes preciosos, que en aquel momento se disponía a llevar al cocinero. Azúcar, tal vez para endulzar la tarta de manzanas silvestres, y el jengibre para aromatizar las lampreas.

Aliena siguió la mirada de William.

—Hola, Matthew.

El mayordomo le sonrió y partió un trozo de azúcar para ella.

William tuvo la impresión de que Matthew sentía un gran afecto y devoción por Aliena. Algo en la actitud de ella debió hacerle comprender que estaba incómoda, porque su sonrisa se transformó en un gesto preocupado.

—¿Va todo bien? —preguntó con voz tranquila.

—Sí, gracias.

Matthew miró a William y pareció sorprendido.

—El joven William Hamleigh, ¿no?

William se sintió inquieto al verse reconocido, aunque fuera inevitable.

—¡Guárdate tu azúcar para los niños! —dijo, aún cuando no se lo hubieran ofrecido—. A mí no me gusta.

—Muy bien, señor. —Matthew decía con la mirada que no había llegado a donde estaba creando dificultades a los hijos de la pequeña nobleza. Se volvió hacia Aliena—. Tu padre ha traído una seda maravillosamente suave... Luego te la enseñaré.

—Gracias —dijo ella.

Matthew se alejó.

—Un tonto afeminado —dijo William.

—¿Por qué has sido tan grosero con él? —preguntó Aliena.

—No permito que los sirvientes me llamen "joven William". —Aquella no era la mejor manera de empezar a cortejar a una dama. Tenía que mostrarse seductor—. Si fueras mi mujer mis sirvientes te llamarían Lady.

—¿Has venido para hablar de matrimonio? —preguntó Aliena, y a William le pareció descubrir una nota de incredulidad en su voz.

—Tú no me conoces —dijo William con tono de protesta. Se dio cuenta desolado de que aquella conversación se le escapaba de las manos. Había planeado una pequeña charla antes de entrar en materia, pero Aliena se mostró tan directa y franca que hubo de lanzar su mensaje sin ambages—. Me has juzgado mal. No sé lo que hice la última vez que nos vimos para llegar a desagradarte tanto. Pero fueran cuales fuesen tus motivos, te precipitaste demasiado.

BOOK: Los Pilares de la Tierra
12.76Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Way to Schenectady by Richard Scrimger
Benjamín by Federico Axat
Bad Brides by Rebecca Chance
Mirror dance by Lois McMaster Bujold
Guernica by Dave Boling
The One That I Want by Marilyn Brant
Vow of Penance by Veronica Black
Reunion by Kara Dalkey