—Esta noche sí que vas a dormir bien —observó Waleran Bigod sin poder disimular su envidia.
—Supongo que sí —repuso Philip dubitativo.
Todo había sucedido muy rápidamente. Waleran había escrito una carta al priorato, allí mismo, en la cocina, ordenando a los monjes que celebraran de inmediato una elección y nombrando a Philip.
Había firmado la carta en nombre del obispo y le había estampado el sello del obispo. Después los cuatro se habían dirigido a la sala capitular.
Tan pronto como Remigius los vio entrar supo que la batalla estaba perdida. Waleran leyó la carta y los monjes lanzaron vítores al oír el nombre de Philip. Remigius tuvo juicio suficiente para prescindir de la formalidad de la votación y admitir la derrota.
Y Philip fue prior.
Había dirigido el resto del capítulo en un estado de aturdimiento y luego había atravesado el césped hasta la casa del prior situada en la esquina sureste del recinto del priorato, donde se puso a residir.
Al ver el lecho comprendió que su vida había cambiado de forma total e irrevocable. Él era diferente, especial, algo aparte de los demás monjes. Tenía poder y privilegios. Y también la responsabilidad. Él solo había de garantizar que esa pequeña comunidad de cuarenta y cinco hombres sobreviviera y prosperara. Si pasaban hambre, sería culpa suya. Si se volvían viciosos, la responsabilidad sería sólo suya.
Si deshonraba a la Iglesia de Dios, Dios haría responsable a Philip. Se recordó que había sido él quien había buscado aquella pesada tarea. En adelante había de soportarla.
Su primera obligación como prior sería conducir a los monjes a la iglesia para la misa mayor. Ese día se celebraba la Epifanía, el duodécimo día de la Navidad, y era fiesta. Todos los aldeanos asistirían al oficio y también acudiría más gente del distrito circundante. Una buena catedral con un conjunto vigoroso de monjes, y con una reputación de oficios espectaculares, podría atraer a un millar de personas o más. Incluso la triste Kingsbridge atraería a la mayoría de la pequeña nobleza local, ya que los oficios constituían también un acontecimiento social, cuando podían encontrarse con sus vecinos y hablar de negocios.
Pero, antes del oficio, Philip tenía algo más que discutir con Waleran, ahora que por fin estaban a solas.
—La información que te transmití —empezó diciendo—, sobre el conde de Shiring...
Waleran asintió.
—No la he olvidado. En realidad, quizás sea más importante que la cuestión de quién es prior u obispo. El conde Bartholomew ha llegado ya a Inglaterra; mañana le esperan en Shiring.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Philip impaciente.
—Voy a servirme de Sir Percy Hamleigh. De hecho, espero que hoy esté en la congregación.
—He oído hablar de él, pero nunca le he visto —dijo Philip.
—Entonces busca a un Lord obeso con una mujer espantosa y un hijo apuesto. No podrás dejar de ver a la mujer, es un verdadero espantajo.
—¿Qué te hace pensar que se pondrá del lado del rey Stephen en contra del conde Bartholomew?
—Que odian al conde con toda su alma.
—¿Por qué?
—El hijo, William, estaba comprometido con la hija del conde pero le cogió manía y se rompió el compromiso, y los Hamleigh se sintieron humillados; todavía les escuece el insulto y saltarían ante la menor oportunidad de devolver el golpe a Bartholomew.
Philip asintió, satisfecha su curiosidad. Estaba contento de haberse sacudido aquella responsabilidad. Él ya tenía suficiente con la suya.
El priorato de Kingsbridge era un problema lo bastante grande como para tenerle ocupado. Waleran podía ocuparse del mundo exterior.
Salieron de la casa del prior y se encaminaron de nuevo al claustro. Los monjes estaban esperando. Philip se colocó en cabeza de la fila y la procesión se puso en marcha.
