Después de la muerte de su madre, Aliena había viajado mucho con su padre y William la había visto con menos frecuencia, aunque lo bastante para darse cuenta de que se estaba conviniendo en una mujer extraordinariamente bella, y se sintió encantado cuando le dijeron que iba a ser su prometida. Dio por sentado que había de casarse con él, le gustara o no, pero estaba dispuesto a que cuando se reuniera con ella haría todo lo posible por allanar el camino que les conduciría al altar.
Era posible que Aliena fuera virgen, pero él no lo era. Algunas de las jóvenes a las que había seducido eran tan bonitas como Aliena, o casi, pero ninguna de ellas de tan alta cuna. Según su experiencia, muchas jóvenes se sentían impresionadas por su ropa elegante, por sus briosos caballos y la manera tan desenfadada que tenía de gastarse el dinero en vino dulce y cintas. Y si podía llevárselas a un granero, por lo general siempre se le rendían al final, más o menos voluntariamente. Solía abordar a las jóvenes sin miramientos. Al principio les hacía creer que no estaba interesado en ellas. Pero cuando se encontró a solas con Aliena su timidez le abandonó. Vestía un traje de seda azul brillante, suelto y ondulante, pero William sólo era capaz de pensar en el cuerpo debajo de él, que pronto podría ver desnudo siempre que quisiera. La había encontrado leyendo un libro, ocupación peculiar en una mujer que no era monja. Le había preguntado de qué libro se trataba, en un intento por apartar sus pensamientos de la forma en que sus senos se movían debajo de la seda azul.
—Se titula Libro de Alejandro. Es la historia de un rey llamado Alejandro Magno y de cómo conquistó tierras maravillosas en Oriente, donde en las vides crecen piedras preciosas y las plantas pueden hablar.
William no podía imaginar cómo una persona podía perder el tiempo en semejantes tonterías, pero no lo dijo. Le habló de sus caballos, de sus perros y de sus éxitos cazando, luchando y participando en justas. Aliena no había quedado tan impresionada como él esperaba. Le habló de la casa que su padre estaba construyendo para ellos, y para ayudarla a prepararse para el momento en que dirigiera su casa le indicó, en líneas generales, la manera en que quería que se hicieran las cosas. Se dio cuenta de que la atención de ella empezaba a desviarse, aunque no sabía decir por qué. Se sentó lo más cerca posible de ella porque quería abrazarla, palparla y averiguar si aquellas tetas eran tan grandes como él se las había imaginado. Pero Aliena se apartó de él, cruzándose de brazos y piernas, en actitud tan severa que se vio obligado a abandonar la idea, consolándose al pensar que pronto podría hacer con ella lo que quisiera.
Sin embargo, mientras estaba con Aliena, ésta no dio el menor indicio de la que iba a organizar más tarde. Había dicho, en tono más bien tranquilo:
Creo que no estamos hechos el uno para el otro
, pero él había considerado aquello como una muestra de encantadora modestia por parte de ella y le había asegurado que sí, que estaba hecha para él. No pensó ni por un momento que, tan pronto como él hubo salido de la casa, Aliena irrumpiría en la cámara en la que se encontraba su padre para anunciarle que no se casaría con William, que nada podría persuadirla, que preferiría entrar en un convento y que aunque la arrastraran encadenada hasta el altar no pronunciaría los votos.
La muy zorra
, se decía William,
la muy zorra
. Pero no conseguía acumular todo el veneno que escupía madre cuando hablaba de Aliena. No quería despellejar viva a Aliena. Quería montar su ardiente cuerpo y besarle la boca.
El oficio divino de la Epifanía terminó con el anuncio del fallecimiento del obispo. William esperaba que aquellas noticias superaran finalmente la sensación de la ruptura del matrimonio. Los monjes salieron en procesión y hubo un murmullo sordo de conversaciones nerviosas, mientras los fieles se dirigían hacia la salida. Muchos de ellos tenían lazos materiales y espirituales con el obispo, en su calidad de arrendatarios, subarrendatarios o empleados en sus tierras, y todo el mundo estaba interesado en la persona que le sucedería y si el sucesor introduciría algún cambio. La muerte de un gran señor siempre era peligrosa para quienes se encontraban bajo su férula.
Mientras William seguía a sus padres a lo largo de la nave quedó sorprendido al ver que el arcediano Waleran se dirigía hacia ellos. Avanzaba enérgico a través de los fieles como un enorme perro negro entre un rebaño de vacas. Y precisamente como vacas le miraba nerviosa la gente por encima del hombro y se apartaba uno o dos pasos de su camino. Waleran ignoró a los campesinos, aunque intercambiaba unas palabras con cada miembro de la pequeña nobleza. Al llegar junto a los Hamleigh, saludó al padre de William, hizo caso omiso de éste y dirigió su atención a madre.
—Una verdadera lástima lo del matrimonio —dijo.
William enrojeció. ¿Creería aquel estúpido que se estaba mostrando cortés con su conmiseración?
