Fue un lanzamiento perfecto. El cuchillo fue directo al anca del caballo y se hundió una pulgada en la carne. El caballo pareció sobresaltarse como un hombre al que algo le coge por sorpresa. Luego, antes de que Gilbert pudiera reaccionar, se lanzó asustado a una rápida galopada yendo directo a la emboscada de Walter.
William corrió tras él. El caballo cubrió en unos momentos la distancia que le separaba de Walter. Gilbert no hacía el menor esfuerzo por controlar a su montura, estaba demasiado ocupado en mantenerse sobre la silla. Cuando estaba a la altura de Walter, William se dijo:
¡Ahora, Walter, ahora!
Walter calculó su acción con tal exactitud que William ni siquiera vio salir la estaca impulsada de detrás del árbol. Sólo vio que al caballo se le doblaban las patas delanteras como si de repente hubieran perdido toda su fuerza. Luego las patas traseras parecieron alcanzar a las delanteras de tal forma que todas se enredaron. Finalmente, la cabeza fue para abajo mientras los cuartos traseros se alzaban, y cayó pesadamente.
Gilbert salió disparado. Al intentar lanzarse tras él, William se vio entorpecido por el caballo en el suelo. Gilbert aterrizó bien, rodó sobre sí mismo y quedó de rodillas. Por un instante, William temió que echara a correr y que escapara. Pero entonces, Walter salió de entre los arbustos y se lanzó por los aires con un salto descomunal, yendo a aterrizar contra la espalda de Gilbert, derribándole.
Los dos hombres cayeron al suelo con fuerza. Recuperaron el equilibrio al mismo tiempo y William vio horrorizado que el astuto Gilbert enarbolaba un cuchillo. William, saltando por encima del caballo derribado, lanzó el palo de roble contra Gilbert en el preciso momento en que éste levantaba su cuchillo. El palo dio a Gilbert en un lado de la cara.
Gilbert se tambaleó pero se puso en pie. William le maldijo por ser duro. William se disponía a atacar de nuevo con la cachiporra, pero Gilbert fue más rápido y se lanzó sobre William con el cuchillo. Éste iba vestido para cortejar, no para la lucha, y la afilada hoja atravesó la capa de excelente lana. William retrocedió con la suficiente rapidez para salvar el pellejo. Gilbert seguía acosándole, impidiéndole recuperar el equilibrio, por lo que no podía manejar la cachiporra.
William retrocedía cada vez que Gilbert se lanzaba sobre él, pero nunca disponía de tiempo suficiente para recuperarse, y Gilbert empezaba a acorralarle. De súbito, William temió por su vida. Pero, entonces, Walter llegó por detrás de Gilbert, le golpeó en las piernas y le hizo caer.
William se sintió tan aliviado que las piernas le flaqueaban. Por un instante pensó que iba a morir. Dio gracias a Dios por la ayuda de Walter.
Gilbert intentó levantarse pero Walter le dio una patada en la cara. William, para asegurarse, le golpeó por dos veces con la cachiporra, y Gilbert quedó inmóvil.
Le volvieron boca arriba y mientras Walter permanecía sentado sobre su cabeza, William le ataba las manos a la espalda. Luego quitó a Gilbert sus largas botas negras y le ató los tobillos con un fuerte lazo de correa de la guarnición. Se puso en pie. Hizo una mueca a Walter y éste sonrió. Era un verdadero alivio tener firmemente maniatado a ese escurridizo y viejo luchador.
El siguiente paso era hacer confesar a Gilbert.