Fue un momento hermoso cuando entró en la iglesia con los monjes cantando detrás de él. Le gustó más de lo que había pensado. Se dijo que su nueva eminencia simbolizaba el poder que ahora tenía para hacer el bien, y ése era el motivo de que se sintiera tan profundamente excitado. Le hubiera gustado que el abad Peter de Gwynedd hubiera podido verle. El anciano se hubiera sentido enormemente orgulloso.
Condujo a los monjes a los bancos del coro. Un oficio mayor como aquel lo celebraba a menudo el obispo. En esta ocasión lo haría el delegado del obispo, el arcediano Waleran. Al comenzar éste, Philip escudriñó a los allí congregados buscando a la familia que le había descrito Waleran. Había alrededor de ciento cincuenta personas de pie en la nave; los ricos con sus gruesos abrigos de invierno y zapatos de cuero, los campesinos con sus toscas zamarras y botas de fieltro o zuecos de madera. A Philip no le resultó difícil localizar a los Hamleigh. Estaban sentados delante, cerca del altar. A la primera que vio fue a la mujer. Waleran no había exagerado: era realmente repelente.
Llevaba una capucha, pero casi toda su cara resultaba visible, y Philip pudo ver que tenía toda la tez cubierta de repugnantes diviesos, que pasaba el tiempo tocándose, nerviosa. Junto a ella se encontraba un hombre grueso, de unos cuarenta años, que debía de ser Percy. Su indumentaria le revelaba como hombre de considerable riqueza y poder, aunque no pertenecía al rango superior de barones y condes. El hijo estaba recostado contra una de las macizas columnas de la nave. Era un hombre apuesto de pelo muy rubio, y de ojos con expresión aviesa y altanera. El haber enlazado por el matrimonio con la familia de un conde hubiera permitido a los Hamleigh cruzar la línea divisoria entre la pequeña nobleza rural y la nobleza del reino. No era de extrañar que estuvieran furiosos con la ruptura de la boda.
Philip volvió a concentrar la mente en el oficio divino. Waleran lo estaba celebrando con demasiada rapidez para el gusto de Philip. Se preguntaba de nuevo si habría hecho bien al aceptar la designación de Waleran para obispo cuando el actual muriera. Waleran era un hombre consagrado, pero parecía no dar la suficiente importancia al culto. Después de todo, la prosperidad y el poder de la Iglesia eran tan sólo los medios para alcanzar un fin. El objetivo supremo era la salvación de las almas. Philip decidió que no debería preocuparse demasiado de Waleran. Ahora la cosa ya estaba hecha. Y, en cualquier caso, tal vez el obispo frustrara la ambición de Waleran viviendo todavía otros veinte años.
Los fieles se mostraban ruidosos. Desde luego ninguno de ellos conocía las respuestas. Se esperaba que tan sólo tomaran parte los monjes y sacerdotes, salvo en las oraciones más familiares y el amén.
Algunos fieles asistían con silencio reverente, pero otros iban de un lado a otro, intercambiando saludos y charlando. "Son gente sencilla", pensó Philip. Tienen que hacer algo para atraer su atención.
El oficio divino estaba a punto de terminar y el arcediano Waleran se dirigió a ellos.
—La mayoría de vosotros sabéis que el bien amado prior de Kingsbridge ha muerto. Su cuerpo, que yace aquí en la iglesia entre nosotros, será enterrado hoy para su eterno descanso en el cementerio del priorato, después de la comida. El obispo y los monjes han elegido a su sucesor, el hermano Philip de Gwynedd, quien nos condujo a la iglesia esta mañana.
Calló, y Philip se puso en pie para encabezar la procesión y salir de la iglesia.
—He de hacer todavía otro doloroso anuncio —dijo entonces Waleran.
Aquello cogió por sorpresa a Philip. Volvió a sentarse rápidamente.