Madre no se sintió más inclinada que William a hablar del tema.
—Yo no soy de las que guardan rencor —dijo mintiendo descaradamente.
Waleran pasó por alto sus palabras.
—He oído algo sobre el conde Bartholomew que quizás le interese —dijo. Bajó aún más el tono de la voz para que nadie pudiera escuchar sus palabras—. Parece que el conde no renegará de sus promesas al fallecido rey.
—Bartholomew siempre fue un estirado hipócrita —contestó el padre.
Waleran pareció molesto. Quería que le escucharan, no que hicieran comentarios.
—Bartholomew y el conde Robert de Gloucester no acatarán al rey Stephen, que como sabéis es el elegido de la Iglesia y los barones.
William se preguntaba por qué un arcediano estaría contando a un señor las disputas habituales entre barones. Al parecer su padre pensaba lo mismo.
—Pero no hay nada que los condes puedan hacer —dijo.
Madre compartía la impaciencia de Waleran ante los comentarios que intercalaba el padre.
—Escucha —le siseó.
—Lo que he oído es que están planeando organizar una rebelión y hacer reina a Maud —dijo Waleran.
William no podía creer lo que oía. ¿Podía el arcediano haber hecho en realidad aquella temeraria afirmación con una voz tranquila y segura, precisamente en la nave de la catedral de Kingsbridge? Podrían ahorcar a un hombre por ella, fuera falsa o verdadera.
Padre también se mostró sobresaltado, pero madre reflexionó pensativa.
—Robert de Gloucester es hermano del padre de Maud... Tiene lógica.
William se preguntó cómo podría mostrarse tan práctica con semejante noticia escandalosa. Pero era muy lista y casi siempre tenía razón en todo.
—Cualquiera que pusiera fuera de combate al conde Bartholomew y detuviera la rebelión antes de que comenzara se ganaría la gratitud eterna del rey Stephen y de la Santa Madre Iglesia —dijo Waleran.
—¿De veras? —dijo padre aturdido, mientras madre asentía como si estuviera al tanto de todo aquello.
—A Bartholomew le esperan de regreso en su casa mañana. —Waleran levantó los ojos y captó la mirada de alguien. Volvió a mirar a madre y dijo—: pensé que, de todos, los más interesados seríais vos.
Luego se alejó para saludar a otros.
William se le quedó mirando. ¿Era aquello todo lo que en realidad iba a decir?
Los padres de William reanudaron la marcha y él les siguió afuera atravesando la gran puerta de arcada. Durante las últimas cinco semanas William había oído hablar mucho sobre quién sería rey, pero la cuestión pareció haber quedado zanjada al ser coronado Stephen en la abadía de Westminster tres días antes de Navidad. Ahora, si Waleran estaba en lo cierto, la cuestión se planteaba de nuevo. ¿Pero por qué Waleran había mostrado tanto interés en decírselo a los Hamleigh?
Atravesaron el prado hasta las cuadras. Tan pronto como hubieron dejado atrás al gentío reunido en el pórtico de la iglesia, y cuando nadie podía oírles, padre se mostró excitado.
—¡Vaya un golpe de suerte! Precisamente al hombre que insultó a la familia se le acusa de alta traición.
William no comprendía en qué consistía aquel golpe de suerte, pero era evidente que madre sí, porque hizo una señal de asentimiento.
—Podemos arrestarle a punta de espada y colgarle del árbol más próximo —siguió diciendo el padre. No había pensado en aquello, pero entonces lo vio como un fogonazo. Si Bartholomew era un traidor estaba justificado matarle.
—Ahora podemos vengarnos —intervino excitado—. ¡Y en vez de que nos castiguen recibiremos por ello una recompensa del rey!
—Podrían llevar de nuevo la cabeza bien alta y...
—Sois unos estúpidos —dijo madre con repentina virulencia—. Unos idiotas ciegos y sin dos dedos de seso. Así que colgaríais a Bartholomew del árbol más próximo. ¿Habré de deciros lo que ocurriría entonces?
Ninguno de los dos dijo palabra. Cuando estaba de aquel humor era preferible no contestar a sus preguntas.
—Robert de Gloucester negaría que hubiese conspiración alguna. Luego abrazaría al rey Stephen y le juraría lealtad. Y ahí acabaría todo salvo que a vosotros dos os colgarían por asesinos.
William se estremeció. Le aterraba la idea de que le colgaran; tenía pesadillas. No obstante, comprendía que madre tenía razón. El rey podía creer, o simular que creía, que nadie podía ser lo bastante temerario para rebelarse contra él, y no dudaría en sacrificar dos vidas para darle visos de credibilidad.
—Tienes razón —dijo padre—. Lo ataremos como a un cerdo para la matanza y se lo llevaremos vivo al rey a Winchester, lo denunciaremos allí mismo y reclamaremos nuestra recompensa.