Estaba volviendo en sí. Walter le hizo volverse. Cuando Gilbert vio a William mostró sorpresa y luego miedo. William se sintió complacido y pensó que Gilbert ya estaba lamentando sus risas. Dentro de un instante las lamentaría todavía más. El caballo de Gilbert se había puesto asombrosamente en pie. Había corrido unas cuantas yardas pero luego se había detenido y en ese momento miraba hacia atrás, jadeando y sobresaltándose cada vez que el viento agitaba los árboles. El cuchillo de William se había caído del anca. Éste lo recogió mientras Walter iba a por el caballo. William escuchaba atento por si se acercaban nuevos jinetes. En cualquier momento podría llegar otro mensajero, en cuyo caso tendrían que quitar de la vista a Gilbert y mantenerlo callado. Pero no apareció nadie y Walter pudo coger al caballo de Gilbert sin dificultad
Pusieron a Gilbert a lomos de su caballo, conduciéndole luego a través del bosque hasta donde William había dejado sus propias monturas. Los otros caballos empezaron a agitarse al oler la sangre que brotaba de la herida en el anca del caballo de Gilbert, por lo que William lo ató algo alejado.
Miró en derredor buscando un árbol adecuado para sus fines; descubrió un olmo con una vigorosa rama sobresaliendo a una altura de ocho o nueve pies del suelo. Se la indicó a Walter.
—Quiero colgar a Gilbert de esa rama —dijo.
Walter esbozó una sonrisa sádica.
—¿Qué vas a hacerle, Lord?
—Ya lo verás.
La curtida faz de Gilbert estaba lívida por el terror. William pasó una cuerda por debajo de los brazos del hombre, se la ató a la espalda e hizo una lazada en la rama.
—Súbelo —dijo a Walter.
Walter izó a Gilbert. Éste se retorció librándose de la garra de Walter, cayendo al suelo. Walter cogió la cachiporra de William y golpeó a Gilbert en la cabeza hasta dejarle semiinconsciente. Y luego le izó de nuevo. William enrolló varias veces a la rama el extremo suelto de la cuerda, afirmándolo con fuerza. Entonces Walter soltó a Gilbert que quedó balanceándose suavemente de la rama, con los pies a una yarda del suelo.
—Ve a buscar leña —dijo William.
Prepararon una hoguera debajo de Gilbert, y William la encendió con la chispa de un pedernal. Al cabo de unos momentos empezaron a subir las llamas. El calor sacó a Gilbert de su letargo. Al darse cuenta de lo que estaba ocurriendo empezó a quejarse aterrado.
—Por favor. Bajadme, por favor. Siento haberme reído de vos. Clemencia, por favor.
William guardaba silencio. La humillación de Gilbert era en extremo satisfactoria pero no era lo que él buscaba. Cuando las llamas empezaron a abrasar los pies descalzos de Gilbert, dobló las piernas por la rodilla para alejar los pies del fuego.
Por la cara le caía el sudor y se notaba un leve olor a socarrado cuando sus ropas empezaron a calentarse. William pensó que ya era tiempo de empezar con el interrogatorio.
—¿Por qué fuiste hoy al castillo? —le preguntó.
Gilbert se le quedó mirando asombrado.
—Para presentar mis respetos. ¿Acaso tiene importancia? —dijo.
—¿Por qué fuiste a presentar tus respetos?
—El conde acaba de regresar de Normandía.
—¿No fuiste especialmente convocado?
—No.
William pensó que quizás fuera verdad. Interrogar a un prisionero no resultaba tan fácil como él imaginara. Reflexionó de nuevo.
—¿Qué te dijo el conde cuando subiste a su cámara?
—Me saludó y me dio las gracias por haber ido a darle la bienvenida a casa. —Tenía la mirada de Gilbert una expresión de comprensión cautelosa. William no estaba seguro.
—¿Y qué más?
—Me preguntó por mi familia y por mi pueblo.
—¿Nada más?
—Nada más. ¿Por qué os importa tanto lo que haya dicho?
—¿Qué te dijo del rey Stephen y de la emperatriz Maud?
—¡Os repito que nada!