—Acabo de recibir un mensaje —prosiguió diciendo Waleran. Philip sabía que no había recibido ningún mensaje. Habían estado juntos toda la mañana. ¿Qué se proponía ahora el astuto arcediano?—. El mensaje me comunica una pérdida que a todos nos va a causar un profundo dolor.
Hizo una nueva pausa.
Alguien había muerto, pero ¿quién? Waleran lo sabía antes de su llegada pero lo había mantenido en secreto, y se disponía a que creyeran que acababa de recibir la noticia. ¿Por qué?
Philip sólo podía pensar en una posibilidad, y si estaba en lo cierto Waleran era mucho más ambicioso y carente de escrúpulos de lo que Philip había imaginado. ¿Sería verdad que los había engañado y manipulado a todos? ¿Había sido Philip un simple peón en el juego de Waleran?
Las palabras finales de Waleran fueron la confirmación de que así había sido.
—Amadísimos míos —dijo con tono solemne—. El obispo de Kingsbridge ha muerto.
—Esa zorra estará allí —dijo la madre de William—. Estoy segura de que estará.
William miró la amenazadora fachada de la catedral de Kingsbridge con una mezcla de temor y de anhelo. Si Lady Aliena asistía al oficio divino de la Epifanía sería en extremo embarazoso para todos ellos, y, sin embargo, el corazón le latía con más fuerza ante la idea de volver a verla.
Cabalgaban por la carretera que conducía a Kingsbridge; William y su padre montando caballos de guerra, y su madre en un hermoso corcel con un séquito de tres caballeros y tres palafreneros. Formaban un grupo impresionante e incluso temible, lo que satisfacía a William. Y los campesinos que caminaban por la carretera se dispersaban ante sus poderosos caballos. A pesar de todo, madre estaba furiosa.
—Todo el mundo está enterado, hasta esos desgraciados siervos —decía entre dientes—. Incluso hacen chanzas sobre nosotros.
¿Cuándo una novia no es una novia? ¡Cuando el novio es William Hamleigh!
Hice azotar a un hombre por eso, pero no sirvió de nada. Me gustaría agarrar a esa zorra, la despellejaría viva y colgaría su piel de un clavo y dejaría que los cuervos picoteasen su carne.
William hubiera querido que dejara en paz aquel tema. Se había humillado a la familia y la culpa había sido suya, o al menos era lo que decía madre, y no quería que se lo recordaran.
Atravesaron trapaleando el desvencijado puente de madera que conducía a la aldea de Kingsbridge y espolearon a los caballos por la empinada calle mayor que conducía al priorato. Había ya veinte o treinta caballos paciendo en la hierba rala del cementerio, en la parte norte de la iglesia, pero ninguno de estampa tan hermosa como los de los Hamleigh. Cabalgaron hasta la cuadra y dejaron sus monturas en manos de los mozos de cuadra del priorato.
Atravesaron el prado en formación, William y su padre flanqueando a madre, los caballeros detrás de ellos y los palafreneros cerrando la marcha. La gente se apartaba abriéndoles paso, pero William podía ver cómo intercambiaban codazos y les señalaban. Miró de soslayo a madre y por su torva expresión estaba seguro de que pensaba lo mismo.
Entraron en la iglesia. William aborrecía las iglesias. Eran viejas y sombrías, incluso con tiempo bueno, y en los rincones oscuros y los túneles bajos de las naves laterales siempre flotaba ese leve olor a pútrido. Y lo peor de todo era que las iglesias siempre le hacían pensar en los tormentos del infierno y a él le aterraba el infierno.
Recorrió con la mirada a los fieles. Al principio apenas podía distinguir la cara de la gente debido a la penumbra. Pero al cabo de un momento sus ojos se acostumbraron. No veía a Aliena. Siguieron avanzando por el pasillo. No parecía estar allí. Se sintió aliviado y defraudado a un tiempo. Pero entonces la vio, y el corazón pareció que le iba a saltar del pecho.