—¿Por qué no te detienes a pensar? —dijo madre desdeñosa. Estaba muy tensa y William pudo darse cuenta de que se encontraba tan nerviosa por todo aquello como padre, pero de distinta manera—. ¿Querría el arcediano Waleran llevar un traidor atado ante el rey? —preguntó—. ¿Querría una recompensa para él? ¿Es que no sabéis que lo que codicia con todo su corazón es el obispado de Kingsbridge? ¿Por qué te ha concedido el privilegio de hacer el arresto? ¿Por qué se ha esforzado por encontrarse con nosotros en la iglesia, como por casualidad, en vez de venir a vernos directamente a Hamleigh? ¿Por qué nuestra conversación ha sido tan corta e indirecta?
Hizo una pausa retórica como esperando una respuesta, pero tanto William como padre sabían bien que en realidad no la quería.
William recordó que se suponía que a los sacerdotes no les gustaba el derramamiento de sangre y consideró la posibilidad de que quizás fuera ése el motivo de que Waleran no quisiera verse implicado en la detención de Bartholomew. Aunque recapacitando mejor se dio cuenta de que Waleran no tenía semejantes escrúpulos.
—Yo os diré por qué —siguió diciendo madre—. Porque no está seguro de que Bartholomew sea un traidor. Su información no es del todo fidedigna. No sé de dónde ha podido sacarla; tal vez escuchó una conversación entre borrachos, o interceptó un mensaje ambiguo. Incluso ha podido hablar con un espía de dudosa credibilidad. En cualquier caso no está dispuesto a arriesgar el cuello. No está dispuesto a acusar abiertamente de traición al conde Bartholomew, por si acaso la acusación resultara ser falsa y entonces el propio Waleran sería acusado de calumniador. Quiere que otro corra el riesgo y haga el trabajo sucio para él. Y cuando todo hubiera terminado, si ha sido probada la traición, daría un paso adelante y se adjudicaría su parte del mérito. Pero si resultara que Bartholomew es inocente, Waleran jamás admitiría haber dicho lo que nos ha dicho hoy.
Parecía muy claro, tal como ella lo presentaba. De no ser por madre, William y su padre habrían caído inexorablemente en la trampa que les había tendido Waleran. Habrían actuado de agentes de Waleran con la mejor voluntad, y corrido los riesgos por él. El juicio político de madre era verdaderamente sagaz.
—¿Quieres decir que debemos olvidarnos sencillamente de eso? —preguntó padre.
—Desde luego que no. —Los ojos de madre centellearon—. Todavía existe una posibilidad de destruir a la gente que nos ha humillado. —Un palafrenero tenía su caballo preparado. Le cogió las riendas y le indicó que se alejara, pero no montó inmediatamente. Permaneció en pie junto al caballo, palmeándole el cuello en actitud reflexiva, y habló en voz queda—. Necesitamos una prueba de la conspiración para que nadie pueda negarla cuando hayamos presentado nuestra acusación. Tendremos que lograr esa prueba con el mayor sigilo, sin descubrir a nadie lo que estamos buscando. Luego, cuando la tengamos, podremos arrestar al conde Bartholomew y conducirlo ante el rey. Enfrentado a la prueba, Bartholomew confesará y suplicará clemencia. Entonces nosotros pediremos nuestra recompensa.
—Y negaremos que Waleran nos ha ayudado —añadió padre.
Madre sacudió negativamente la cabeza.
—Déjale que tenga su parte de gloria y su recompensa. Entonces estará en deuda con nosotros. Eso puede favorecernos mucho.
—Pero, ¿cómo buscaremos la prueba de la conspiración? —preguntó ansioso padre.
—Habremos de encontrar una manera de acercarnos a los alrededores del castillo de Bartholomew. —Madre frunció el ceño—. No será fácil. Nadie creería que fuéramos a hacerle una visita. Todos saben que aborrecemos a Bartholomew.
A William se le ocurrió una idea.
—Yo puedo ir —dijo.
Sus padres mostraron cierto sobresalto.
—Supongo que despertarías menos sospechas que tu padre. Pero ¿con qué pretexto? —dijo madre.
William ya había pensado en ello.
—Puedo ir a ver a Aliena —dijo, y el pulso se le aceleró sólo de pensarlo—. Puedo suplicarle que recapacite sobre su decisión. Después de todo, en realidad no me conoce. Me juzgó mal cuando nos vimos. Puedo ser un buen marido para ella. Tal vez sólo necesite que le corteje con más intensidad —sonrió con una sonrisa cínica para que no se dieran cuenta de que sentía cada una de sus palabras.
—Una excusa perfectamente creíble —dijo madre. Miró fijamente a William—. Me pregunto si, después de todo, el muchacho puede tener algo del cerebro de su madre.
Por primera vez en meses, William se sentía optimista al ponerse en camino al día siguiente de la Epifanía en dirección al castillo del conde. Era una mañana clara y fría. El viento del norte le azotaba las orejas y la nieve escarchada crujía bajo los cascos de su caballo de batalla. Llevaba una capa gris de un estupendo tejido de Flandes ribeteada de piel de conejo sobre una túnica escarlata.