Gilbert no pudo mantener por más tiempo las piernas encogidas y pies volvieron a caer sobre las llamas, cada vez más altas. Lanzó alarido angustioso y su cuerpo se estremeció convulso. El espasmo hizo que sus pies se apartaran de las llamas y entonces se dio cuenta de que podía aliviar el dolor oscilando de un lado a otro. Sin embargo a cada balanceo volvía a pasar por encima de las llamas y gritaba de dolor.
Una vez más William se preguntó si Gilbert estaría diciendo la verdad. No había forma de saberlo. Era de suponer que llegado un punto sufriría tanto que diría cualquier cosa que creyera que William quisiera saber, en un intento desesperado por sentir algún alivio. De manera que era importante no darle un indicio demasiado claro de lo que él quería, se dijo preocupado William. ¿Quién hubiera pensado que torturar a la gente resultara tan difícil?
Procuró hablar con tranquilidad y en un tono casi de conversación.
—¿Adónde vas ahora?
Gilbert gritó de dolor y frustración.
—¿Y eso qué importa?
—¿Adónde vas?
—¡A casa!
El hombre estaba perdiendo el control. William sabía que vivía al Norte de allí. Había estado cabalgando en dirección contraria.
—¿Adónde ibas? —repitió William.
—¿Qué queréis de mí?
—Sé cuándo estás mintiendo —dijo William—. No tienes más que decirme la verdad. —Escuchó a Walter emitir un gruñido de satisfacción y se dijo que lo estaba haciendo mejor—. ¿Adónde ibas? —preguntó por cuarta vez.
Gilbert estaba tan exhausto que ni siquiera era capaz de oscilar. Se quedó parado sobre la hoguera, gimiendo de dolor, y una vez más encogió las piernas para apartar los pies de las llamas. Pero para entonces el fuego había prendido con fuerza, llegando a chamuscarle las rodillas. William notó un olor familiar ligeramente nauseabundo, y cayó en la cuenta de que era el de carne quemada. Y le resultaba familiar porque era como el olor a comida. La piel de las piernas y los pies de Gilbert estaba adquiriendo un tono oscuro al tiempo que se arrugaba, mientras que el vello de sus espinillas se volvía negro. La grasa desprendida de la carne caía sobre el fuego chisporroteando. La contemplación de su intensísimo dolor tenía hipnotizado a William, y cada vez que Gilbert gritaba sentía una profunda excitación. Tenía el poder de provocar el dolor de un hombre y ello le hacía sentirse bien. Era algo parecido a como se sentía cuando lograba quedarse a solas con una muchacha, en un lugar donde nadie podía oír sus protestas tumbándola en el suelo y levantándole las faldas hasta la cintura sabiendo que ya nada podía detenerle para poseerla.
—¿Adónde ibas? —volvió a preguntar de mala gana.
—A Sherborne —contestó Gilbert con una voz que era como un grito contenido.
—¿Por qué?
—Soltadme, por el amor de Dios, y os lo diré todo.
William intuyó que tenía la victoria al alcance de la mano. Resultaba enormemente satisfactorio. Pero todavía no había llegado el momento crucial.
—Apártale sólo los pies del fuego —dijo a Walter.
Walter agarró a Gilbert por la túnica y tiró de él, de modo que las piernas quedaron apartadas de las llamas.
—Vamos —dijo William.
—El conde Bartholomew tiene cincuenta caballeros en Sherborm y los alrededores —dijo Gilbert con un grito ahogado—. Yo debí reunirlos y traerlos a Earlcastle.
William sonrió. Todas sus conjeturas estaban resultando satisfactoriamente exactas.
—¿Y qué piensa hacer el conde con esos caballeros?
—No lo dijo.
—Dejemos que se chamusque algo más —dijo William a Walter.
—¡No! —gritó Gilbert—. ¡Os lo diré!
Walter vaciló.
—Rápido —advirtió William.
—Tienen que luchar a favor de la emperatriz Maud contra Stephen —dijo finalmente Gilbert.