Estaba en el lado sur de la nave, cerca de las primeras filas, escoltada por un caballero a quien William no conocía y rodeada de hombres de armas y damas de honor. Se encontraba de espaldas a él, pero su pelo oscuro y rizado era inconfundible. Ella se volvió mientras la observaba, mostrando una mejilla de suave curva y una nariz recta y arrogante. Sus ojos, tan oscuros que casi eran negros, se encontraron con los de William. Éste se quedó sin aliento. Aquellos ojos oscuros, ya de por sí grandes, se hicieron aún mayores al verle.
William hubiera querido mirar indiferente más allá de ella, como si no la hubiera visto, pero le era imposible apartar la vista. Quería que ella le sonriera aunque fuera con un leve fruncimiento de sus labios gruesos, con un simple reconocimiento cortés. William inclinó la cabeza en su dirección, muy ligeramente. Los rasgos de ella se endurecieron y volvió la cara al frente.
William hizo una mueca como si le doliera algo. Se sentía como un perro al que hubieran apartado de un puntapié, y hubiera querido agazaparse en un rincón donde nadie pudiera verle. Miró a un lado y a otro preguntándose si alguien había observado el intercambio de miradas. Mientras seguía avanzando por el pasillo con sus padres se dio cuenta de que las miradas de la gente iban de él a Aliena, y de nuevo a él, mientras se daban entre sí con el codo y hablaban en voz baja. Mantuvo los ojos fijos ante sí para evitar encontrarse con los de los demás. Se obligó a mantener la cabeza erguida.
¿Cómo ha podido hacernos eso a nosotros?
se dijo.
Somos una de las familias más orgullosas del sur de Inglaterra y ella nos ha humillado
. Aquella idea le enfureció y hubiera querido sacar su espada y atacar a alguien, a cualquiera.
El sheriff de Shiring se acercó a saludar al padre de William y se estrecharon la mano. La gente dirigió su atención hacia otra parte en busca de algo sobre lo que poder murmurar. William seguía furibundo; jóvenes nobles se acercaban constantemente a Aliena y se inclinaban saludándola, y ella les correspondía con su sonrisa.
Empezó el oficio divino. William se preguntaba cómo era posible que todo hubiera salido tan mal. El conde Bartholomew tenía un hijo que heredaría su título y su fortuna, de manera que lo único que podía hacer con una hija era establecer una alianza. Aliena tenía dieciséis años, era virgen y no parecía inclinada a entrar en un convento, por lo que se suponía que estaría encantada de casarse con un acaudalado noble de diecinueve años. Después de todo, consideraciones políticas hubieran podido inducir fácilmente a su padre a casarla con un noble gordo y gotoso de cuarenta años o incluso con un barón calvo de sesenta.
Una vez que se hubo llegado a un acuerdo, William y sus padres no se habían mostrado discretos en modo alguno; habían propagado la noticia por todos los condados circundantes. El encuentro entre William y Aliena había sido considerado por todo el mundo como un simple formalismo. Salvo por Aliena, como luego pudo verse.
Claro que no eran dos desconocidos. William la recordaba de pequeña. Por entonces tenía una cara traviesa con una naricilla altiva y llevaba corto su indomable pelo. Era mandona, cabezota, agresiva y atrevida. Siempre era ella quien organizaba los juegos de los niños, decidiendo a qué debían jugar y quién tenía que estar en un equipo o en otro, sentenciando en las disputas y llevando el tanteo. William se había sentido fascinado por ella y al mismo tiempo resentido por la forma en que dominaba los juegos infantiles. Siempre había sido posible fastidiar los juegos de ella, convirtiéndose durante un rato en el centro de atención, sólo con iniciar una pelea. Pero aquello no duraba mucho y al final Aliena volvía a hacerse con el control dejándole confuso, derrotado, desdeñado y furioso; pese a todo encantado... como se sentía en aquel momento.