Ya estaba. Ahí tenía la prueba. William saboreó su triunfo.
—Y cuando vuelva a preguntarte esto delante de mi padre, ¿contestarás lo mismo? —preguntó.
—Sí, sí.
—Y cuando mi padre te lo pregunte delante del rey, ¿seguirás diciendo la verdad?
—¡Sí!
—Júralo por la Cruz.
—Lo juro por la Cruz. ¡Diré la verdad!
—Amén —dijo William satisfecho, y empezó a patear el fuego.
Ataron a Gilbert a su silla y pusieron a su caballo la rienda corta. Luego cabalgaron al paso. El caballero apenas podía mantenerse erguido y William no quería que muriese ya que muerto no le serviría de nada. Por ello intentó tratarle sin demasiada brutalidad. Al pasar junto a un arroyo echó agua fría sobre los pies abrasados del caballero. Este gritó de dolor pero probablemente le alivió.
William tenía una maravillosa sensación de triunfo mezclada con un extraño sentimiento de frustración. Nunca había matado a un hombre y hubiera deseado matar a Gilbert. Torturar a un hombre sin luego matarle era como desnudar por la fuerza a una muchacha sin luego violarla. Cuanto más pensaba en ello, más acuciante se hacía su necesidad de una mujer.
Tal vez cuando llegara a casa... no, no habría tiempo. Tendría que contar a sus padres lo ocurrido y ellos querrían que Gilbert repitiera su confesión delante de un sacerdote y quizás también de algunos otros testigos. Y luego habrían de planear la captura del conde Bartholomew que seguramente tendría lugar el día siguiente, antes de que el conde reuniera demasiados hombres para luchar. Y William todavía no había pensado en la manera de tomar el castillo por asalto sin tener que recurrir a un asedio prolongado...
Pensaba malhumorado que tal vez pasara mucho tiempo antes de que viera siquiera una mujer atractiva, cuando apareció una en el camino, delante de ellos.
Era un grupo formado por cinco personas que caminaban en dirección a William. Una de ellas era una mujer de pelo castaño oscuro, de unos veinticinco años, no precisamente una muchacha aunque bastante joven. A medida que se acercaba, William se sintió más interesado. Era realmente hermosa, con el pelo formando un pico de viuda sobre la frente y ojos hundidos de un intenso color dorado. Tenía una figura delgada y flexible y un cutis suave y bronceado.
—Quédate rezagado —dijo William a Walter—. Mantén al caballero detrás de ti mientras yo hablo con ellos.
El grupo se detuvo y se quedaron mirándole cautelosos. Eran a todas luces una familia. Uno de ellos era un hombre alto, que probablemente era el marido. Había también un muchacho ya mayor, aunque todavía barbilampiño, y dos arrapiezos. William se dio cuenta sobresaltado que el hombre le resultaba familiar.
—¿Te conozco? —preguntó.
—Yo os conozco —repuso el hombre—. Y conozco vuestro caballo porque los dos juntos estuvisteis a punto de matar a mi hija.
William empezó a hacer memoria. Su caballo no había llegado tocar a la niña, pero había estado a punto.
—Estabas construyendo mi casa —dijo—. Y cuando te despedí exigiste que te pagara, y casi me amenazaste.
El hombre parecía desafiante y no lo negó.
—Ahora no pareces tan altivo —dijo William con desprecio. Toda la familia parecía hambrienta. Estaba resultando un buen día para arreglar cuentas con gente que había ofendido a William Hamleigh—. ¿Tenéis hambre?
—Sí, tenemos hambre —dijo el constructor con tono hosco e irritado.
William volvió a mirar a la mujer. Permanecía erguida con los pies ligeramente separados y la barbilla levantada, mirándole sin temor alguno. Aliena le había excitado y en aquel momento necesitaba saciar su lujuria con aquella otra mujer. Estaba seguro de que se mostraría estimulante, se retorcería y arañaría. Tanto mejor.